A la hora del desayuno vuelven a abordar el asunto. Es evidente que han estado hablando durante la noche: ahora, sus discursos son más precisos, menos sesgados.
–Noticias de la corte –le dice lord Arlington a su mujer, leyendo el mensaje que le ha entregado el mayordomo–. Aquí tengo el último informe del médico de la reina. Desgraciadamente, parece que nuestros peores temores se han confirmado.
–Tengo que preparar la ropa de luto y los crespones de seda negra para el carruaje. Al parecer, los necesitaremos antes de que acabe el año.
–Sí. ¡Pobre mujer!
–¿Se sabe algo –pregunta lady Arlington– sobre quién puede casarse con el rey cuando la reina haya muerto? Que Dios se apiade de su alma.
Arlington se encoge de hombros.
–Han corrido algunos rumores. Extraoficialmente, por supuesto. Como sabes, el rey acaricia la romántica idea de casarse por amor, aunque ése es un lujo del que los reyes no suelen disfrutar a menudo.
–No. Y el Parlamento quiere que contraiga matrimonio con una protestante.
–¡Ah! –Lord Arlington se inclina hacia delante–. Pero ¿será realmente el Parlamento el que lo decida? Ahora es París, y no el Parlamento, quien impone su criterio. Y Luis querrá a alguien que contribuya a consolidar la gran alianza.
–¿Una católica?
Arlington asiente con la cabeza.
–Preferiblemente una católica francesa, sin duda alguna.
Distraída mientras me llevo una tostada a la boca, no entiendo muy bien la importancia de esas palabras. Pero luego lo comprendo. Si no estuviera masticando, creo que estaría boquiabierta.
Creo que deben de pensar que soy una estúpida por no haberlo intuido antes.
–Entonces, si Carlos empezara a demostrar su interés por una mujer así… –dice lady Arlington.
–Exacto –responde su marido, asintiendo con la cabeza–. Todos estarían encantados.
Lord Arlington no puede evitar mirarme un instante por el rabillo del ojo para cerciorarse de que lo he entendido.
Doy un paseo por el jardín, pensando en lo ocurrido.
Así pues, éste es el plan de Arlington: ¡orquestar un matrimonio entre Carlos II y yo! A primera vista, parece una proposición inconcebible. Las esposas de los reyes son princesas de sangre real, no hijas de familias antiguas en decadencia. Ellas aportan suntuosas dotes, alianzas estratégicas y aspiraciones a tronos lejanos.
Y, a pesar de eso, si Luis y Carlos quisieran, un matrimonio de esa índole sería posible. Francia es tan poderosa en Europa que una francesa de origen noble podría ser considerada como el equivalente de un miembro de la realeza de un país menos importante. Y desde el punto de vista de mi rey, una francesa sentada en el trono de Inglaterra sería una prueba visible de que el tratado es inquebrantable. Uniría a nuestros países durante una generación.
Me pregunto qué pensarían mis padres si me convirtiese en reina de Inglaterra. Cómo les recompensaría Luis. Mis hermanas pequeñas se convertirían en las muchachas más cortejadas de Versalles. Mi padre contaría con nuevas tierras y dinero para reconstruir nuestra casa de Brest… Cumpliría con todo lo que me habían encomendado al enviarme a Versalles.
Y mis hijos –nuestros hijos: los hijos que tendríamos Carlos y yo– serían de sangre real. Poseerían la parte de divinidad que corre por las venas de los reyes. Sería madre de príncipes. Y, como tal, tendría poder, un poder incluso mayor que el de madame. Su gran sueño –el sueño de una Europa unida bajo una misma fe– se haría realidad gracias a mí.
¿Cómo podía imaginar, cuando me temía que me enviarían a casa desde París a causa de mi fracaso, que se me presentaría una oportunidad como ésta?
Sacudí bruscamente la cabeza, irritada conmigo misma. Espera. Reflexiona. Si ésta era la verdadera intención de Luis al enviarme aquí, estoy segura de que él o Lionne me lo habrían dicho. No habrían dejado en manos del fascinante pero, sospecho, oportunista lord Arlington la misión de explicarme cómo estaban las cosas.
Así pues, el plan no es de Luis, sino de Arlington. Pero, una vez más, eso no significa necesariamente que Luis no lo aprobara si los acontecimientos tomaran esos derroteros.
Dicho de otro modo: si fuera el deseo de Carlos.
Sigo pensando, tratando de ser lógica. El problema más evidente es que la reina aún no ha muerto, y hablar de la muerte de una reina, por no hablar de desearla, es una forma de traición. Naturalmente, la gente lo comenta –la sucesión, en cualquier país, es un asunto de máxima importancia–, pero hablarlo de forma equivocada o con la persona equivocada es un gran riesgo.
Sin embargo, la ocasión es perfecta; es como si en las cartas me hubieran dado una mano con el rey y sólo tuviera que cogerlas y jugar.
Me acuerdo de las palabras que me dijo Buckingham estando ebrio: «Habéis sido enviada para seducirlo». Entre aquella vulgar acusación y las sugerencias más alentadoras de los Arlington, ¿dónde está la verdad?
Convertirme en reina. Convertirme en reina. Es como un susurro que sigue resonando dentro de mi cabeza. Sin querer, me doy cuenta de que ando un poco más erguida que antes, con un porte un poco más real, mientras me dirijo de nuevo hacia la casa.
Carlo
La diferencia entre un simple sorbetto y un helado es tan grande como la diferencia entre la tiza y el queso.
El libro de los helados
Tenía poco que hacer mientras esperaba que llegara mi piña. Mandé cordiales helados y gelatinas a la corte y dediqué el resto del tiempo a hacer experimentos.
A decir verdad, sabía que en eso era un principiante, como lo había sido en su momento preparando helados. Necesitaba los consejos de Boyle o de algún otro filósofo natural. Sin embargo, Boyle me había dejado claro que no me ayudaría a menos que accediera a hacer públicos mis descubrimientos, por lo que por ahora tendría que arreglármelas solo.
Decidido a proceder aplicando el mismo enfoque lógico que habría adoptado un químico como Boyle, empecé con el helado de peras que había preparado en Francia, tratando de recrearlo exactamente como lo había hecho en aquella ocasión. Sin embargo, el proceso resultó ser muy complicado. Aparentemente, la relación entre los diversos ingredientes era demasiado compleja: al reducir el azúcar, la textura era menos granulosa, pero también complicaba la congelación de la mezcla: a veces, la crème anglaise quedaba mórbida, pero en otras ocasiones aparecía llena de grumos, como los huevos revueltos. Si modificaba las proporciones de pera y crema, el helado se convertía en un líquido pegajoso.
Mientras llevaba a cabo estos experimentos, Hannah lavaba los platos y Elias picaba el hielo. Con cierto asombro, descubrí que ambos eran muy trabajadores, y no tenía queja alguna de su diligencia. Recordé las palabras del espía francés: «Esos protestantes creen en el trabajo duro con un fervor casi religioso». No se habían repetido episodios de insubordinación como el del juramento, por lo que decidí no volver a hablar del asunto.
Sin embargo, estaba claro que Hannah no era la clase de criada a la que estaba acostumbrado en Francia.
–¿Por qué un cordial helado es mejor que uno que no lo esté? –me preguntó Elias en una ocasión.
–Porque refresca el paladar de los cortesanos que tienen la suerte de poder probarlo.
–Pero, si quieren refrescarse, ¿por qué no se quitan simplemente los abrigos?
Tuve la tentación de decirle que dejara de hacerme preguntas, pero el muchacho tenía algo que me recordaba a la curiosidad que yo también sentía cuando empecé a trabajar para Ahmad.