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Me abordó en plena noche y me zarandeó para que me despertara. La persona que le había guiado por el laberinto de las estancias del servicio desapareció sin que yo la viera. Cuando conseguí despertarme del todo ya me estaba hablando de París, de la magnífica corte que estaba construyendo Luis XIV y de los nuevos palacios de Marly y Versalles, de una opulencia que no podía compararse con la de los Médici, y de una ciudad llena de hombres y mujeres elegantes, ansiosos por probar nuevas exquisiteces. En todo París abrían casas donde se servía café y chocolate: quien supiera preparar bebidas y dulces helados nunca se moriría de hambre, y si nos asociábamos –dos jóvenes como nosotros serían capaces de crear cualquier clase de dulce o novedad– era probable que entráramos al servicio del mismísimo rey… Pero yo ya había dejado de escucharle. Ya había oído cuanto necesitaba oír. Si pensaba escapar de la corte de los Médici con los secretos del persa en la cabeza, me harían falta dos cosas: un señor al menos tan poderoso como los Médici, a fin de que no pudieran exigir mi regreso, y un lugar lo bastante alejado para escapar a la daga del persa.

–Tengo dos condiciones –dije, cuando Audiger hizo una pausa para tomar aliento.

–Adelante.

–Nunca llamaré «señor» a nadie. Y necesito veinticuatro horas para convencer a Emilia de que nos acompañe.

–Trato hecho –repuso Audiger, tendiéndome la mano–. Nos reuniremos mañana, a medianoche, en la puerta de San Miniato.

A la mañana siguiente, a una hora temprana pero razonable, salí al paso de Emilia frente al taller de costura. Llevándola a un rincón, le referí mis planes.

–Pero… –dijo. Le temblaba la voz–. Si huyes, te cogerán y te enviarán a prisión. Puede que incluso te cuelguen.

–Es la única solución. ¿No te das cuenta? Aquí no tenemos nada. Si huimos, al menos tendremos una oportunidad.

Ella miró a su alrededor.

–Ahora no puedo hablar. Mi señora…

–¡Emilia! –exclamé, en un susurro–. Tienes que decírmelo. ¿Vendrás o no?

–Yo… Yo… –repuso, mirando nerviosamente la puerta.

En ese momento supe que el miedo la superaba.

Desesperado, le dije:

–Escucha, tesoro. Lo comprendo. Me amabas porque creías que no estaba prohibido, pero ahora que sabes que podrías meterte en líos, estás asustada. Pero ésta es la única oportunidad que tendremos. Y tengo que aprovecharla. Pero la cuestión es: ¿vendrás conmigo?

–Siempre te amaré –susurró.

Sentí que me invadía el abatimiento.

–Eso significa que no.

–Por favor, Carlo. Es muy arriesgado…

Esa noche estaba esperando frente a la puerta de San Miniato mucho antes de que las campanas de la iglesia dieran las doce. Conmigo llevaba un baúl que contenía buena parte de los utensilios que Ahmad utilizaba para preparar los helados.

Paramos la diligencia, el transporte rápido que llevaba el correo. Tiraban de ella seis caballos y realizaba el trayecto entre Roma y París sin paradas. Normalmente no admitía pasajeros, pero, una vez más, Audiger parecía tener la seguridad y el dinero para pagar un soborno y subir a bordo.

Mientras nos dirigíamos al norte, miré por la ventanilla. Nunca había viajado más allá de Pisa. Con dolor en el corazón, pensaba que cada milla que recorríamos me alejaba más de Emilia.

–He estado pensando –dijo Audiger.

Centré de nuevo mi atención en el interior de la diligencia.

–¿Sí?

–Antes de llegar a París deberíamos procurarte una vestimenta adecuada. –El francés señaló su elegante atuendo–. Es importante que no nos tomen por unos artesanos. En la corte francesa, la apariencia lo es todo.

Me encogí de hombros.

–Muy bien.

–Y debemos pensar en la mejor forma de presentarnos ante el rey. Conozco a uno de sus ayudas de cámara. Podemos sobornarle para que nos lleve ante él, pero será una pérdida de tiempo si no le ofrecemos un presente…, algo especial, algo que le haga hablar de nosotros a todos los hombres y mujeres de su corte.

–Muy bien –dije, bostezando. Ahora que la tensión de nuestra huida había quedado atrás, estaba exhausto–. Podemos prepararle un helado.

Audiger sacudió la cabeza.

–Algo más especial que eso.

–Pensaré en ello.

Me sorprendía la capacidad de Audiger de preocuparse no sólo por lo que podía ocurrir dentro de veinticuatro horas, sino por acontecimientos que tendrían lugar días o semanas más tarde.

–Hay algo más. –Audiger dudó–. Dijiste que no querías volver a tener un señor. Me parece justo. Sin embargo, creo que deberías llamarme «señor» en presencia de otras personas.

De pronto, me desperté del todo.

–¿Por qué?

–Simplemente porque soy mayor que tú. La gente espera que yo sea el patrón. Y, además, en París ya tengo cierta reputación. Les parecería extraño que me presentara con un galopín italiano y le tratara como a un igual. No es que seas ningún galopín, por supuesto –añadió, sin perder tiempo–, pero así es como podría verlo la gente.

Una vez más fue la astilla de hielo que tenía clavada en el corazón lo que reprimió mi furia.

–Dije que no quería tener ningún señor.

–Y no lo tendrás. Repartiremos las ganancias, eso está claro. Yo no seré tu señor; sólo te pido que me llames señor. ¿Comprendes la diferencia, verdad?

A regañadientes, asentí.

–Muy bien.

–Estupendo. –Audiger miró por la ventanilla–. Pero ¿qué le ofreceremos al rey? –dijo, casi para sí mismo–. Eso es un problema.

Mientras me estaba quedando dormido me di cuenta de que Audiger había malinterpretado lo que le había dicho en Florencia. Él creía que yo había dicho que no quería tener un señor, cuando en realidad le dije que no llamaría a nadie señor. Estaba casi seguro de ello. Y aun así había aceptado hacerlo. Puede que Audiger hubiera olvidado los términos exactos de nuestro acuerdo.

–¿Se puede preparar un helado de guisantes?

Me desperté sobresaltado. La diligencia se había detenido para que los conductores pudieran hacer sus necesidades. Audiger estaba de pie junto al camino, detrás de la puerta abierta, orinando en un campo.

–¿Qué?

–He preguntado si se puede preparar un helado de guisantes –gritó Audiger, dándose la vuelta–. Mira, ahora mismo estoy regando unos cuantos.

Saqué la cabeza para echar un vistazo. A la luz fría y brillante de la luna vi un campo de guisantes; las vainas, verdes y turgentes, ondeaban al viento. Afortunadamente, el olor de las legumbres era más fuerte que el de la orina de mi compañero.

–Al rey le apasionan todas las verduras –dijo Audiger–. Sobre todo los guisantes. Todos los años, sus cortesanos rivalizan para llevarle la primera cosecha de sus tierras… Le encanta esa competición. Y estos guisantes han germinado antes que los franceses. Me pregunto si podríamos preparar un helado con ellos.

–Pero si lo que quieres es ofrecerle guisantes al rey, ¿por qué no coges simplemente unos cuantos?

–Se habrían marchitado antes de que llegáramos a París. Aun viajando en diligencia, tardaremos dos semanas.

–Podrías congelarlos.

Audiger asomó la cabeza por la puerta de la diligencia.

–¿Cómo?

–Congélalos –repetí–. Consérvalos en hielo.

Audiger se quedó mirándome fijamente.

–¿Es posible hacer eso?

–No sólo es posible, sino muy fácil. Los persas descubrieron hace mucho tiempo que el hielo evita que la fruta se pudra. Me imagino que se puede hacer lo mismo con los guisantes.

–¿De veras? ¡Es brillante! ¿Qué necesitas? ¿Hielo? –Audiger inspeccionó el campo bañado por la luz de la luna–. Está claro que aquí no hay hielo –dijo, abatido–. Sólo dos heladeros, pero nada de hielo.