–Está jugando por vos –dice lady Arlington, entre dientes, aplaudiendo con entusiasmo–. Sonreíd. Ahora sois vos quien debéis exhibiros.
Mientras los jugadores toman cordiales helados, la corte se dispersa. Reconozco una figura ataviada con una levita de estilo francés que se aleja, sosteniendo un recipiente para helados.
–¡Signor Demirco! –lo llamo.
Por un instante duda, pero acto seguido acelera su paso, obligándome a salir corriendo tras él.
–¡Esperad! –le grito–. ¡Esperad, signor Demirco!
Finalmente no le queda más remedio que detenerse.
–¿Es que no me habéis oído? –le pregunto, desconcertada.
–Sí, os he oído –responde, con brusquedad.
–Entonces ¿por qué parecíais tan irritado?
Tengo la sensación de que está a punto de decir algo, pero luego cambia de opinión.
–Por nada –dice, finalmente–. ¿Cómo estáis? He oído decir que vuestra diplomacia, aquí, está obteniendo un gran éxito.
¿Son imaginaciones mías o ha pronunciado la palabra «diplomacia» con cierta ironía? Un poco ofendida, replico:
–En cambio, he oído que la vuestra no.
Se encoge de hombros.
–Dicen que el rey aceptaría de mejor grado mis helados si fuerais vos quien se los ofrecierais.
–¿Y por eso sois tan… arisco? ¿Os sentís herido en vuestro orgullo?
–No soy arisco, como decís vos –replica, secamente–. No tiene nada que ver con mi orgullo. Todo lo contrario: vuestro éxito garantizará mi regreso a Francia. Y a propósito: debéis estar muy satisfecha de no haber aceptado mi propuesta de matrimonio en Versalles.
–No habría podido aceptarla en ningún caso –contesto, prudente–, dada la gran diferencia entre nuestros orígenes. Pero, teniendo en cuenta que habéis sido informado por nuestros amigos comunes sobre la posible fortuna que me aguarda, os diré que, efectivamente, fue una buena idea. Aunque…, signor, sería mejor que ese episodio fuera un secreto entre los dos. Una propuesta, aunque sea rechazada, podría considerarse como una mancha en mi buen nombre, y ahora, mi reputación es más importante que nunca.
–¿Vuestra reputación? –dice, entre dientes–. No me toméis el pelo, os lo ruego. ¿Intentáis decir que ahora tenéis mejores cosas que hacer?
Enfadada, replico:
–Estoy levantando la moral del rey…, algo que vos, al parecer, no sois capaz de hacer con vuestros helados.
Inclinando la cabeza, dice:
–Efectivamente. Tenéis todo mi reconocimiento.
Se aleja, con expresión sombría.
Lo sigo con la mirada, exasperada. Los sentimientos del pastelero, al parecer, siguen estando heridos. Naturalmente, lo siento, aunque estoy un poco sorprendida. Aun así, no puedo permitir que eso me distraiga de mis propósitos.
Aquella noche, Arlington y su esposa tienen una conversación en privado. Más tarde, lady Arlington se presenta en mis aposentos. Despide a mi doncella y es ella misma quien me cepilla el pelo, sin escatimar elogios por la cantidad de rizos que se deslizan entre sus dedos, más rebeldes que de costumbre. Nunca he sido capaz de domarlos como es debido.
–Creo que hay alguien que los admira –dice, con expresión burlona.
Me sonrojo.
–Decidme –continúa, con la misma voz tranquila–. ¿Cuándo soléis sangrar?
Un poco avergonzada, respondo:
–No os preocupéis, tengo todo cuanto necesito.
–No me refería a eso –prosigue, impertérrita–. Lo decía por el rey, para que podáis estar con él en el momento adecuado. –Me sonríe, mirándome en el espejo–. Queréis que se enamore de vos, ¿no es así?
Sigue peinándome enérgicamente, como un mozo de cuadra cepillando un caballo.
–No… lo sé –respondo, en tono vacilante.
–Yo creo que sí –murmura–. Creo que ése debería ser vuestro deseo. Os mira de un modo… En vos no busca consuelo; busca mucho más. ¡Sois muy afortunada!
–¡No! –exclamo–. No puedo hacerlo. Nunca podré.
Me separa el pelo, que cae a ambos lados de mi rostro.
–¿Nunca habéis pensado en llevarlo así? –me pregunta, cambiando de tema con gran facilidad, como si hasta entonces no hubiéramos hablado más que de la posibilidad de cambiar de coiffure.
Carlo
De todos los postres, los helados provocan curiosidad y asombro en igual medida.
El libro de los helados
Se podría decir, basándome en mis conversaciones sobre juramentos y cortesanos, que mis sirvientes del Red Lion son gente extremadamente devota. Aunque en realidad, como pude comprobar en seguida, aquella posada no era mucho mejor que un burdel.
En la Europa continental, un hombre sabe cuándo se encuentra en un lugar de dudosa reputación y, una vez liquidado el asunto, puede cerrar la puerta y olvidarse de todo lo que ha hecho allí. En Inglaterra, en cambio, la línea divisoria entre una posada y un lupanar, entre sirvientas y prostitutas, era menos nítida… En realidad, tienen una palabra, slut, para referirse a una mujer que ocupa el escalafón más bajo dentro del servicio doméstico, pero que también define a una muchacha dispuesta a llevar a cabo cualquier tarea que se le ordene. Me di cuenta en seguida de que en el Red Lion había varias sluts que complementaban su paga de ese modo. Estas jóvenes –Mary, Rose y dos o tres más– trabajaban sin esconderse en el comedor, saltando de un cliente a otro con el pretexto de servirles una cerveza, entablando picantes conversaciones antes de subir a una de las estancias de la buhardilla.
Al principio me molesté al descubrir la clase de local que era, pero no por el vicio en sí mismo, sino porque en Francia o en Italia, establecerse en un burdel para hacer negocios habría supuesto la inmediata rescisión de la protección real. En Inglaterra, evidentemente, eran más tolerantes. Cuando se lo comenté a Robert Cassell, pareció casi divertido.
–Sí, es cierto –me dijo–. ¿Qué esperabais? Es una taberna londinense.
–¿Y las autoridades no se oponen?
–En teoría, sí…, pero en la práctica, tienen asuntos más importantes que resolver.
Las posadas de Londres, me explicó, habían sido un semillero de disidentes durante la Commonwealth; allí era donde se celebraban a menudo reuniones de hombres y mujeres trabajadoras. Algunas incluso tenían su propia imprenta y publicaban periódicos y panfletos revolucionarios que la plebe devoraba con avidez. Después de la depuración llevada a cabo durante la Restauración, se decidió que la prostitución era el menor de los males que había que erradicar.
–No hay ninguna camarera en Londres que no se venda por una moneda de seis peniques –concluyó.
–Pero yo creía que aquí, antes de la Restauración, la gente era puritana.
–Algunos lo eran, pero había muchos disidentes, y todos tenían opiniones diferentes sobre lo que era aceptable y lo que no. Cavadores, cuáqueros, ranters, niveladores, familistas, mugletionianos, los partidarios de la quinta monarquía… Ahora, todos han sido desterrados, pero durante un tiempo Inglaterra tuvo tantas sectas de locos como condados. Algunas de ellas, como las de los ranters o los familistas, eran prácticamente indistinguibles de los libertinos, con la única diferencia de que intentaban camuflarse con un montón de tonterías sobre el Cristo interior, la comunidad y la fraternidad. Sin embargo, todas las sectas tenían en común el rechazo total a aceptar cualquier autoridad salvo la propia.
Pensé en la extraña y desafiante actitud de Hannah frente a la posibilidad de que la echaran de su despensa. En Francia o en Italia, una sirvienta habría obedecido sin protestar, mientras que aquí, a la gente, después de haber intentado una revolución, le costaba renunciar a sus costumbres.
Sin embargo, no había considerado la posibilidad de que Hannah fuera una de esas sirvientas que, como decía Cassell, estuviera dispuesta a venderse por una moneda de seis peniques, y por eso me sorprendí cuando presencié un altercado entre ella y un cliente por ese asunto. Ambos se habían refugiado detrás de una de las pesadas vigas de roble ennegrecido que sostenían el techo del comedor principal. A pesar de su evidente crispación, hablaban en voz baja seguramente ni siquiera les habría mirado de no ser porque esperaba que ella me sirviera la comida. Advertí dos cosas: la primera, que el hombre vestía de forma bastante más elegante que el resto de clientes del Lion, casi tanto como yo; y la segunda, que la sujetaba fuertemente por el brazo.