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–Quiero organizar un baile –me anunció Louise un día de primeros de abril–. Algo especial. Algo de lo que sigan hablando incluso después de que se hayan olvidado de Nell Gwynne.

–¿En qué habíais pensado?

–Un festival de helados –dijo, de repente–. Una feria de hielo, pero… en verano. Tal vez a principios de junio, para celebrar el aniversario del rey. ¿Es posible?

Lo pensé.

–Sí, si utilizamos de una vez todo el hielo que había almacenado para todo el año.

–¿Podéis congelar el Támesis?

Sonreí.

–Eso es imposible, incluso para mí. Pero podemos colocar bloques de hielo junto al césped y sellarlos con agua para convertirlos en una especie de lago en el que se pueda patinar.

–¿Y qué me decís de un edificio? ¿Un palacio de hielo?

–No veo por qué no. En una ocasión, Buontalenti construyó una gruta de hielo para los Médici en pleno verano. Ordenó a los escultores que esculpieran animales en el hielo y árboles para esconderse…

–¡Sí! ¡Animales y árboles! –me interrumpió–. Y un jardín de hielo a orillas del río. Arlington me privó de la coronación: este baile será mi desquite.

–Entonces, podríamos construir un arco de triunfo de hielo para que el rey y vos lo crucéis.

Lo dije medio en broma, pero ella asintió.

–Y mesas de hielo para comer…

–Fuentes heladas…

–Y hogueras entre el hielo, y faroles. En cuanto a la comida, quiero un festival de helados para mis invitados y los del rey.

–Costará una fortuna –le advertí.

–Le gusta derrochar –dijo–. Eso le hace sentirse como un rey.

Debería haber pensado que era extravagante, incluso ridículo, gastar toda la reserva anual de hielo para una única noche de placer. Y aun así, una parte de mí estaba entusiasmada. Tenía que ser el triunfo de Louise, pero también sería el mío. Después de esa noche, el nombre de Demirco sería famoso en toda Europa, como los de Buontalenti o Varenne.

Un espectáculo de esas proporciones requería los servicios de un ejército, y en nombre del rey, podría procurarme uno. Era exactamente la clase de ilusión fantástica y efímera que Carlos adoraba. El invierno en pleno verano, unos costes astronómicos, un presente de su amante favorita, un acontecimiento del que hablaría toda Europa: tenía los ingredientes justos. Me ordenaron que no reparara en gastos y que cuidara hasta el último detalle. Si me faltaba hielo, sería requisado de los nobles que contaban con un depósito o sería enviado desde Francia. Si necesitaba algo más, algún talento o pericia especial, debía acudir directamente a él.

Creo que siempre tenía en mente el día de su Restauración: entró en Londres al mando de veinte mil soldados, la gente lloraba de alegría, las calles estaban llenas de flores, las campanas de las iglesias repicaban y el vino manaba de las fuentes.

En las oscuras y frías bodegas, los hombres empezaron a esculpir árboles, animales, fuentes y otras figuras que había ordenado. Dryden y Marvell empezaron a trabajar en las máscaras, Kit Wren abandonó el proyecto de St Paul para diseñar un gran pabellón de hielo, una catedral del placer cuya brillante fachada superaría en magnificencia todo lo que se había visto hasta entonces en Inglaterra. Hooke y Boyle, dos hombres con ingenio, inventaron un sistema de conductos para transportar agua de mar helada bajo la estructura para impedir que se derritiera. Y fue el propio Carlos quien eligió el sitio: Barn Elms, a tres millas de Londres, donde un recodo del río daría la impresión de una llanura inundada y congelada.

Era imposible mantener en secreto algo así. En realidad, Louise no quería que lo fuera: esa fiesta era, como dijo ella, una especie de coronación, y creía que el odio que la gente le profesaba se acabaría convirtiendo en aprobación.

–Será un circo –dijo–, y al pueblo le gusta el circo.

Ordenó que se declarara fiesta durante una semana y que se decoraran los árboles de mayo. Luis XIV mandó una carroza de hielo para que Carlos pudiera hacer su entrada a lo grande.

–Y preparadnos algo especial –me dijo–. Un helado exclusivo en honor a Su Majestad, como en otra ocasión hicisteis para mí.

Ahora, al mirar atrás, recuerdo aquella primavera como uno de los tiempos más felices que pasé en Inglaterra. Estaba con Louise casi a diario, pensando los detalles del baile. Era un proyecto grandioso, y estaba seguro de que me haría famoso. Dominaba el arte de los helados hasta tal punto que posiblemente no había nadie en el mundo que me igualara. Además, cabía la posibilidad, si al final se negociaba la paz entre Francia y Holanda, de que un día ella y yo regresáramos a Francia.

La noticia de que Rochester había sido expulsado de la corte no hizo sino aumentar mi buen humor.

–Escribió una sátira demasiado ofensiva, incluso para el rey –me explicó Louise.

–¿De qué trataba?

–Decía que el rey es impotente.

–Comprendo que no quiera que tal calumnia quede sin castigo.

–Al contrario. –Mirando a su alrededor para cerciorarse de que nadie podía oírla, añadió–: Rochester ya había hecho bromas parecidas en el pasado y no le expulsaron. La diferencia es que ahora es verdad.

–¿El rey es impotente?

–A menudo.

–Eso debería facilitaros las cosas, ¿verdad?

–No exactamente. –Hizo una mueca–. No quiere admitirlo, y lo intenta… Y cuanto más lo intenta, menos lo consigue.

–¿Y sólo le ocurre con vos?

–Al parecer, no. Esperadme aquí, voy a buscar el poema. Como de costumbre, alguien me ha hecho llegar una copia por debajo de la puerta.

Se acercó al asiento del clavicémbalo y lo abrió.

Eran las mismas obscenidades de siempre, pero había una estrofa en particular que me dejó sin aliento.

Debéis creerme, el tiempo me dará la razón. La pobre y esforzada Nelly debe usar las manos, los dedos, la boca y los muslos para levantar su miembro preferido.

–Incluso Rochester sabía que esta vez había ido demasiado lejos: no quería que el rey lo leyera, pero se lo entregó por error junto con otro poema. Pero, evidentemente, después de haber sido expulsado de la corte, la gente dice que es verdad.

–¿Esto afectará vuestra posición?

–No veo por qué. Confía demasiado en mí como para prescindir de mis servicios.

–Estoy seguro de que, en alguna ocasión, Arlington dijo lo mismo –le advertí–. O Clifford, Clarendon, Buckingham o cualquier otro de los ministros que ha destituido a lo largo de los años.

–No os preocupéis. Sé lo que hago.

Tenía razón… hasta cierto punto: ahora controlaba todos los resortes del poder, pero eso no impedía que sus enemigos hicieran un último intento por destronarla. Mientras estábamos preparando la fiesta con la que celebraría su victoria, todos los que había derrotado estaban conspirando contra ella. Sabían que no podrían vencerla por sí mismos y necesitaban ayuda externa. Y la encontraron en la encantadora hermana de Olympe de Soissons, Hortense Mancini, duquesa de Mazarino.

«La duquesa de Mazarino es una de esas bellezas romanas carentes de la inocencia de una muñeca; en ella, la naturaleza se impone por sí misma a todas las artes de la seducción. Los pintores son incapaces de decir de qué color tiene los ojos: no son ni azules, ni grises, ni negros, ni marrones ni de color avellana. No son lánguidos ni apasionados, como si no exigieran ni expresaran amor. Simplemente miran como si ella siempre estuviera bañada por la luz del amor. Su complexión es delicada, y aún así, fresca y sana. Su cara es tan armoniosa que, a pesar de su piel oscura, su hermosura es perfecta. Su pelo negro cae en mórbidas ondas sobre su frente, como si se sintiera orgulloso de adornar su espléndido rostro. Nunca usa perfume».

César de Saint-Réal, Mémoires de la Duchesse Mazarin

Louise