Había esperado todos esos años. Podía esperar unos minutos más.
Al final, lanzando un suspiro, atrajo mi rostro hacia el suyo y me besó con una repentina y desesperada pasión. Entonces supe que estaba preparada para el placer.
Era una nueva Louise. Aquella noche, su frenesí –su avidez– me cogió casi por sorpresa. Era como si le hubiesen privado de sensaciones mucho tiempo y ahora quisiera sumergirse en ellas sin límite alguno.
Y aún así…
No se lo dije, pero mientras estábamos tumbados, percibí la presencia de una tercera persona en la alcoba, o, mejor dicho, noté su ausencia. Cuando ella volvía la cabeza de un cierto modo, era porque él la besaba allí, en la mejilla. Cuando me miraba con esos ojos soñolientos y risueños, era porque a él le gustaba que lo hiciera. Cuando gemía, era un gemido que él había oído miles de veces.
Y cuando el paroxismo se apoderó de ella, con todos los músculos contraídos, susurrando imprecaciones en francés a demasiada velocidad como para que yo pudiera entenderlas, era como si ella nos hubiese abandonado a ambos, porque la pasión la llevó a un lugar adonde nadie podía seguirla.
Sabido es, naturalmente, que en pleno éxtasis amoroso se puede experimentar un momento de inesperada tristeza. Aquella noche la sentí. Había cumplido el deseo de mi corazón, y no estaba decepcionado, todo lo contrario, pero me faltaba algo, algo que se me escapaba y que no era capaz de definir.
Carlo
Melocotones blancos, perfectamente maduros y fragantes, de los últimos días de verano. Chocolate espeso, delicado y enriquecido con crema. Ciertamente, no hay en el mundo una combinación de helados más deliciosa.
El libro de los helados
Me sumergí en los preparativos del baile. No dejé nada al azar. Construí una maqueta del lago para patinar, asegurándome de que funcionaría, y un modelo a escala del palacio de hielo, en el que dos figuras de cartón de Louise y Carlos se sentaban en unos diminutos tronos para dar la bienvenida a una fila de invitados, también de cartón. Preparé un helado que había ahumado ligeramente prendiendo una brizna de hojas de tabaco bajo un frigidarium perforado: mientras las hojas ardían, el humo perfumado impregnaba lentamente la mezcla. Confeccioné otro helado dentro de una pastel de merengue caliente, y otro más que en su interior contenía una bola de salsa de caramelo. Incluso preparé uno con unas manzanas que estaban empezando a pudrirse: su sabor era totalmente decadente, delicioso, enriquecido con el zumo de la mortalidad, pero dulce como el brandy.
Sin embargo, para el rey creé un helado sencillo pero extraordinario. En realidad, la idea me la había dado Wren el día que estuvimos en Garraway’s, cuando sugirió convertir el chocolate caliente en helado. Cuando mezclé los huevos, el sirope y la crema con el cacao en polvo y una docena de tabletas de chocolate, obtuve un helado tan voluptuoso, espeso y delicioso que nada podría haberle arrebatado el protagonismo.
Recordé los sorbetes de pera que había preparado para Luis XIV. ¡Qué primitivos me parecían ahora! Sin embargo, como había dicho Luis, la sencillez tenía sus virtudes. Preparé una fuente de helados de chocolate: uno solo de chocolate, otro de chocolate y esencia de romero, otro que combinaba chocolate y menta, luego otros mezclados con naranjas, frambuesas, cerezas y, finalmente, uno de sabor muy intenso inspirado en el sanguinaccio de Florencia: chocolate con sangre y piñones.
Cada pocos días visitaba a Louise para mostrarle mis progresos. Y con el pretexto de la discreción –«Esta parte debe ser una sorpresa: ahora debéis dejarnos a solas»–, las damas de compañía, los ministros, los pintores y todos los demás se retiraban de sus aposentos y nos llevábamos los helados a la cama.
Preparé un helado de melocotones blancos y almizcle –el perfume de la piel de Louise– y lo aromaticé con un par de gotas de su perfume de agua de rosas.
Al examinar mi palacio de hielo a escala, vi que faltaba algo. Hice un muñeco de nieve y lo coloqué sobre un pedestal en la entrada del palacio, justo detrás del rey y de su amante. Cuando los invitados llegaran, unos minúsculos copos de nieve perfumada volarían en torno a sus cabezas, mientras el muñeco de nieve, con una sonrisa enigmática, les daría la bienvenida al baile.
Hannah se colocó delante de mí.
–Me voy –me espetó, sin preámbulos–. Mi barco zarpa de Bristol dentro de tres semanas.
La miré, sorprendido.
–¿Y el baile de hielo?
–Me lo perderé. Y lo lamento mucho, porque seguro que será una fiesta memorable. Pero si no subimos a ese barco, perderemos nuestros pasajes a América.
Me di cuenta de que hablaba en plural.
–¿Elias también se va?
–Sí. Le entristece enormemente la idea de partir. Ha disfrutado mucho trabajando para vos.
–Es un gran contratiempo –dije, irritado–. Estamos más ocupados que nunca. El rey nos necesita…
–Lo siento –dijo, pacientemente–, pero llevamos años planeando esto. Nunca me preguntasteis cuánto tiempo estaríamos disponibles; de otro modo, os lo habría dicho.
–¡Pues vete tú, pero al menos déjame a Elias! –me oí decir.
–¿Dejar a Elias? ¿Cómo iba a hacer eso?
–Yo era más joven que él cuando me separé de mis padres. Dejaron que me fuera porque… –Me interrumpí–. Porque sabía que así tendría un futuro mejor. Que podría trabajar en la corte. Como Elias. Le enseñaré mis secretos, Hannah, como mi patrón hizo conmigo. Se hará rico y se convertirá en favorito de reyes y emperadores. Después de este baile, nuestra fama se extenderá aún más, estoy seguro. Lo llevaré a París, a Nápoles, a España…
–Pero ése no es el futuro que he elegido para él –dijo.
–¿Y por qué no? ¿Qué más podrías desear para él?
–¿Que qué más podría desear? –repitió, con una sonrisa triste en los ojos–. Un reino sin reyes. Una Iglesia sin iglesias. Un país sin los límites que imponen la propiedad, los privilegios y la cuna. Un lugar en el que ningún hombre nazca con riendas para que otros hombres monten en su grupa, donde todos los hombres, y también todas las mujeres, puedan decidir cómo practicar su fe, y donde las leyes que hay que respetar estén escritas en nuestros corazones.
Lancé un suspiro.
–Entonces, tu nuevo país será como una manada de animales. Sin leyes ni líderes, os acabaréis enfrentando unos con otros.
–Si necesitamos líderes, seremos nosotros quienes los elegiremos. Si necesitamos leyes, nosotros las redactaremos. –Dudó un instante–. Tal vez vos también deberíais venir.
–¿A América?
–¿Por qué no? Allí hay mucho hielo en invierno, y dicen que los veranos son calurosos. Creo que son las condiciones perfectas para un heladero. –Se encogió de hombros–. Helados y tartas. Nos va bien juntos, ¿no es así? Quizás podríamos emprender algo, vos y yo.
Me quedé mirándola fijamente.
–Mis helados están destinados a reyes y cardenales. Y, según tengo entendido, en América no los hay.
–Es cierto –repuso, en voz baja–. Disculpadme. Ha sido una idea estúpida.
Empezó a recoger sus cosas. Luego, mientras se dirigía a la puerta, me dijo:
–Ésta es la última ocasión que tengo para decirlo, de modo que lo haré: lo que estáis viviendo con Louise de Keroualle no es amor, es una forma de esclavitud.
–Eso no es asunto tuyo –le contesté, muy serio.
–Pero lo es –dijo, en un tono un poco triste–. Oh, por supuesto que lo es.
–¿Por qué?
No me respondió directamente. Pero sí me dijo algo.
–Creo que existen dos clases de amor: el amor que nos llega y el amor que buscamos. El amor que nos llega sin haberlo llamado es físico, es como una enfermedad que nos debilita. Es un amor que nos hiere, porque se basa en el deseo de poseer a alguien y no en el cariño y el respeto. Pero el amor que buscamos, el que dos personas deciden compartir, crece día a día, empezando con las más pequeñas cosas. Es como un fuego que puede ser avivado para cocinar y caldear la casa, pero al que está prohibido propagarse hasta que no ha quemado toda la ciudad, como el gran incendio de Londres. Sin embargo, es un amor que no puede construirse solo. Hay que ser dos.