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Por la noche, el cazador de la mirada alegre le ordenó que saliera de la granja y la condujo a la maleza.

– Debería haber venido antes, pero he estado capturando a bastantes compadres de tu raza. Eres tan hermosa como recordaba, pequeña. -Silbó de admiración.

Le subió la falda y la muchacha tembló de miedo y frío. Tras desnudarla por completo, la examinó un instante. Se arrodilló, le introdujo bruscamente el índice en la vagina, lo retiró, lo olió, lo volvió a introducir, pareció calibrar la profundidad del orificio y concluyó con un murmuro ronco y satisfecho:

– Eres doncella. No tienes ni un pelo. Aún no has conocido a ningún hombre, ¿verdad? ¿Me lo confirmas, bonita doncella?

Ella asintió; una desgarradora bocanada de humillación le abrasaba el rostro.

– Sí, tío…

– No soy tu tío, niña, te darás cuenta de eso enseguida. Hueles como una cabra, pero aun así voy a darte placer -dijo con la misma suavidad en la entonación, aterradora por el contraste con los gestos de deshonra.

La obligó a doblarse sin miramientos y luego la tumbó boca abajo en el suelo. Sin quitarse la espada, se tumbó sobre ella, cubriéndole el cuerpo. Era tan pesado que a María le costaba respirar.

Ni siquiera pensó en resistirse porque presentía que no dudaría en matarla con la misma facilidad con que aplastaría un molesto insecto. En cada exhalación, las piedras del camino se le clavaban en el pecho. El hombre no la penetró, se contentó con restregar su miembro humedecido en saliva entre las dos nalgas. Se ahogaba bajo el peso del adulto, los dientes le rechinaban por el polvo; horrorizada y ofuscada, hubiera querido gritar: «Eso no se hace, tienes casi la misma edad que mi padre…». Pero de sus labios no salió ningún sonido.

– Vamos, niña, levanta -suspiró una vez hubo acabado-. Ha estado bien, pero no he hecho más que… probarte. Ya ves, te reservo para alguien que tenga más dinero que yo. ¡Pero deberías limpiarte un poco! He tenido que aguantar la respiración mientras…

Y el hombre armado soltó una carcajada horriblemente alegre.

Cuando la hija del ebanista regresó al granero, con los ojos en lágrimas y el líquido viscoso deslizándose por sus piernas, los cautivos se apartaron de ella con repulsión. Una mujer, apretando a sus hijos en su regazo, dijo con todo el desprecio que no se atrevía a mostrar a los que tenían sus vidas en sus manos:

– ¡Respeta al menos a tu padre mártir! ¡A tu edad y comercias ya con tu culo!

Desde el fondo de la oscuridad le llegó el chorro de veneno de Alonso, reconocible entre todos:

– No eres más que una furcia, María.

3

Alo largo del viaje, María permaneció en un estado de ausencia rayano en la imbecilidad. El miedo jamás la abandonó, le entumeció el alma, amasó con sus dedos abyectos el interior de su vientre y provocaba el chasquido inesperado de sus mandíbulas al menor cambio de actitud de sus guardianes. Torpes y nerviosos, los cazadores parecían desbordados por el éxito de la expedición, pues no habían previsto ni la intendencia ni los alimentos necesarios para unos sesenta prisioneros. A la menor protesta, elevaban sus espadas o sus mazas y golpeaban. El hambre fue la implacable compañera de esa travesía a pie -y a caballo para algunos miembros de la escolta- por la campiña andaluza, la mayor parte del tiempo bajo la lluvia, pasando por pueblos de cristianos viejos donde los campesinos les abucheaban y les lanzaban piedras. Una mujer y dos niños murieron de fatiga antes de llegar al embarcadero del Guadalquivir. Un hombre que intentó huir fue atravesado por una lanza y abandonado en el camino a merced de los carroñeros.

Su violador regresó en varias ocasiones y gozó de ella de la misma forma, sin penetrarla nunca, repitiendo a gritos que no sabía si podría resistir la tentación de un agujero tan bonito; se la habría quedado a su servicio de no haber estado tan endeudado y de no haber sido el encargo tan preciso.

– Es un milagro, respondes exactamente a lo que me pidieron -decía extasiado.

Confesó con curiosa vanidad que se llamaba Bartolomé, estaba en la treintena y que había estado a punto de estudiar derecho en la Universidad de Salamanca, pero que su padre, un comerciante de vinos de Sevilla, estaba pasando un mal momento financiero, y él, el primogénito, le había prometido que le salvaría de la quiebra. Tuvo la luminosa idea de reunir a una tropa de campesinos y antiguos soldados para salir a la caza de moriscos en las Alpujarras. Resultaba mucho menos costoso que fletar un barco para capturar esclavos en Berbería o en tierra de los negros.

– Es mi primera expedición por estas montañas y, visto el beneficio, el riesgo me parece razonable. Gracias a Dios vuestros guerreros son ahora menos feroces que en los primeros tiempos de la revuelta. Ya no tienen nada entre las piernas, el frío de las montañas ha debido de castrarlos y se dejan capturar como si fueran ovejas -se regocijaba emitiendo con la lengua un chasquido de desdén-. Mis hombres son embusteros, ignorantes, no tienen fe ni ley, pero he descubierto que basta añadir algunas órdenes a la firmeza (patadas y golpes de espada, si es necesario) para encauzarlos. Creo que incluso me aprecian. Tienen el corazón tan negro como el culo. -Se extasiaba contándolo, y María no tenía más remedio que estar de acuerdo: sus secuaces demostraban tenerle un respeto absoluto. La diferencia entre la complicidad amistosa que los unía y la brutalidad sin límites hacia los cautivos los hacía, a los ojos de la muchacha, aún más temibles.

Cuando Bartolomé se sentía satisfecho por la docilidad mostrada por María mientras se la beneficiaba, le ofrecía como recompensa un poco de comida que, de tanta hambre, no tenía fuerzas para rechazar.

– Engorda un poco el trasero y los senos… Ya verás como es un buen consejo… Cuantas más… ¿cómo decirlo? Cuantas más carnes tengas, más se alegrará tu futuro propietario de su buena compra y te tratará en consecuencia.

En caso contrario, la amenazó, tendría que deslomarse día y noche en una mala posada o, peor aún, en un burdel para marineros y malhechores, casi todos enfermos del mal francés.

En estos monólogos adoptaba el tono y la actitud protectora propia de un adulto hacia un niño no demasiado listo:

– ¿Y qué puedes hacer para sobrevivir, hijita? Conseguir que olviden tu mancha de mora y presentar apetitosos encantos allí donde llegan las miradas y las manos.

Ella fingía escuchar con agradecimiento sus bromas indecentes, asentía servilmente con la cabeza, despreciándose por resignarse tan rápidamente al sacrilegio de su cuerpo por ese líquido pegajoso que se secaba tan deprisa y después picaba tanto. Por más que se frotara y limpiara no conseguía quitarse el tufo acre del semen. «Dios mío, no permitas que me haya introducido su basura en el vientre», rogaba mientras se frotaba la vagina con paja hasta sangrar.