Arlington sonrió.
–Ésa es justamente la cuestión; sabe que debe hacerlo, pero al mismo tiempo es reacia. Eso da al rey la impresión de que debe conquistarla, y es precisamente eso lo que despierta su interés. Cazar un conejo en un establo no resulta nada apasionante; es el ciervo que huye lo que hace excitante una cacería. –Arlington me miró–. Signor, pronto necesitaremos vuestros helados. Aseguraros de que estén listos.
–¿Tenéis la piña?
Asintió con la cabeza.
–Pronto la tendréis. Usadla con sentido común. Me ha costado muchísimo dinero.
–Conozco las órdenes –dije, secamente–. Haré lo que se espera de mí.
Y luego me iré, pensé. Y adiós a todos.
Louise
Dos días después me mudo a mis aposentos. Vastas y suntuosas, las estancias resuenan cuando avanzo por el suelo taraceado. Sin embargo, me emociono al ver que Carlos ha intentado que me sienta como en casa: la librería que vi montar está repleta de libros en francés. Y –una idea muy considerada– no se trata simplemente de novelas, sino de obras sobre filosofía, dramas y tratados de matemáticas. En un rincón hay un clavicémbalo nuevo, con el facistol lleno de obras de Blancrocher y Chambonnières. A su lado, un escritorio sobre el que ya hay un montón de invitaciones.
Mientras las leo, la puerta de los aposentos se abre y entran dos muchachas jóvenes vestidas con suma elegancia. Al verme, inclinan la cabeza.
–Buenos días. –Hago un gesto, señalando las estancias vacías–. Si habéis venido a visitarme, me temo que es un poco pronto. Acabo de llegar.
La mayor de las dos, una muchacha rubia, parece desconcertada.
–No hemos venido a visitaros. Somos vuestras damas de compañía –dice, señalando a su compañera–. Ésta es la honorable Lucy Williamson, y yo soy lady Anne Berowne.
–¡Damas de compañía! –exclamo–. Disculpadme; sed bienvenidas. Lo que ocurre es que no esperaba tener damas de compañía. De hecho, pensaba justo lo contrario. Tomad asiento, os lo ruego.
Las dos son muy bonitas; seguramente son parte del plan de los Arlington. El rey tendrá incluso más deseos de visitarme si estoy rodeada de hermosos rostros.
Después de una hora, la conversación se hace forzada, en parte porque estamos hambrientas.
–Decidme –le pregunto a Lucy, que tiene la piel clara y el pelo rubio–, ¿qué hay que hacer aquí para poder comer algo?
La muchacha parece aun más confundida de lo que estaba lady Anne un poco antes.
–¿Vuestro cocinero no os sirve la comida?
–¿Mi cocinero?
–En la corte, todo el mundo tiene su cocinero.
–Bueno, creo que yo aún no lo tengo. Y no estoy del todo segura de lo que debo hacer al respecto.
–Quizás deberíais decirle a vuestro mayordomo que os procurara uno –sugiere lady Anne.
–Tal vez, pero tampoco tengo mayordomo. Ni siquiera un lacayo o una doncella.
Y si los tuviera, tampoco tendría dinero para pagarles.
–¡Oh! –exclama Lucy, que se está revelando la menos inteligente de las dos–. ¿Significa eso que no vamos a comer?
Lanzo un suspiro.
–Tal vez el embajador francés pueda prestarnos algunos criados. Le escribiré. –Hago una pausa–. Supongo que necesitaré un lacayo para que le haga llegar mi mensaje, ¿verdad?
Las muchachas asienten con la cabeza.
–En Francia, las damas de la corte suelen saltarse a menudo la comida –digo, con convicción.
Puede que a la hora de cenar, pienso, haya encontrado una solución.
Sin embargo, mucho antes de la cena entra un criado de librea y le susurra algo a lady Anne, que se vuelve hacia mí.
–La reina está a punto de llegar.
–¿Ahora? ¿Aquí?
Ella asiente con la cabeza, con unos ojos como platos.
–¡Mon Dieu!–exclamo, en voz baja–. ¿Y lady Arlington?
–También se dirige hacia aquí.
–Mejor así, supongo. ¿Qué querrá la reina?
Lady Anne se encoge de hombros, confundida.
–Le gusta jugar a las cartas. Y querrá comer algo.
–¿Comer qué?
–La cena –responde, inconcreta.
Es evidente que la educación de lady Anne falla en cuestiones domésticas.
–¿Para cuántos comensales?
–Vendrá con sus damas de compañía. Puede que en total sean una docena. Y si viene a visitaros, puede que más.
Reflexiono unos instantes.
–Mandad un mensaje al signor Demirco, el pastelero. Ordenadle que prepare helado para veinte personas. Decidle que es urgente.
Carlo
Si estáis apurados, podéis preparar un helado con ponche de huevo, crema pastelera o fruta, o con una mezcla de esos tres ingredientes.
El libro de los helados
–¡Veinte comensales! No puedo preparar veinte helados para la hora de cenar.
El hombre que me había transmitido el mensaje se encogió de hombros.
–Ésas son las órdenes.
Lancé un suspiro.
–Muy bien. Decid que haré lo que pueda. Y mandad una carroza a las seis.
No es posible preparar helados a toda prisa, aunque para el granite bastan unos pocos minutos si se tiene a mano sirope para verterlo encima. Y los cordiales también exigen poco tiempo si hay hielo para enfriarlos. E incluso los helados pueden prepararse con rapidez si se dispone de fruta en conserva con la que aromatizar la leche. En París habría podido atender la petición de Louise con solo chasquear los dedos, y mis aprendices habrían reunido a tiempo todo lo necesario.
Pero aquí, en Londres, no tenía aprendices. Y no podía fiarme de nadie; podrían divulgar mis secretos.
–¿Por qué estáis gritando? –pregunta Elias.
–Estoy blasfemando en italiano –le dije–. Pero ahora empezaré a gritar órdenes en inglés. Ponte ese guante y pica todo el hielo que puedas.
–Si, signor –contestó él, entusiasmado.
–Así no, o de lo contrario estaremos aquí toda la noche –le dije, enseñándole cómo hacerlo–. Y necesito siropes. ¿Quién puede ir al mercado?
–Mary no tiene nada que hacer –dijo, poniéndose el guante para picar el hielo.
–Entonces dile a Mary que vaya a por naranjas. Y a por más azúcar.
–¿Qué ocurre?
Era Hannah, que había oído el alboroto.
–La reina viene a cenar con madame Carwell –le explica Elias.
–No tendréis tiempo de preparar tanto sirope de naranja –dice Hannah, haciéndose cargo de la situación–. Aunque mandéis a Mary al mercado a por naranjas, tendréis que exprimirlas y servir el zumo con hojas de menta y un poco de cardamomo.
En aquella época no conocía el refrán inglés que empieza diciendo «demasiados gallos», pero aquella sensación me resultaba familiar.
–No hay tiempo para discutir. Tengo que servir un helado a la reina…
–He preparado posset –me interrumpió–. Podéis utilizarlo.
Me detuve de repente.
–¿Cuánto?
–Un galón. Suficiente para veinte, si lo congeláis.
–Preparar helado no es tan sencillo.
Ella lanzó un suspiro.
–No estoy diciendo que lo sea. Pero creo que el posset se congelará perfectamente, igual que la crema pastelera. Consideradlo como un truco de cocinero.
Mientras tanto, Mary, Rose y el posadero, Titus, se habían unido a nosotros. Tenía que tomar una decisión cuanto antes.
–Muy bien –dije–. Congelaré el posset. Pero traedme también unas naranjas. Las exprimiremos. Y también unos limones… Prepararemos un sirope.
–No pagues más de seis peniques por las naranjas –le dijo Hannah a Mary–. Ve al puesto de Robin Marchmont y dile que vas de mi parte. Rose, dile a Peter que caliente el horno. Voy a buscar el posset.
El posset, debo explicarlo, es una especie de leche cuajada con vino y especias de la que los ingleses se sienten especialmente orgullosos. Solía servirse a menudo en las tabernas como bebida caliente y también como postre. El que había preparado Hannah estaba aromatizado con zumo de limón, vino dulce y nuez moscada, pero también con algo más que al principio no fui capaz de identificar.