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– Es tarde, Janek -dijo reprobadoramente la chica tras la barra-. Ya habíamos cerrado.

Pero mi guía hizo una seña autoritaria con la cabeza hacia una polvorienta mesa, le susurró algo a la hermosa camarera, me trajo un whisky con soda y, tomando del brazo al hombre de la cicatriz, fue con él tras la barra, donde se veía la entrada a una bodega iluminada.

– ¿También es usted polaco? -me preguntó indiferente la muchacha.

Me eché a reír.

– Ahora pregúnteme si hace mucho que estoy fuera de Polonia.

– A mí me da lo mismo -dijo ella, y se dio la vuelta. Por entonces Janek y su compañero de la cicatriz se habían sentado a mi mesa.

– Janek dice que sabe usted algo de las cartas -dijo el de la cicatriz-. Así que cántelo.

– Sólo lo cantaré -dije burlonamente- para el Trybuna Ludu.

– ¡Menuda amenaza! En 1945 hacíamos picadillo de la gente como usted.

– ¿Quieren que llame a la policía?

– Corte ya. Esto no es Times Square. Si quiere puede gruñir como un cerdo, y nadie le oirá.

Me volví hacia Janek.

– Es usted basura, no un compatriota.

Caracortada parpadeó, y las enormes manos de Janek se cerraron sobre las mías, apretándolas contra la mesa. Luché sin éxito: sus manos m se movieron.

– No estuvimos en la Gestapo, pero sabemos una o dos cosillas -dijo Caracortada dando chupadas a un cigarrillo-. Así que no va a cantar, ¿eh? -y aplastó el cigarrillo ardiendo contra mi muñeca. Grité de dolor.

– Estáis perdiendo el tiempo -intervino la camarera-. No sabe nada.

Caracortada sonrió y torció aún más la boca. Me pasó por la mente el que si uno le calase hasta las cejas un sombrero, sería, con todo detalle, el doble del hombre con la metralleta que había sido asesinado por Ziga.

– Cierra la boca. Elzbeta, antes de que te la cierre yo a golpes -estalló-. Mantenlo así, Janek, mientras traigo algo de abajo. Le soltará la lengua en un segundo.

Bajó a la bodega, y sus botas con refuerzos metálicos produjeron un sonido familiar en los escalones. Y aquel nombre. Me hizo dar un respingo ¿Sería también una coincidencia?

– ¡Elzbeta! -grité-. Usted tiene que saber que no tengo ninguna carta. Estaba conmigo en casa de Ziga. Y él me dio una medalla «Vivió para su patria, murió por su honor»

El apretón de Janek se hizo inmediatamente menos fuerte. Elzbeta (quizá, después de todo, estuviese equivocado) salió lentamente de detrás de la barra.

– Suéltalo, Janek.

Janek dejó n mis manos sin protestar.

– ¿Sabe usted conducir?

Asentí, sin comprender por qué me lo preguntaba.

– Dame las llaves del coche, Janek.

De la misma forma obediente, el hombre le entregó las llaves.

– Entretén a Woycekh en la bodega, y no salgas hasta que te llame.

Elzbeta hablaba con inexplicable autoridad, aceptando como cosa natural la obediencia militar de Janek. No le miró, simplemente salió a la calle, abrió la puerta del coche con una llave, metió la otra en el contacto y me señaló en silencio el asiento del conductor.

– Apriete el acelerador a fondo hasta que llegue al puente -me advirtió-. Tratarán de agarrarle, pero tendrá diez minutos de ventaja. Pase el puente antes que ellos, gire en algún sitio y abandone el coche. Regrese a pie o en autobús. Woycekh tiene un Plymouth amarillo como éste, pero el motor no anda muy bien y no sé si le quedará gasolina. Y no me lo agradezca no tiene tiempo para ello.

Asentí en silencio, giré la llave del encendido, puse la primera y me fui tan suavemente como me fue posible. Tenía miedo de haber olvidado cómo conducir, por el mucho tiempo que hacia que no practicaba, pero el Plymouth se movía fácil y obedientemente. Recuperé todo mi valor y, clavando el pie en el acelerador, me puse tras una ambulancia que rugía ante mi y la seguí. Cuando vi el Plymouth amarillo detrás, me decidí a adelantar a la ambulancia. Así, al menos, no se atreverían a disparar.

¿Por qué me había llevado Janek a aquel bar? ¿Qué era lo que querían? ¿Cómo era que Woycekh se parecía tanto al pistolero muerto? ¿Por qué Elzbeta, al principio tan indiferente hacia mí, me había ayudado luego de una forma tan decidida? ¿Qué era lo que la había empujado: la mención de Ziga, la medalla, la frase? No podía encontrar ninguna respuesta racional a esas preguntas. De cualquier forma, no había tiempo. El Plymouth amarillo apareció tras de mí, o quizá me lo imaginé. Ya estábamos llegando al puente y, adelantando a la ambulancia, volé hacia su estructura casi luminosa, centelleante de luces. Los policías de servicio, con sus capuchas de impermeable caladas, pasaron a mi lado y quedaron atrás. La lluvia me salvó. Sin ella no habría podido cruzar por allí a tal velocidad. Giré en la primera travesía que vi. En la siguiente esquina oscura giré de nuevo, y repetí esa maniobra una y otra vez evitando las calles amplias y concurridas, y entonces frené. El cruce parecía familiar. Abrí la puerta del coche y corrí hacia el alero bajo la farola en el que había estado una hora antes con Leszczycki. Me apreté contra la pared, donde estaba más seco, y di un respingo: Leszczycki estaba de pie junto a mi, como antes, contemplando cómo las gotas de lluvia pasaban ante la luz. Era como si acabase de surgir de la noche, la lluvia y la débil luz de la farola. Y algún pensamiento confuso e involuntario me hizo mirar el reloj. Justo lo que imaginaba, las diez menos cinco. Algo absurdo me estaba ocurriendo, los acontecimientos y la gente iban y venían, y el tiempo mismo parecía desdoblarse como la lluvia en la luz. En una órbita yo era arrastrado en un torbellino de acertijos y sorpresas, sorbido hacia acontecimientos, golpes de suerte y aterradoras experiencias, y en la otra permanecía prosaicamente bajo un alero, esperando un taxi.

El vuelo del tiempo siempre comenzaba con la doliente frase de Leszczycki.

– Aún llueve, y no hay ningún taxi.

Ahora estaba comenzando de nuevo, y yo no podía detenerlo. Ya no me controlaba a mí mismo. El tiempo me controlaba tanto a mí como a mi reloj, devolviéndome insistentemente al mismo instante, sólo que esta vez no vi el taxi. ¿Y si fuera a pie? «No estás hecho de azúcar, no te disolverás», me decían cuando niño. Y comencé a caminar decidido bajo la espesa lluvia, sin siquiera decirle adiós a Leszczycki. Pero el tiempo me controlaba, y no valía la pena intentar nada. Caminé media manzana y me detuve: dos figuras con gabardina y abultados bolsillos se acercaron hacia mí.

– Ya empieza -suspiré, y recordé las historietas, con su invariable repetición de personajes estereotipados. Uno de ellos llevaba un sombrero calado hasta las cejas, y reconocí de inmediato la boca torcida y la cicatriz de la mejilla. El otro se quedó más apartado en la oscuridad, repleta del sonido de la lluvia.

– ¿Tiene lumbre? -preguntó Woycekh, no reconociéndome o fingiendo no hacerlo. Yo también podía jugar a aquel juego. Saqué un encendedor y un arrugado paquete de cigarrillos de mi bolsillo.

Mientras encendía su cigarrillo, movió el encendedor, iluminando mi rostro, y una voz desde la oscuridad preguntó:

– ¿No será usted polaco?

– Y si así fuera, ¿qué? -repliqué.

– ¿Por casualidad no sabrá de ningún lugar cerca de aquí donde se reúnan nuestros compatriotas?

– Naturalmente que sí -dije, retardando las cosas… aún no comprendía su juego-. Está el sitio de Marian Zuber: café, té y pastelillos caseros.