Así pues, aprendí las virtudes de la sencillez, y preparé sorbetti helados para el rey con todos con todos los frutos de la temporada, adornados sólo con un poco de azúcar. Descubrí que, aunque el proceso de congelación atenuaba un poco el perfume de la fruta, también ayudaba a concentrar su sabor, captando su esencia en unos cuantos cristales dulces en la punta de una cuchara. Eso ocurrió antes de que La Quintinie completara el vasto potager du roi, el más grande de Europa, que Luis consideraba la parte más hermosa de todas sus posesiones. Sin embargo, los huertos de frutas, las huertas y los invernaderos que tenía a su disposición ya producían unos extraordinarios resultados. A Luis le encantaban las peras más que cualquier otra fruta, por lo que La Quintinie se dispuso a cultivar las mejores variedades de Francia y a crear otras nuevas para deleite del rey: esféricas, redondeadas, alargadas; verdes, amarillas, de color marrón rojizo, rojas; de piel áspera o fina; con nombres extraños como Bon Chretien d’Hiver, Petit Blanquet, Sucrée Verte, o la favorita del rey, la dulce y muy aromática Rousselet de Reims: él las cultivaba todas y yo tenía todos esos frutos a mi disposición para hacer con ellos lo que se me antojara. En una ocasión, cuando hice llegar al rey una simple tabla de madera con seis sorbetes, cada uno de ellos preparado con una variedad de pera distinta, que culminaba con una brillante sanguinello rosa o pera de sangre que había sido asada ligeramente para caramelizar la pulpa, quedó tan satisfecho que dejó de lado los asuntos de la corte y nos mandó llamar a Audiger y a mí para que todos los presentes ovacionaran nuestras creaciones. En otra ocasión le preparé un cuenco de cerezas que, examinadas más de cerca, resultaron ser veinte helados de cereza que habían sido congelados uno por uno en un molde. En cuanto a mis sorbetes de mandarina –servidos dentro de la piel de una mandarina recién pelada, con la piel aparentemente intacta, como si fuera un barco en miniatura en el interior de una botella– fueron una maravilla que la corte comentó durante varios días.
De vez en cuando, el rey organizaba grandes divertissements para hasta mil invitados, con teatros y cuevas artificiales –casi tan grandes como el propio palacio– construidos con papel maché para los bailes de máscaras y los estrenos de comédies-ballets encargados para la ocasión. El hecho de que estos complejos edificios fueran destruidos después de haber servido para una sola noche de fiesta era sólo otro aspecto de su magnificencia. Para tales ocasiones preparábamos helados únicos para homenajear al invitado de honor, del mismo modo que un chef podía elaborar una salsa en honor del comensal que la había inspirado. Audiger se tomó muy en serio la orden del rey de superar al limonadier del cardenal Mazarino. Llegó a sobornar a sirvientes de los palacios de otros grandes miembros de la nobleza para saber qué preparaban sus pasteleros. Sin duda fue un gran día cuando nos enteramos de que el célebre signor Morelli se había rebajado a copiar nuestra idea de un sorbete de grosellas rojas amargo servido en una brillante cuchara de plata que, cuando se llevaba a la boca, resultaba que estaba hecha de azúcar.
Para Audiger, sin embargo, nuestro éxito siempre estaba teñido de frustración. La creación de un gremio –su gran sueño– estaba atascado por la burocracia, y cada paso que daba exigía un soborno para seguir adelante. El consejero del rey, monsieur Le Tellier, no veía ningún problema, pero refirió el asunto al Consejo de la Corona. El Consejo no podía pronunciarse sin un informe del secretario de estado, quien refirió el asunto al canciller. Éste, por su parte, no podía hacer nada sin el apoyo de un noble. Por desgracia, el noble elegido por Audiger resultó que se acostaba con una dama que no era su esposa. La situación no era nada inusual, pero se daba el caso de que su esposa era la nieta del canciller… Así pues, el asunto iba para largo, y nadie estaba dispuesto a apoyar la patente que hubiera permitido crear el gremio hasta que la solicitud no fuera explotada para sacarle hasta el último beneficio que permitían todas las formas de intriga y corrupción.
–¿Pero por qué te molestas? –dije, cuando Audiger se enfrentó al último contratiempo–. ¿Por qué te importa tanto el gremio cuando ya podemos preparar todo lo que nos apetece?
–¿Es que no lo entiendes? –me preguntó Audiger. Se acercó a mí a grandes zancadas mientras vertía leche aromatizada con clavo en un molde de peltre–. ¿Quién crees que paga todo esto? –preguntó, furioso–. ¿Quién paga tus vestimentas? ¿Tu elegante sombrero? ¿Este sitio? ¿Quién da de comer a los aprendices? ¿Quién consigue los sobornos? ¿Quién compra los ingredientes que tú usas sin mesura? –Metió los dedos en una caja llena de clavo y lanzó un puñado al aire–. ¿Es que nunca te haces estas preguntas?
Me quedé mirándolo fijamente, perplejo, mientras el clavo rodaba por el suelo. Lo que había dicho era totalmente cierto: nunca me había planteado el aspecto financiero de lo que hacíamos. Era la única libertad que el esclavo comparte con el caballero: no preocuparse nunca por el dinero.
–Pero… ¿acaso no nos recompensa el rey?
Audiger se echó a reír desdeñosamente.
–A veces. Pero nunca a tiempo y nunca lo suficiente. Sabe que la moneda con que nos paga es el mecenazgo, no el oro. Ya llevo invertidas casi mil livres en esta empresa; todo lo que tenía. Si no conseguimos crear un gremio, si no encontramos gente que esté dispuesta a pagar por formar parte de él, si no podemos cobrar a la gente para tomar a sus hijos como aprendices y venderles luego el derecho a convertirse a su vez en maestros… estaré arruinado en menos de seis meses.
–Lo siento mucho, Audiger. No tenía ni idea. Tienes razón… He sido un desconsiderado.
–Bueno –dijo Audiger, cuya ira se calmó con la misma rapidez que había estallado–, no importa. He dejado que te concentraras en los helados y no en los negocios, porque está claro que eres muy bueno en eso. Ahora ya sabes cuál es el motivo si alguna vez tengo un arrebato. Si esto no sale bien, perderé todo cuanto tengo.
Fue sólo una pequeña discusión que pronto quedó olvidada. Sin embargo, tuvo una consecuencia importante. A partir de aquel momento, empecé a interesarme por los aspectos financieros de nuestra actividad. Empecé a comprender el curioso funcionamiento de nuestra empresa: lo más costoso no eran los ingredientes o el hielo, sino todos los accesorios que requería: las elegantes vestimentas, los criados de librea o las exquisitas copas y cucharas de oro con las que el rey o los nobles degustaban nuestras creaciones. Al menos, Ahmad tenía razón en esto: era nuestra pericia lo que justificaba las exorbitantes sumas que exigíamos, del mismo modo que un juglar es recompensado por la belleza de su voz o un pintor por su talento más que por el coste de sus pinturas. Y ése era el motivo por el que debíamos mantener nuestras técnicas en secreto: en cuanto las compartiéramos con otros, perderían todo su valor. Teniendo esto en mente, convencí a Audiger de que cargáramos sumas aún más altas por nuestras especialidades. El rey alimentaba el gusto por lo extravagante en sus cortesanos: si Luis elogiaba un sorbete u otro dulce helado con algún ingrediente novedoso como el jazmín, la mora o la menta, tarde o temprano todos los cortesanos que se preciaran apretarían los dientes y pagarían una fortuna por el placer de confirmar que, efectivamente, era algo extraordinario. Siguiendo este plan, fuimos amasando una fortuna además de privilegios, nuestras vestimentas fueron cada vez más elegantes –los botones que antes eran de cuerno eran ahora de madreperlas–, aunque eso no impidió que Audiger siguiera aspirando a crear su gremio.
Sin embargo, si Audiger se sentía frustrado, yo no iba a ser menos. En Florencia siempre había imaginado que, en cuanto pudiera combinar libremente sabores y texturas según mis deseos, acabaría encontrando una sustancia que, una vez congelada, tendría la mórbida densidad de la crema o del chocolate derretido, y que mis creaciones se disolverían rápidamente en la lengua, como la crema chantilly o la pasta que rellena los mostachones, pero que no crujiera como el hielo. Sin embargo, a pesar de que congelaba estas mezclas y muchas otras, no daba con la solución. Parecía que no había forma de elaborar un helado que fuera realmente mórbido.