Mi compañero y yo nos instalamos en un sótano de la residencia en el campo del rey en Marly, y en París vivíamos en Saint-Germain-des-Près, un lugar muy práctico porque estaba cerca del Louvre. Aquí, la ardua tarea que tenía que hacer en Florencia, trasladar los bloques desde el depósito de hielo hasta palacio, la hacían otros: en París, el comercio de hielo y de nieve prensada para enfriar el vino de la nobleza era un negocio floreciente, y se podían conseguir productos de calidad durante todo el año. El trabajo de picar el hielo y reducirlo a polvo también lo hacían los aprendices: Audiger ya había contratado a cuatro.
Sin embargo, donde más tiempo pasábamos era en el nuevo palacio del rey, en Versalles. Audiger no había mentido cuando me habló de su magnificencia. Aunque lo obra aún no estaba terminada –en realidad, no llegó a terminarse mientras estuvimos allí: cuando se acababa un proyecto, Luis se embarcaba en seguida en otro, tan ambicioso que los arquitectos se veían superados para llevarlo a cabo–, el viejo edificio ya contaba con una nueva y grandiosa façade, con ventanas simétricas y regulares, más grandes que la de cualquiera de los palacios que había visto en Florencia, considerada en aquel tiempo la ciudad más bonita del mundo. Versalles –o «el nuevo palacio», como solían llamarlo– tenía las elegantes proporciones de los Ufizzi o del palacio Pitti, pero estaba rodeado de unos enormes jardines, como una casa de campo. Era tan grande como un castillo, aunque no tenía ningún tipo de fortificación; cumplía los requisitos de una corte, aunque no contaba con modestos despachos o cámaras para los funcionarios: sólo disponía de espléndidos salones y suntuosas galerías. En pocas palabras: era un palacio de un estilo totalmente nuevo donde Luis ejercía una forma de gobierno totalmente nueva. No hacía distinciones entre las cuestiones de estado y las cuestiones de moda, y los ministros eran respetados tanto por sus modales o la elegancia en el vestir como por sus sabios consejos. En Versalles, todo, desde la longitud de las uñas a los asuntos de guerra, giraba en torno a la indiscutida figura del rey, de sus humores, de sus maneras y, por encima de todo, de sus gustos alimentarios.
Luis era un gourmet. Un glotón, según algunos. Más de trescientas personas trabajaban en sus cocinas, que ocupaban un edificio entero adyacente al palacio, y sesenta de ellas se dedicaban exclusivamente a los postres. Un equipo de nueve pasteleros preparaba mostachones y pastelitos parecidos a un merengue rellenos de cremas de brillantes colores con sabor a pistacho, regaliz, grosella negra o almendra. Había otros especializados en la elaboración de caramelo hilado, confituras de semillas azucaradas o una pasta de almendras escaldadas, flores de naranja y cilantro que al rey le gustaba especialmente. Me pasaba todo el tiempo que podía en las cocinas, con la excusa de calentarme las manos después de haber trabajado con el hielo, aunque en realidad lo que quería era ver cómo trabajaban todos esos especialistas. Muy pronto, para deleite del rey, empecé a preparar helados nunca vistos hasta entonces: cordiales helados aromatizados con pasta de almendras, flores de naranja y cilantro, emparedados de merengue con crema de leche helada que parecían mostachones o sorbetti servidos en unas copitas hechas con caramelo hilado, para que no acabaran goteando sobre las elegantes vestimentas de la corte a medida que se fundían.
Ahora, nadie me decía lo que podía o no podía hacer: efectivamente, quedó claro en seguida que la novedad era una parte esencial del servicio que ofrecíamos Audiger y yo. Siempre que el rey ofrecía un refrigerio o un almuerzo al aire libre había una mesa reservada para nuestras creaciones. Alrededor de un centro de mesa de hielo esculpido o de una fuente de licores de frutas, disponíamos un tableau de gelatinas, sorbetes, licores helados, aguas aromatizadas, fruta recubierta de hielo y otras delicias congeladas. Luego –puede que unas horas más tarde o la semana siguiente: dependía de los caprichos de la corte, que era igual que decir los caprichos de Su Muy Cristiana Majestad– repetíamos la operación, sin repetir jamás una receta o un sabor. Si un martes preparábamos un helado de flores azucaradas, pasaban al menos dos semanas hasta que volvía a servirse en la mesa del rey. Si un miércoles deslumbrábamos a la corte con unas rodajas de melocotón cortadas como si fueran los rayos del sol, aromatizadas con galanga, no volvíamos a ofrecerlas al menos hasta el miércoles siguiente. Puede que un día, los cortesanos y sus damas se sorprendieran con un eau glacée de cubeba y pimienta larga, pero al día siguiente ya no sería una novedad, y dos días después ya les habría aburrido.
Después de unos meses en la corte, el rey me mandó llamar. Al principio pensé que querría pedirme un helado, pero cuando le pregunté cuántos invitados tenía, me dijo que sólo tenía uno y que en esta ocasión no era necesario ningún helado. Pensé de inmediato que, por alguna razón, mi última creación –un sorbete de leche aromatizado con granos del paraíso– le había parecido inaceptable. Con el corazón latiéndome a toda velocidad, convencido de que estaba a punto de caer en desgracia, seguí al lacayo por los interminables pasillos que conducían a la sala de audiencias.
El rey estaba hablando con un hombre que vestía un jubón con manchas verdes de liquen y las medias blancas y las hebillas de sus zapatos cubiertas de barro. Sin embargo, el rey hablaba con él como lo hacía con cualquier otro cortesano.
–¡Ah, Demirco! –exclamó Luis. Vi que tenía en la mano un cuchillo de fruta y una pera–. ¿Conocéis a monsieur La Quintinie?
Había oído hablar de éclass="underline" era abogado de profesión y se encargaba de supervisar los huertos del rey. Sin embargo, aún no lo conocía. Nos saludamos con un gesto de la cabeza.
–Oled esto –me ordenó el rey, ofreciéndome una rodaja de pera–. ¡Adelante, oledlo!
Olí la rodaja a fondo, dejando que el perfume de la pera penetrara en mis fosas nasales. Olía muy bien; tenía un aroma fresco y floral que me recordó el de la uva moscatel. La rodaja de pera en forma de media luna que había cortado el rey revelaba que la piel era áspera, casi verrugosa, con un tono rojo, como el de una manzana. Sin embargo, la pulpa era blanca y crujiente, como un bloque de mármol antes de ser esculpido.
–Ahora, probadla –me ordenó el rey.
Me llevé la rodaja de pera a la boca. La fragancia se volvió líquida, inundándome el paladar: la pulpa crujió bajo mis dientes, soltando otros jugos igualmente deliciosos.
–Es magnífica, sire –dije, con toda sinceridad, después de haberla tragado.
El rey asintió con la cabeza.
–Es una variedad nueva. Los hortelanos de monsieur La Quintinie llevan tres años cultivándola, y es la primera vez que da frutos. –Tras guardar silencio un momento, añadió–: Está claro que Dios es el mejor cocinero del mundo; sólo podemos honrar sus recetas con la mayor humildad.
–Cierto, sire –dije, sin saber muy bien adónde quería ir a parar.
–La perfección está en la sencillez, Demirco.
Hice un gesto de asentimiento con la cabeza.
–Vos sentís una debilidad por los aromas, las especias y todo eso, y está muy bien. Sin embargo, los productos de la huerta, simples y sin adornos, nos hablan de la gloria de Dios. ¿Seríais capaz de plasmar unos sabores como ésos en un helado?
–Creo que sí, Majestad –dije, con prudencia–. No estoy seguro de poder conservar el perfume de, por ejemplo, esta pera, pero será un honor intentarlo.
El rey extendió una mano para señalarnos a los dos.
–La Quintinie y Demirco, discuditlo. Estoy ansioso por ver los frutos de vuestra polinización.