Aun así, hubo algo que mejoró muchísimo. Mientras que en la corte de los Médici eran muy estrictos con la observancia moral, como era de esperar de los banqueros de Europa, en la de Luis XIV eran más sofisticados. Los nobles franceses se casaban por motivos económicos y políticos, pero la pasión quedaba reservada a las relaciones extraconyugales. Incluso en los rangos inferiores de la corte, nadie veía una razón para no permitirse las liaisons. Un joven italiano con talento –que, si se me permite decirlo, era muy apuesto cuando llevaba el sombrero de tres picos– no pasaría desapercibido durante mucho tiempo.
Un día estaba preparando unos cordiales helados para los invitados del rey cuando una dama de la corte se detuvo para observarme mientras trabajaba.
–Vos sois mi compatriota –dijo, en italiano.
Levanté la mirada, sorprendido al oír hablar en mi lengua materna. Era una mujer bajita, de rostro redondeado y ojos oscuros, con una expresión perezosa y traviesa en la mirada.
–Me crié en Roma –explicó–. Mi tío me trajo a París para encontrar marido.
–¿Y lo habéis encontrado? –le pregunté, con osadía.
Ella asintió con la cabeza.
–Varios, en realidad. Uno para mí y algunos casados con otras mujeres.
Echó una ojeada hacia el lugar donde se encontraba el rey, rodeado por un grupo de cortesanos.
Entonces comprendí con quién estaba hablando. Incluso yo había oído hablar de Olympe de Soissons, la belleza italiana entre cuyas conquistas se contaba el mismísimo rey. Ella y sus cuatro hermanas eran conocidas como las mazarinettes, por su tío, el poderoso cardenal Mazarino.
–¿Qué estáis preparando? –me preguntó, observando cómo filtraba el líquido a través de una tela de muselina.
–Un cordial. Peras al moscatel y jengibre con un poco de…
–Preparad uno para mí –me interrumpió–. Pero éste no. No me gusta tener lo que ya tienen otros.
Se alejó para reunirse con los demás, aunque se dio la vuelta para dedicarme una mirada breve pero atrevida.
Cuando hube repartido los cordiales de jengibre, preparé algo distinto para ella y se lo serví.
–¿Qué es? –preguntó, con coquetería.
–Una tisana fría de hojas de té verde de China con esencia de lima y algunas semillas –dije, haciendo una reverencia.
Asintiendo con la cabeza, tomó un sorbo. Llevaba varios días trabajando en aquella tisana, algo que se saliera un poco de lo habitual, empleando nuevos ingredientes que estaban en boga. Al principio, su sabor era fuerte y ácido, gracias a la lima, pero las hojas de té verde le proporcionaban un toque ligeramente ahumado. También sabía a jazmín y tenía un leve retrogusto especiado de cardamomo.
–Interesante –se limitó a decir. Y entonces, mientras me daba la vuelta, añadió–: Y muy refrescante. Gracias.
Al día siguiente recibí el encargo de preparar cinco galones de cordial.
–¿Cinco galones? –le repetí al lacayo que me había transmitido la orden–. ¿Estás seguro? Con eso se abastecería a toda la corte.
–Es sólo para madame la comtesse. Quiere el que le preparasteis ayer. Llevad los ingredientes directamente a sus aposentos.
Era muy fácil perderse en el inmenso palacio. Tuve que preguntar varias veces qué dirección debía tomar a los lacayos tocados con peluca que prestaban sus servicios en los interminables pasillos. Al final encontré la puerta que buscaba. La abrió una doncella, que me hizo pasar. Aun teniendo en cuenta los criterios de Versalles, los aposentos eran suntuosos. De las paredes revestidas con seda roja colgaban obras de arte, entre las cuales se encontraba un retrato de la propia Olympe, vestida apenas con unos trapos de terciopelo.
La doncella me acompañó a una antesala con una bañera y una hilera de humeantes aguamaniles. No había nada más, salvo un biombo de seda bordada, una silla y una chaise longue tapizada de terciopelo rojo sobre la que habían depositado un montón de gruesas toallas.
–Madame, ha llegado el pastelero –dijo la doncella, inclinándose en dirección a la estancia vacía.
–Gracias, Cécile.
Olympe asomó la cabeza por encima del biombo. Se estaba soltando el pelo con una mano, sacudiendo los elaborados rizos.
–Vuestro cordial era tan delicioso que he decidido darme un baño con él –dijo–. ¿Me lo preparáis, por favor?
Hice lo que me había ordenado. En vez de llenar la bañera con hojas de té y trozos de lima, metí directamente en el agua las bolsas de muselina que contenían los ingredientes y las dejé en remojo. El agua estaba bastante caliente; de haberlo sabido, habría modificado ligeramente las proporciones, porque el calor potenciaba el sabor de las hojas de té, mientras que el frío potenciaba la lima…
–¿Está listo? –me preguntó.
–Habría que dejarlo un poco más en remojo.
–Entonces yo también me pondré en remojo.
Olympe salió de detrás del biombo. Llevaba un deshabillé de encaje muy fino; apenas sujeto por delante, ni siquiera le cubría las rodillas. En el caso de que se diera cuenta de mi reacción, no lo dio a entender.
–Madame –dije, inclinando la cabeza y preparándome para retirarme.
–Esperad –me ordenó en tono imperioso, introduciendo una pierna en la bañera para comprobar la temperatura.
–Puede que quiera modificar la cantidad de algunos ingredientes. Además, me gusta hablar italiano mientras me doy un baño. Sentaos y conversad conmigo.
Me acerqué a la silla y me senté, un poco incómodo. Me di cuenta de que el biombo se había colocado de tal forma que, desde mi asiento, tapara un poco –pero muy poco– la bañera; aun así, no me ocultó la espalda desnuda de Olympe mientras se desvestía y se metía en el agua, lanzando un suspiro.
–¿Cómo os llamáis? –me preguntó, en italiano.
–Demirco, madame.
–Eso ya lo sé. Me refería a vuestro nombre.
–Carlo.
Hubo una larga pausa, durante la cual oí una serie de leves chapoteos mientras Olympe se echaba el agua encima con las manos. El aroma de la lima, el té verde y el jazmín llegó hasta mí. Me quedé inmóvil. Al final, ella dijo:
–Después de todo, creo que no me apetece hablar, Carlo. Me temo que hoy mis labios están tan sellados como los vuestros. Pero podéis venir aquí.
–¿Madame?
–Venid conmigo. A la bañera.
Más tarde, me dijo:
–Decidme, ¿ha sido tan placentero como esperabais?
–Oh, sí. Pero necesitáis más lima.
–Necesito más sexo.
Se desperezó voluptuosamente ante mis ojos, como una gata, y con la misma desenvoltura que habría mostrado si ambos hubiésemos estado vestidos. Ahora nos habíamos tumbado en la chaise longue: comprendí en seguida que, al igual que la bañera y el biombo, no estaba allí por casualidad.
Me acerqué a ella.
–Esperad –dijo, colocándome una mano sobre el pecho–. Para ser la primera vez no ha estado mal, pero la próxima tenéis que ir más despacio. Y ser un poco más imaginativo.
–¡Imaginativo! –repetí, dolido.
Ella se echó a reír.
–No os ofendáis. Lo he hecho muchas más veces que vos, eso es todo, y como cualquier otra habilidad, lo que se debe hacer es practicar. Además, como en todo, hay modas sobre cómo hacer el amor, y algunas especialidades nacionales. Los franceses son bastante buenos en ello, casi tan buenos como preparando tartas y postres.