–Al contrario. No están a vuestra altura. –Carlos me está mirando tan fijamente que me incomoda–. Venid conmigo a dar un paseo –dice, en voz baja, lanzando una mirada a lady Arlington–. Hablemos un poco.
Me lleva a la Stone Gallery. Lady Arlington nos sigue a pocos pasos de distancia, fingiendo interés por las estatuas.
Al principio, sin embargo, apenas hablamos. El rey se limita a señalarme dónde viven los cortesanos. Luego saca una llave y abre un puertecita.
–Este es mi jardín privado –dice, cerrando la puerta con llave detrás de él. Me doy cuenta de que lady Arlington se ha quedado fuera–. Para mi uso exclusivo.
–A Su Majestad debe de costarle disfrutar de un poco de soledad.
–A decir verdad, nunca solía buscarla. Pero desde que ella murió… –Me mira fijamente–. Decidme, Louise. Me dijisteis que os dejaba leer nuestra correspondencia, ¿no es cierto?
–Así es.
Luego, con fingida indiferencia, me pregunta:
–Entonces, ¿qué sabéis sobre Dover? Aparte del hecho de que mi hermana estaba muy enferma, quiero decir.
Es un terreno resbaladizo, pero es inútil negarlo.
–Estoy al corriente del tratado. Madame me lo contó todo desde el principio.
–Comprendo. –Se toca el bigote–. Entonces, presumo que sabéis que es un secreto que conoce muy poca gente. En este país, aparte de mí, sólo lo saben seis personas. Siete, ahora que vos estáis aquí. Si fuese de dominio público, podría comprometer mi reinado.
–Lo sé. Y prometo que nunca traicionaré la confianza de madame.
Asiente con la cabeza.
–El hecho de que ella confiara en vos me basta. Pero, decidme… –Duda un instante–. ¿Era… honorable?
–¿Sire?
–Muchos de mis súbditos dirían –si, Dios no lo quiera, llegaran a saberlo– que cuando firmé ese documento, aceptando la pensión de Luis, renuncié a mi honor. He pensado mucho en ello durante estos últimos meses. Quiero conocer vuestra opinión.
Me está pidiendo mi opinión. Intento imaginarme a Luis XIV manteniendo esta conversación, y no lo consigo. Hablar así, casi de igual a igual, es algo extraordinario.
Debo actuar con cautela.
–Si un hombre hubiese firmado un documento como ése, podría considerarse un deshonor. Pero vos no sois un hombre; vos sois el rey… Vos sois Inglaterra. No podéis sentiros obligado por las mismas consideraciones que el resto de los hombres, del mismo modo que no podéis sentiros obligado por la voluntad del Parlamento.
–Sí. –Echa a andar hacia delante y hacia atrás, y yo con él, tratando de seguir sus largas zancadas–. Eso pensé yo en su momento. Pero desde que ella murió… miro a mi pueblo y veo que está harto de las guerras. Y de divisiones religiosas. Puede que a causa de mi ambición, de mis aspiraciones de convertirme en un gobernante independiente y de mi deseo de complacer a mi hermana, haya antepuesto mis deseos a los suyos.
–Pero madame no tenía ningún interés en esto. Sólo quería lo mejor para vos.
–Cierto. Pero quizás estaba influenciada por sus creencias religiosas. Por no hablar de su… admiración por Luis. –Me mira y veo que está al corriente, o al menos sospecha, de la relación entre su hermana y el rey–. Ella era como todos los Estuardo –dice, con aire de disculpa–. Tenía muchas ganas de vivir, y a veces dejaba que ofuscaran su juicio. –Guarda silencio unos instantes–. Me hace bien hablar de esto. Desde su muerte no he podido hacerlo con nadie.
Siento que empieza a sincerarse.
–Podéis hablar conmigo siempre que lo deseéis, sire. Y espero que lo hagáis.
Me mira con expresión de tristeza.
–No quisiera imponeros esa carga.
–No será ninguna carga. Es lo que todos esperan.
–¿Ah, sí?
Dudo, y me doy cuenta de que me he ruborizado un poco.
–Algunos de vuestros ministros piensan que yo debería llamar vuestra atención.
–Ah –susurra–. Por supuesto. –Me mira por el rabillo del ojo–. Comprendo muy bien por qué podrían pensarlo. Confieso que en el pasado solía tener una deplorable debilidad por la belleza femenina.
Soy consciente de que aumenta mi rubor.
–Pero puedo ayudaros de otro modo. Puedo ser vuestra confidente, como lo fue vuestra hermana. Puedo mandarle mensajes a Luis y explicarle la presión a la que estáis sometido. Me he dado cuenta de que para vos sería imposible anunciar vuestra conversión. Se lo haré saber.
Levantando las cejas, dice:
–¿Intercederíais por mi ante vuestro rey?
–Ejerceré de mediadora, disfrutando de la confianza de ambos. Como vuestra hermana.
–Entonces, ésos serán los términos del Tratado del Jardín de las Rosas –dice, lacónicamente–. Pero…, para que yo lo sepa. ¿os limitaréis a esto? ¿A hablar conmigo y nada más?
Vuelvo a ruborizarme.
–Perdonadme –añade–. Seré incluso más claro. Prefiero escandalizaros ahora con mi franqueza que ofenderos en el futuro con alguna proposición inoportuna.
–Entonces, yo también hablaré con claridad. –Con claridad pero con prudencia, me digo–. Nunca permitiré que mi comportamiento sea motivo de deshonra para mi familia.
Él asiente con la cabeza. ¿Se siente decepcionado o satisfecho? Es imposible saberlo, aunque es importante que sepa que no haré lo que lady Arlington insinúa que debería hacer.
Hemos llegado junto al reloj de sol que hay en el centro del jardín, un complicado artilugio de esferas de cristal con incrustaciones de vidrios coloreados. En la base hay grabada una inscripción:
Cada día olvida los días precedentes:
No hay que desperdiciar estas horas con lamentos.
–Carpe diem –dice, al ver que la estoy leyendo–. Un buen consejo para ambos. ¿Sois consciente de que si la gente nos ve juntos, hablando, sacará sus conclusiones? Vuestra reputación, estoy seguro, no justifica una reacción como ésa, pero me temo que en el pasado no siempre me he comportado bien.
–Mejor que piensen así –dije, con franqueza–. Les preocupará menos esa idea que discutamos cuestiones políticas.
–Una observación astuta. Y a vuestras espaldas veo que lady Arlington nos está espiando desde la ventana de vuestros aposentos. Se preguntará de qué estamos hablando.
–Quizás sería mejor que fingiéramos… –digo.
–Pienso exactamente lo mismo –convine.
Me coge la mano, se la lleva a los labios y me besa en la muñeca. Entonces, sin soltarme, me coge entre sus brazos. Por un instante lo miro fijamente a los ojos. ¿Detecto una expresión divertida –o estudiada, incluso– en ellos?
–Lo que os he dicho antes iba en serio –dice, en voz baja–. No os haré ninguna proposición, lo juro. Pero no niego que, si hubieseis sido otra clase de mujer, os la habría hecho sin dudarlo.
–¿Y bien? –pregunta lady Arlington–. ¿Qué ha dicho?
–Ha dicho que… –No puedo contarle lo que ha dicho–. Nada. Lisonjas, palabras amables, nada más.
Lady Arlington sonríe.
–Y me imagino que le habréis dicho que se guarde las lisonjas para él.
No le contesto.
–Está bien. Estaba observando desde aquí. Os he visto juntos. Sabía que sucumbiríais a su encanto. La corona tiene algo que es capaz de vencer incluso los más tenaces escrúpulos, ¿verdad?
Carlo
Tratad de servir los helados en pequeñas cantidades, porque, como en cualquier placer, el exceso acaba aburriendo el paladar.
El libro de los helados
–El juego ha empezado –dice lord Arlington con cierta satisfacción–. El rey está contento.
–¿La muchacha ha cumplido con su deber? –pregunta Walsingham.
Arlington sacude la cabeza.
–Todavía no, pero lo hará: es sólo una cuestión de tiempo.
–¿Necesitará más estímulos?
Fue Cassell quien habló.