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Abrumado, Bartolomé señaló al alfaquí.

– Quédese con el harapiento de barba larga. Es un sermoneador, le he oído recitar una de sus oraciones idólatras. Y esta…, sí…, la más fresca…, y también este…

La boca del alfaquí emitió un extraño sonido, parecido a un vagido.

– No es cierto… Soy uno de los vuestros, un cristiano…, ¡un buen cristiano! No… ¡Socorro, hermanos!

Cuando agarraron al hombre que hasta entonces había sido el más respetado del pueblo, este se debatió agitando frenéticamente las piernas.

– Padre, tenéis que creerme. Mirad, escupo sobre Mahoma. Escupo cada día sobre su sucia religión… Mi…

Alguien le golpeó en la cara. María oyó claramente el crujido de la nariz rota y después los gemidos de sufrimiento de la víctima, que se llevó las manos a la cara y descubrió con estupor la mancha roja que le mojaba la palma.

Con las piernas temblorosas, María bajó la vista: quizá, si no miraba a nadie, razonó tontamente con lo que le quedaba de cerebro, nadie se daría cuenta de su existencia… A punto estuvo de emitir los mismos gritos de terror que el viejo alfaquí cuando uno de los nuevos captores se le plantó delante, pero solo fue para apartarla y agarrar a la mujer cuyo marido había sido decapitado recientemente. Esta abrazó a sus hijos sin que de su boca saliera ningún sonido. El hombre la golpeó con el bastón en la cara, pero ella no aflojó el abrazo. Cuando el hombre alzó el bastón para golpear a los niños, la madre, con la mirada enloquecida, soltó a su progenie y se unió dócilmente al alfaquí y a un tercer prisionero al que estaban atando los brazos. Los hijos, una niña y dos muchachos mugrientos, casi desnudos, permanecieron inmóviles con los ojos abiertos como platos, atónitos por todo lo que les estaba sucediendo: un periplo extenuante, su padre pegando a su madre, su padre degollado, la cabeza arrancada del padre, la madre de nuevo golpeada, apartada de ellos por otros desconocidos…

4

Hasta un día después del desembarco no se enteró de que estaba en la famosa Sevilla, de la que al principio solo conoció la pestilencia del barrio portuario, cual una prolongación de su propia infección íntima. Todo lo que María había experimentado desde que los cazadores irrumpieron en su refugio de montaña se había transformado o, mejor dicho, solidificado en una especie de pasta nauseabunda que llenaba hasta el más pequeño rincón de su alma y su corazón. Ya ni siquiera le quedaban lágrimas. Estas hubieran podido ayudar a disolver un poco ese inmenso dolor mezclado con desprecio que había sustituido a todas las sensaciones. Solo sollozos reducidos a convulsiones la agitaban a veces y le martirizaban el tórax.

Allá arriba, alguien disfrutaba desollando su alma. Cuando la tuviera por completo en carne viva, ¿qué quedaría de lo que había creído ser hasta entonces? ¿Una mondadura desnuda y hedionda, abocada a una existencia de terror e infamia?

Apoyada en la pared de una estancia que apestaba a orines y excrementos, pensando en cosas peores que la mordedura de un áspid, por fin había logrado entender a su madre. No había sido locura, ni siquiera desesperación, sino probablemente la única actitud razonable frente a ese fin del mundo. Pero ¿reuniría alguna vez el valor necesario para imitarla?

La muchacha se descubrió exhausta, paralizada por el miedo, dispuesta a sufrir la peor deshonra para no morir, incapaz de reunir el odio suficiente para apoyarla en esa voluntad de sobrevivir a cualquier coste. Ciertamente maldecía con todas sus fuerzas a quienes habían destrozado sus vidas, pero la dimensión del odio nunca es proporcional al sufrimiento padecido: este último puede ser infinito, pero el odio no. Vivía una paradoja: matar a Bartolomé de la forma más atroz no bastaría para vengar el asesinato de su padre, aún quedarían por saldar el asesinato de su querida tía y las repetidas violaciones que había sufrido. ¿Qué castigo calmaría la pena que ese cazador carroñero había infligido a su familia?

Los prisioneros acabaron encerrados en un gran cercado frente al puerto. La presencia de abrevaderos y pesebres con olor a heno seco y los restos de boñigas de vaca permitían deducir que se hallaban en un inmenso establo y que los nuevos carceleros eran tratantes de ganado. Al día siguiente separaron a los hombres de los otros cautivos, y luego a los niños de sus madres. Un guardia tuvo que azotar con el látigo a las más recalcitrantes que, lanzándose contra el cercado y lastimándose la cara, gritaban hasta desgañitarse que no permitirían que les privaran de la carne de su carne.

En mitad de la noche, una mujer -la esposa del herrero, que vivía en la casucha anexa a la de María- perdió la razón. Se desgarró las vestiduras, se arañó la cara, imprecó obscenidades furiosas a los carceleros. Luego, como no hubo ninguna reacción, empezó a injuriar al cielo.

– Dios es un cerdo, Dios es un cerdo, ¡Dios es un cerdo! -chillaba con una voz muy aguda.

Otra mujer, presa también de convulsos sollozos, fue hacia ella para hacerla callar. Tapándole la boca con la mano, intentó que entrara en razón:

– Hermana, teme a Tu Dios, maldice al demonio, te lo ruego, hermana, si no tu desgracia será aún mayor…

– ¿Por qué le defiendes, puta asquerosa? ¿Qué más podría hacerme Dios que ellos no me hayan hecho ya? Déjame en paz. ¡Me ha robado la vida, me ha robado a mi familia!

La loca le mordió la mano, consiguió zafarse y, tropezando con los demás prisioneros y levantándose cada vez a pesar de la oscuridad con una vitalidad inhumana, volvió a sus imprecaciones. El sonido era tan acerado que María, paralizada por el horror y la piedad, temió que la desgraciada se desgarrara la garganta.

– Ven a mí, Dios tragón de excrementos. ¡Nos has estafado! Si eres tan poderoso, ¿por qué has permitido que se llevaran a mis tres hijos? Te he rezado durante toda mi vida… He cumplido tus mandamientos toda mi vida… ¡Para nada! ¡Ven, desciende, rufián, si te queda algo de honor! ¡Tengo algo que decirte! ¡Yo, una mujer, ensuciaré con el coño tu nombre tal como merece un cerdo como tú! ¡Me cago en tu Corán! Te…

Alguien la hizo caer. Pero antes de que pudieran controlarla, los guardianes intervinieron. A patadas y bastonazos, se llevaron a la presa, vociferando y casi desnuda. Gritos, el ruido seco de los bastones contra el cuerpo. Luego el silencio.

Llena de amargura, la muchacha pensó: «¡Yo también tengo que preguntarte algunas cosas, Señor!». Se encogió porque de repente le dolió el vientre como si un enjambre de mariposas furiosas revoloteara en su estómago.

María no volvería a ver a la mujer del herrero. Durante toda la noche tuvo la sensación de que las palabras de odio de la loca seguían flotando en la estancia, esperando tan solo una orden del Todopoderoso para instilarles el veneno de la furia divina.