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–¿Y qué tiene esto que ver con Hortense Mancini?

–La más potente arma de negociación de Su Majestad sigue siendo la alianza con Inglaterra. Si en el extranjero se enterasen de que Carlos os ha dejado de lado y que os ha sustituido en su lecho por una enemiga de Francia…

–Él no me ha dejado de lado. Mi posición es más segura que nunca. Muy pronto, en toda Europa se hablará de mi baile. De mi palacio de hielo. De mi fiesta de cumpleaños para el rey.

Me dedica una sonrisa forzada. Ambos sabemos que ese acontecimiento es mucho más que una fiesta de cumpleaños.

Carlo

De todos los helados extravagantes, el gelato luminoso, un helado rodeado por una fuente de fuegos artificiales, es uno de los más espectaculares.

El libro de los helados

La había visto cansada en otras ocasiones, pero desde que llegamos a Inglaterra nunca la había visto abatida. La rodeaba una suerte de tristeza, una calmada resignación, y no porque la hubiesen derrotado, nada más lejos de la realidad, sino tal vez porque se había dado cuenta de que aquél era su destino: enfrentarse durante toda su vida a rivales más hermosas, más encantadoras o más exóticas.

–Ahora es verdad –me anunció un día, a primeros de mayo–. La Mazarino y el rey son amantes. Lady Anne ha sido enviada al campo, pero Carlos sigue pasando mucho tiempo en sus aposentos, como solía hacer antes.

–Tomad, os he preparado un cordial –le dije, tendiéndoselo–. Los boticarios lo llaman licor de saúco anisado. Dicen que levanta el ánimo.

–Gracias.

Tomó un sorbo, pero me pareció que apenas se había mojado los labios.

–¿Creéis que volverá con vos?

Se encogió de hombros.

–Empiezo a sospechar que ahora sólo soy una especie de símbolo para él. En realidad no me desea, aunque quiere que todos piensen que sí lo hace. Soy la amante francesa, tan necesaria para él como un sastre o un cocinero francés, pero nada más.

–Entonces es un necio.

–Oh, también traicionará a la Mazarino. No es capaz de ser fiel a una mujer, del mismo modo que no sabe ser fiel a un tratado.

–Entonces es doblemente necio.

–No debería importarme, ¿verdad? Ahora tengo influencias sin necesidad de compartir su lecho. Hubo un tiempo en el que era sólo eso lo que quería. Además, eso significa que… –Dudó un instante–. Significa que soy libre en otros aspectos.

–¿A qué os referís?

No me respondió mirándome a la cara, sino que se acercó a la ventana para contemplar el parque.

–¿Recordáis lo que os dije aquella vez en Versalles, cuando os respondí que no podía desposaros y vos me preguntasteis por qué no podíamos amarnos sin más?

–Sí. Dijisteis que no erais como mi amiga Olympe.

–Así es –hablaba con voz pausada, aunque dirigiéndose a la ventana–. En aquellos tiempos era muy orgullosa… Pero ahora sí soy como Olympe, ¿verdad? Soy exactamente como ella. Una amante del rey abandonada.

La miré fijamente.

–¿Estáis diciendo que…?

–Ahora que ya no tengo que salvaguardar mi honor y nadie a quien ser fiel, puedo tener un amante… si lo deseo.

–¿Y lo deseáis? –le pregunté, en voz muy baja.

Se sonrojó ligeramente.

–He pensado que podría probarlo, para ver qué se siente.

–¿Tenéis a alguien en mente?

–He pensado que podría poner un anuncio en el London Register: «Puta de Babilonia, la mujer más odiada del país, busca amante. Debe saber preparar helados».

–Sólo hay una persona en todo el país que sepa prepararlos.

–Entonces, espero que sea ese hombre quien responda a mi anuncio.

No dije nada. Mi corazón estaba rebosante de emoción.

–Si aún me amáis, naturalmente –añadió–. Todos los demás parecen haber decidido que ya no valgo la pena. Si vos pensáis lo mismo, lo entenderé.

–¡Oh, Louise! –exclamé–. Louise… –Me acerqué a ella y la tomé entre mis brazos–. ¿Estáis segura?

Asentía, jadeaba y se reía al mismo tiempo, aunque sin olvidar que había que ser prudentes.

–Esperad –protestó–. Aquí no: podría vernos alguien. Pero sí, estoy segura. Nunca he estado más segura de algo. Tendremos que ser discretos…

–Por supuesto. No quiero poner en peligro vuestra reputación.

–No seáis bobo: yo no tengo reputación. Sólo quiero evitar que sigan chismorreando sobre mí.

–¿Cuándo queréis que venga?

–Esta noche. Estaremos solos.

–Así será –le prometí–. Pero ¿por qué no ahora? ¿Qué os ha hecho cambiar de opinión?

Se encogió de hombros. Al principio no quiso responder, pero tras insistir, lo hizo.

–Mis padres están en Inglaterra.

–¿Vuestros padres? ¿Dónde?

–Están en la mansión de sir Richard Browne, en Hampshire. Es un viejo amigo de mi padre. Lucharon juntos contra los españoles.

–¿Cuándo vendrán a la corte?

–No vendrán.

–¿Por qué no? –pregunté, desconcertado.

–No responden a mis cartas. Me han dicho que no tienen intención de volver a dirigirme la palabra.

–¿Qué? ¿Cómo se atreven?

–No, es justo. Lo entiendo: creen que los he deshonrado. Tienen una visión anticuada de lo que es honorable. Y nunca aceptarían que en parte es culpa suya. Pensaban que los duques y los lores harían cola para desposarme porque llevaba su nombre. No podrían entender que, sin dinero, su precioso nombre no vale nada. –Se echó a llorar, y recordé que no la veía hacerlo desde hacía muchos meses–. Bueno, ahora me he librado de ellos –dijo, furiosa–. He cumplido con mi deber, y ya veis adónde me ha llevado eso. A partir de ahora sólo me ocuparé de mí misma.

Carlo

Helado de fresas y pimienta blanca; sorbete de moras y crema; pudín de chocolate y vainilla… Por muchas recetas que puedan inventarse, los mejores helados son siempre los más sencillos.

El libro de los helados

Recorrí los largos pasillos de palacio con un recipiente para helados en las manos. Si alguien me hubiese preguntado, habría dicho que le llevaba un helado a la amante abandonada del rey para consolarla. Si alguien lo hubiese comprobado, habría encontrado en el recipiente un helado de fresas rojas y pimienta blanca rodeado de una guirnalda de hojas de fresa.

Sin embargo, nadie me detuvo. Nadie me preguntó. El rey no estaba, y los que se habían quedado en la corte no contaban.

Sus aposentos, normalmente llenos de cortesanos y ministros, estaban vacíos.

–Les he dicho que se retiraran –me explicó, al ver que echaba una ojeada entre las sombras–. Nadie nos molestará.

Llevaba el pelo suelto, que le caía en una trenza sobre uno de los hombros, cubiertos por un deshabillé. Iba descalza y se había despojado de las joyas del rey. Sin embargo, no era ésa la diferencia más evidente. Parecía más joven, como si se hubiera quitado de encima no sólo el peso de los rubíes del rey, sino el cansancio.

–Sois feliz –le dije, sorprendido–. Creo que nunca os había visto tan feliz.

Dio un paso hacia mí. Descalza, era más baja de lo habitual. Posé mis manos sobre sus hombros…

–Esperad –murmuró, besándome y dando un paso atrás–. Quiero que esta noche dure para siempre.

–Ya hemos esperado bastante.

La tomé entre mis brazos y la llevé a la alcoba.

Su piel, blanquísima, del color de la cera de las velas, de las fresas blancas, del helado.

Deposité una viruta de helado de fresa sobre su vientre y lo llevé hasta sus labios con la boca. Compartimos su helado dulzor hasta que se derritió en nuestras lenguas.

Ella se derretía más despacio. Aunque el helado se terminó pronto, seguí lamiendo su vientre. Su vientre y el suave manjar de sus muslos, y llené de besos su boca, fría y cremosa.