Pensé que lo mejor sería preparar un sencillo cordial o sirope de albaricoque y luego congelarlo; es decir, un sorbetto. La morbidez podía esperar; lo importante era el sabor de la fruta. Me disponía a coger otro plato de albaricoques cuando presencié una violenta discusión entre el cocinero que había preparado el primer plato y el criado al que acusaba de haberlo robado. No era el momento de hacerme con otro. Además, Ahmad podía volver en cualquier momento y tenía que limpiar todos los utensilios antes de que se diera cuenta de lo que había hecho.
Así pues, empezó una etapa en la que llevaba una doble vida. Durante el día, con Ahmad, era un sirviente que seguía obedientemente y sin quejarse sus instrucciones. Sin embargo, por la noche era una especie de alquimista: la cocina era el laboratorio donde probaba diferentes combinaciones de ingredientes y sabores. Nada me parecía extraño o ridículo a la hora de ensayar. Congelaba quesos blandos, digestifs, zumos vegetales e incluso sopas. Preparaba helados con vino, pesto genovese, leche de almendras, hinojo picado con toda clase de cremas. Experimentaba a ciegas, sin método ni objetivo, esperando dar con algo –un sistema, un truco– que estaba convencido que debía existir en alguna parte: algo capaz de revelarme los secretos más profundos del hielo. Era como si el hielo me llamara, tentándome, y aunque no podía afirmar con certeza qué funcionaría y qué no –como un pintor que, a fuerza de practicar con su paleta, llega a comprender qué colores debe mezclar para conseguir un determinado efecto–, empecé a dominar cada vez más el lenguaje de los sabores. Estoy seguro de que Ahmad se dio cuenta de que estaba más seguro de mí mismo, pero seguramente lo atribuyó a que me estaba haciendo mayor.
También se estaban produciendo otros cambios. Era consciente de que me estaba convirtiendo en un hombre, a juzgar por el fuego que ardía en mis venas; un hombre bastante bien parecido, a tenor de las miradas que me lanzaban las muchachas que trabajaban en las cocinas, por no hablar de los procaces comentarios de sus compañeras, más maduras y casadas. Y luego estaba Emilia Grandinetti… Tenía quince años, como yo. Trabajaba como aprendiza de una de las costureras que confeccionaba vestidos para la corte, y era la cosa más dulce que había visto en mi vida. Su piel era del color de la mantequilla cuando se calienta en una marmita; sus dientes y el blanco de sus ojos eran tan límpidos y brillantes como la nieve en su rostro bronceado y sonriente. Muy pronto, las miradas que nos lanzábamos se convirtieron en sonrisas, los escarceos en conversaciones y las risas en amor. «Soy el príncipe más afortunado de toda Florencia», pensaba, orgulloso. Nos pasábamos horas robadas en el tejado del palacio, donde nadie podía vernos, ebrios de amor, cogidos de la mano mientras hablábamos de nuestros sueños.
–Voy a ser el mejor pastelero del mundo –le decía.
–¿De veras? ¿Y cómo piensas conseguirlo? –contestaba ella, burlándose.
–Prepararé helados de mil sabores distintos. Los helados más exquisitos y delicados que puedas imaginarte.
Sin embargo, cuando le dije que prepararía uno especialmente para ella y que lo sacaría a escondidas de la cocina, sacudió la cabeza.
–No quiero que te metas en líos.
Le pregunté cuáles eran sus esperanzas para el futuro, pero todas se referían a mí: quería que estuviéramos juntos y que formáramos una familia, y puede que, con un poco de suerte, nuestros hijos también estuvieran un día al servicio de los Médici.
El matrimonio estaba prohibido a los aprendices, pero los que conseguían el permiso de sus señores podían comprometerse. Entre los aprendices, un compromiso estaba considerado casi como un matrimonio, si no a los ojos de Dios, sí a los de quienes estaban inmediatamente por debajo de Él. Así pues, esperé el momento oportuno para hablarlo con Ahmad.
Estábamos trabajando en una magnífica escultura de hielo que representaba un águila en pleno vuelo, un centro para una mesa de gelatinas heladas. Había esculpido la mayor parte de la pieza y me había envuelto las manos con un paño para protegerlas del frío. No sólo tenía las manos más firmes que mi señor y la vista más aguda, sino que podía trabajar más tiempo que él, como si el hielo que me había hecho perder el dedo hubiera insensibilizado el resto de mi cuerpo contra sus efectos. O quizás, pensé mientras pulía el hielo hasta que la escultura parecía que brillaba por dentro, mi señor era un haragán que se estaba haciendo viejo. Sabía que, al menos en esta ocasión, Ahmed estaba satisfecho con mi trabajo. Cuando terminé, el persa me dedicó un gesto con la cabeza y, de mala gana, dijo:
–No está nada mal.
–Señor, he estado pensando… –empecé.
–¿Sí? ¿De qué se trata?
–Hay una muchacha que me gusta. Me preguntaba si me daríais permiso para comprometerme con ella.
Ahmad se puso a limpiar la mesa en la que habíamos estado trabajando.
–¿Qué te hace pensar que mi permiso cambiaría las cosas?
–Son las normas de los aprendices, señor –le recordé–. No puedo casarme sin el consentimiento de mi señor.
Ahmad me lanzó una mirada divertida.
–Te consideras mi aprendiz, ¿verdad?
–Por supuesto –repuse, sorprendido–. ¿Qué, si no?
En un momento de delirio me pregunté si no iba a decir que no me consideraba su aprendiz, sino un igual, y puede que, un día, su socio.
–El aprendizaje se compra –se limitó a decir–. Tus padres eran pobres.
–No lo entiendo. ¿Tan pobres eran que ni siquiera podían permitirse el aprendizaje?
–Más pobres que eso. Tan pobres que se alegraron de venderte. Tú no eres un aprendiz, muchacho, y nunca lo serás. Tú eres de mi propiedad, y, mientras vivas, nunca serás libre para comprometerte con una muchacha, y mucho menos desposarte. –Tras apartar los trapos empapados, añadió–: Y ahora quita esto de aquí y lávalo.
Lo que me salvó fue la astilla de hielo que tenía clavada en el corazón. Pero en aquel momento podría haber matado al persa, sin pensar en las consecuencias.
No poder desposarme. Era horrible, pero si no tenía la libertad para poder hacerlo, eso significaba también que no la tendría para convertirme en artesano. Sería propiedad de Ahmed hasta el día de mi muerte. Nunca tendría la oportunidad de crear nada por mí mismo: seguiría trabajando siempre con los cuatro sabores de sus malditos cuadernos de notas. Habría desperdiciado mi vida; mi carne y mi sangre se fundirían en la tumba como un bloque de hielo que se queda encima de la mesa y se convierte en agua. Al pensar en eso, sentí correr por mis venas una furia muda y terrible. Sin embargo, como un bulbo en la tierra helada, contuve la rabia y esperé a que se presentase mi oportunidad.
Mi oportunidad fue un francés llamado Lucian Audiger. Nunca supe cómo me encontró: puede que sobornara a alguien para que le diera información sobre los fabricantes de helados persas y le hablaran de un joven italiano que era el eslabón más débil de la cadena. Recabar información era, sin duda alguna, una de las grandes habilidades de Audiger, aunque él creía que sólo le animaba el ferviente deseo de convertirse en un gran pastelero. Por eso había viajado mucho. Primero a España, donde aprendió el arte de preparar decocciones de piñones, cilantro, pistacho y anís. Luego a Holanda, donde estudió la destilación de flores y frutas. Y de allí a Alemania, donde se convirtió en un maestro de la elaboración de siropes. Era inevitable que acabara viajando a Italia, donde los Habsburgo en Nápoles y los Médici en Florencia eran célebres por mezclar hielo y nieve con los vinos y los postres.