–Otro día muy agradable, signor –dijo, mirando hacia fuera.
Un instante después había desaparecido. Los largos pasos de los criados que lo seguían resonaron en el pasillo.
Los aposentos de Louise eran ahora tan vastos que se tardaba una eternidad en llegar a su alcoba. Todas las paredes estaban cubiertas de cuadros y tapices, y en todos los rincones había algún precioso mueble francés o algún jarrón de inestimable valor. Las velas ardían sobre mi cabeza en unos enormes candelabros de cristal que temblaban y tintineaban al pasar.
Ella también estaba junto a la ventana. Sólo llevaba un largo camisón de lana. El pelo descansaba sobre uno de sus hombros. Contemplaba la niebla que cubría como una capa la superficie del lago.
Cuando entré, se dio la vuelta. No parecía muy sorprendida de verme allí.
–He venido a advertiros –dije–. A informaros de que el rey está al corriente de lo nuestro. Pero, al parecer, he llegado tarde.
Asintió.
–¿Qué está ocurriendo? –le pregunté.
–Anoche, en estos aposentos, firmó un nuevo tratado con Francia.
–Un tratado secreto, supongo.
–Sí. Sustituye al tratado de Dover. A cambio de un nuevo vitalicio de Luis, Carlos disolverá el Parlamento y declarará una nueva guerra de Inglaterra contra Holanda.
–¡Otra guerra! Pero si apenas se ha secado la sangre de la última…
–A cambio obtendrá cuatro millones de coronas de oro, lo suficiente para mantener a todas las amantes que quiera. Lo suficiente para reconstruir el castillo de Windsor. Lo suficiente para vivir como un rey.
–¿Como un rey?
Ella se encogió de hombros.
–A partir de ahora será Francia quien tome todas las decisiones concernientes a la política exterior de Inglaterra. Lo que Carlos haga en su país, naturalmente, no es de su incumbencia.
–¿Y su conversión? ¿Y la conversión de su país? ¿Y todas las esperanzas de madame por su alma?
–Madame no era una mujer práctica en asuntos como éstos. En mi tratado, Carlos sólo promete que nunca abandonará a la reina. Así pues, su heredero será su hermano Jaime, que ya es católico. Inglaterra será católica después de la muerte de Carlos.
–Pero entonces, vuestras esperanzas de convertiros en reina…
–Tampoco eran demasiado realistas –me interrumpió–. Tendría que haberlo aceptado antes. Me basta con ser lo que soy.
–¿Y qué sois?
Era una pregunta absurda, porque las sábanas revueltas ya me daban la respuesta.
–Ha vuelto a mi lado –dijo, simplemente–. Vuelvo a ser la amante del rey.
–¿Y… eso es todo? –dije, desesperadamente–. ¿Vuelve con vos, os reclama y yo debo hacerme a un lado?
Entonces, de repente, me dedicó una mirada de pena… Pero no era la pena que yo sentía en aquel momento, sino una pena que no podía comprender.
Y entonces, de pronto, lo comprendí.
–No es una coincidencia, ¿verdad? –le pregunté, hablando muy despacio.
Ella no me respondió.
–El rey se había cansado de vos y debíais encontrar un modo de volver a despertar su interés. Un juego. –Entonces me vino a la mente algo más–. ¿Hay agujeros en la pared? –Miré los paneles que había encima de la cama, los espejos artísticamente colocados en todos los rincones de la alcoba–. ¿Le dijisteis cuándo debía venir para espirar? ¿Dónde colocarse para revigorizar la verga marchita del viejo Rowley?
–Yo no le dije nada –contestó, con voz cansada–. En eso, al menos, os equivocáis.
–Pero habéis permitido que otros lo hicieran.
–No puedo evitar que el palacio esté lleno de espías. Carlo, debería alegrarse del curso que han tomado los acontecimientos. Lejos de mostrarse celoso, el rey ha dejado claro que contáis con su bendición. No todos habrían sido tan comprensivos. Ésta es una señal de lo importante que soy ahora para él.
–Si estalla otra guerra, seréis la mujer más odiada de todo el reino.
–No estoy aquí para ser popular. Además, mis hijos deben recibir títulos nobiliarios. El pequeño Carlos será educado en la fe protestante. Será barón de Settrington, conde de March y duque de Richmond. –Pronunció los títulos casi saboreándolos–. Una generosa recompensa por unos cuantos abucheos, ¿no os parece?
–Decidme una cosa. Cuando yacíamos juntos, en este lecho… –Ahora apenas podía mirarlo–. ¿Había algo de verdad o era simplemente para excitar al rey?
–¡Oh, era todo verdad! Debéis creerme. Nunca había sentido tanto placer.
–Y seguro que eso significa algo para vos.
–El placer es el placer –se limitó a decir–. No significa nada. No cambia nada. Es agradable, sí, pero comparado con cosas más importantes, como planear y conseguir que toda Europa marche al son de un solo tambor…, comparado con el objetivo de dar forma al mundo, no es nada.
–Entonces no me amáis.
–No, no como vos me amáis a mí. Y ¿sabéis una cosa? Me alegro. Odiaría tener la mente obnubilada por una pasión como la vuestra. Es como el tenis: cuando juegas por amor, juegas por nada. Y, a fin de cuentas, el amor no significa nada.
Posó una mano sobre mi hombro.
–Todo irá bien, Carlo, ya lo veréis. Vamos a la cama. Tenemos que celebrarlo.
La dejé en aquel mismo momento.
Me di la vuelta y abandoné sus aposentos, mientras algunas de las estancias se estaban llenando ya de postulantes, ansiosos por conseguir el mejor puesto en su ruelle. Salí de aquel palacio enorme y decrépito, dejando atrás a libertinos que aún estaban borrachos después de la noche anterior y a grandes damas que corrían hacia sus casas con sus vestidos de baile. Pasé al lado de cortesanas que salían de puntillas de los aposentos de los ministros y de soñolientos lacayos que retiraban las velas consumidas de los candelabros. Mientras aquel enjambre de cinismo e inmoralidad se disponía a empezar otro día, me fui sin dignarme a echarle una última ojeada.
Crucé el parque de St James. Un ciervo levantó la cabeza para mirarme: era un macho con cornamenta que vigilaba a sus cervatillos.
Ahora que Hannah se había ido, las cocinas del Red Lion estaban en silencio. El olor de las tartas horneándose no se propagaba por el comedor, y tampoco el perfume de sus hierbas aromáticas.
Había dejado el cuarto donde trabajaba perfectamente ordenado. Había regalado a vecinos y amigos los productos que se habrían echado a perder, y las cazuelas y otros utensilios los había vendido en el mercado para conseguir algo de dinero.
Encima de la mesa había un libro. Lo cogí, preguntándome por qué se habría olvidado aquel volumen en particular.
Culpeper. The Compleat Herbal. Abrí la tapa. En la primera página había escrito:
Signor:
Este libro circula libremente en el lugar al que me dirijo. Será mejor que vos os quedéis con éste; yo ya compraré otro. Sin embargo, os ruego que lo conservéis con mucho cuidado y no permitáis que lo quemen.
Vuestra amiga, Hannah Crowe.
Pasé las páginas.
Melones… Pepinos… Bardanas…
«Las ortigas son tan famosas que no necesitan ninguna descripción; pueden encontrarse, sólo tocándolas, en la noche más oscura».
Camomila… Menta… Berros…
¿Merecía realmente acabar en la hoguera un libro sobre hierbas?
¿Tendría razón Carlos cuando me habló del prisma? ¿Qué es más peligroso? ¿El conocimiento o los secretos?
Cogí mi carro y me dirigí a Barn Elms. Los jornaleros, con las manos enfundadas en guantes para combatir el frío, trabajaban muy duro, subiendo los bloques de hielo que constituirían la fachada del pabellón. A su lado, el lago para patinar ya estaba terminado y lo habían cubierto de paja para mantenerlo frío.
Di una vuelta para inspeccionarlo todo. Los rayos del sol ya estaban humedeciendo la superficie de los bloques. Una vez concluido, el palacio de hielo sólo se mantendría en pie unos días, dos semanas a lo sumo.