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Sería todo un éxito, por supuesto: todo lo que ella hacía era un éxito. La gente hablaría durante años de aquella extravagancia. En cuanto al sabor de mis helados, ¿qué dirían de ellos? Nada, porque ¿cómo podrían hablar de algo que sólo unos pocos habían probado y que nadie era capaz de imaginar?

Desaparecerían, como los copos de nieve en verano. Como el muñeco de nieve de Miguel Ángel, barrido por la lluvia.

Dos aprendices estaban jugando en medio de unos montículos descartados, lanzándose trocitos de hielo, que fueron atravesados por un rayo de sol por encima de sus cabezas. De pronto, por un instante, apareció un arco iris. Los muchachos dieron gritos de alegría antes de que su capataz los regañara con un gruñido.

Cargué el carro con hielo y con mis instrumentos. Hacia el este estaba el camino de Londres: el nuevo King’s Road, que aún no estaba terminado, pero que sin duda pronto recibiría parte de aquellos livres franceses. Hacia el oeste estaba el gran camino que conducía a la costa más lejana de Inglaterra: los puertos de Plymouth, Bristol y Torquay.

Me dirigí hacia el oeste, hacia el sol del atardecer.

Carlo

Hay pocos placeres que cuesten tan poco como un helado.

El libro de los helados

Tras dejar atrás Slough, me topé con una pequeña feria campestre. No tenía nada de especial, pero precisamente por eso era especiaclass="underline" los niños montaban ponis y mostraban su habilidad dando pequeños saltos; había malabaristas y vendedores de lazos, un concurso de calabazas para dar con la más grande y otro para la vaca que daba más leche. En los puestos del mercado vendían uvas crepas, grosellas negras, albaricoques y nueces.

Preparé un helado de grosellas negras y lo serví con una deliciosa crema que elaboré con leche.

En Maidenhead preparé un helado de crema de limón y menta y lo vendí el día de mercado a medio penique la copa.

En Newbury compré uvas crepas y preparé un budín de helado.

En Hungerford casi provoqué un tumulto con un helado de nueces de Barcelona. Preparé dos galones, pero la demanda fue tal que muchos tuvieron que compartirlo. Vi a muchachos y muchachas de campo lamiendo las cucharas a la vez, y cuando me fui estaban bailando alrededor de los árboles de mayo.

En Castle Combe pasé las noches escribiendo mis recetas y explicando cómo congelar los helados con sal.

En la feria de Marlborough ofrecí una demostración: la gente pensaba que se trataba de un truco, y no paraban de preguntarse cómo era capaz de embaucarlos así. Al final, para conseguir que me creyeran, tuve que repartir el helado a cambio de nada.

En Bath dejé mi carro delante de las salas de la asamblea. Preparé un helado de nectarinas y otro de pistachos. Las damas y los caballeros, vestidos a la última moda, saltaban de alegría como unos chiquillos.

Cuando llegué a Bristol había empleado casi todo el hielo; apenas me quedaba una pinta. Lo guardé en mi aposento, y mientras escribía mi libro de los helados, lo miré mientras se convertía en un agua límpida, fría y pura.

Me la bebí añadiendo unas gotas de limón y una ramita de hinojo.

Bristol es una ciudad grande, la más grande de Inglaterra después de Londres. Dicen que aquí se puede encontrar hielo de buena calidad para los nobles. Sin embargo, ya estaba un poco harto de preparar helados.

He dado con un tal señor Gregory, un librero, que ha accedido a imprimir mi libro. Parece algo sorprendido por el hecho de que no le pida dinero a cambio. Pero yo ya tengo mis utensilios y mi talento, y con eso me basta.

Me pregunto si encontraré a Hannah en América. Me parece improbable; según el mapa inacabado que he comprado, está claro que es un país enorme. Sin embargo, no es imposible. No sé por qué, pero nada parece imposible en una tierra tan nueva y virgen que ni siquiera figura correctamente en un mapa.

Un lugar donde ningún hombre nace con riendas para que otros hombres monten en su grupa.

«Un nuevo y exacto mapa del mundo…».

Aunque no la encuentre, encontraré el amor. De eso estoy seguro. Me moverá el espíritu de la gracia divina de Dios que hay en mí, como dijo ella.

Y mientras estoy aquí, escribiendo en esta posada, esperando mi barco, que llegará dentro de dos semanas, bebo un trago de agua y siento, en lo más profundo de mi corazón, cómo una astilla dura y fría, algo que ha estado ahí desde que soy capaz de recordar, empieza finalmente a derretirse.

Louise

Por supuesto que me odiáis. ¿Por qué no ibais a hacerlo?

Soy, con toda certeza, la mujer más odiada de Inglaterra, ahora que los jóvenes ingleses están muriendo de nuevo, con los proyectiles de los mosquetes holandeses en sus pechos, y ahogándose con el ruido de los cañones holandeses retumbando en sus oídos. Ahora que Hortense Mancini, harta tanto de las atenciones como de las dudas de Carlos, se ha ido a Europa con el príncipe de Mónaco, llevándose con ella todos los presentes del rey.

Se rumorea que Thomas Osborne, lord Danby, comparte ahora mis atenciones con el rey. No es cierto –tiene una esposa irascible, y parecía una buena estrategia política coquetear con él–, pero muchos lo creen, incluido el rey.

Danby y yo tenemos algo mucho más interesante en común. Nos dividimos las ganancias de la adjudicación de los cargos menores del gobierno. A nadie le importa que sea este o aquel hacendado quien sea nombrado alguacil de Hampshire o guardián de las ocas reales, por lo que decidimos sobre la base de los emolumentos que nos ofrecen. ¿Quién podría poner alguna objeción? Todos los miembros del Parlamento se dejan corromper. Si alguno de ellos crea problemas, me basta con pedir a la embajada francesa que me proporcione los recibos de los sobornos.

Y aun así, resulta irónico que toda esta corrupción no sea más que un derroche del oro de Francia. Las guerras contra Holanda, que casi han arruinado al país, no se han ganado, y los territorios que Francia ha conseguido conquistar no pertenecían a los holandeses sino a los españoles. Han sido los ingleses quienes han logrado hacerse con el mayor botín: Nueva Ámsterdam, rebautizada ahora como Nueva York.

Ha sido también la guerra contra Holanda lo que ha llamado la atención de los ingleses sobre las grandes aptitudes del sobrino de Carlos, Guillermo de Orange. El pueblo cree que si es capaz de defender a Holanda frente a los franceses, quizás podría hacer lo mismo por Inglaterra. Así pues, Danby ha organizado un matrimonio secreto entre Guillermo y Ana, la hija mayor del duque de York, un compromiso del que estoy al corriente desde hace mucho tiempo, pero del que –tengo mis razones– no he considerado oportuno informar a Francia.

Tomo mis precauciones, eso es todo.

Sin embargo, ni siquiera esa alianza ha traído la paz. Buckingham y Arlington puede que estén acabados, pero lord Shafesbury aún sigue conspirando por ellos. Sus whigs aún siguen imaginando absurdas intrigas: he perdido la cuenta de los opúsculos, baladas, sátiras y panfletos que me han hecho llegar por debajo de la puerta, y de los grabados pornográficos que pretenden mostrar a la Puta de Bretaña siendo satisfecha por su regimiento de amantes papistas.

A Nell Gwynne le gusta contar la historia de cuando fue atacada por una muchedumbre mientras iba en su carroza. Al darse cuenta, por sus gritos, de que habían confundido su carruaje con el mío, se asomó a la ventana y gritó: «No, buena gente, ¡yo soy la puta protestante!». Después de dedicarle tres hurras, la escoltaron hasta su casa.

Si hubiera sido yo, le gusta comentar, altiva, aquel día, en Inglaterra, habría habido una católica menos.

No obstante, si me odiáis, preguntaos esto: ¿qué otra cosa habría podido hacer?

Habría podido desposar a un noble y darle un montón de herederos. Habría podido ingresar en un convento y ser, supongo, la madre superiora. Habría podido convertirme en la dama de compañía de una gran señora y ayudarla con sus labores y las cuentas de la casa.