Выбрать главу

Trasladaron a las mujeres a una casa del barrio del Arenal, donde se mezclaron con esclavas en su mayoría negras. Algunas procedían del reino de las Indias Orientales, situado, según aseguraban las mejor informadas, en el límite del mundo, donde si te asomabas, caías en el más inimaginable de los abismos. Durante una bendita hora en que olvidó su propia desesperación, la muchacha contempló a esas mujeres con la piel de un color tan inesperado… Hubiera dado algo por hablar su lengua e intercambiar con ellas algunas palabras, sobre todo con la india que tenía más o menos su edad y que parecía tan triste como ella.

Los nuevos guardianes las trataron con la más completa indiferencia, sin demasiada rudeza y, sobre todo, ninguno las violó. Una vecina explicó a María que aquella casa ofrecía, previo pago, un lugar de venta a varios propietarios de esclavos. Las recién llegadas incluso pudieron lavarse un poco, eliminar de su ropa la mugre del viaje, ungirse con aceite que les habían entregado para parecer más sanas en el momento de la venta y, ¡milagro!, comer hasta quedar saciadas.

– Dios mío, estos malnacidos nos cepillan y nos ceban como a las vacas antes de llevarlas al mercado. Si mi marido me viera… -dijo una mujer con una carcajada que se transformó en imploraciones para que le devolvieran a su esposo y a sus hijos.

El público circulaba, a veces en familia, escuchaba la oratoria de los tratantes que negociaban con los distintos propietarios y, si cerraban la gestión, se iban con una o dos esclavas, a menudo sumidas en el llanto. Cuando vendían a una vecina de su pueblo, el corazón de María se rompía un poco más. En una ocasión no pudo evitar abrazar a una mujer que acababa de ser comprada por un hombre vestido con un hábito religioso. La mujer, con el rostro descompuesto por las lágrimas, la empujó con repulsión.

– Nos han violado a casi todas, pero tú eres la única que ha disfrutado. ¡Desvergonzada!

Un notario con cara de aburrimiento tomaba nota de las transacciones más importantes. Una turca, que explicaba con algo parecido al orgullo que la habían revendido varias veces por su mal carácter, les dijo que el precio de un esclavo solía traducirse en número de cabezas de ganado. Un esclavo sano valía tres caballos. Se prefería a las mujeres moriscas y berberiscas que a las mulatas y las negras, al revés de lo que ocurría con los hombres. Las «membrillos cocidos», dijo señalando a la joven india, eran las menos apreciadas y ello debido a su escasa corpulencia. María rió burlona: su tía solía decir que era más testaruda que un trío de mulas. En el fondo, la pobre Lucía no había errado mucho su precio.

Una mañana, Bartolomé, al que no había visto desde que llegaron a la gran ciudad, se presentó acompañado de un comprador y una mujer mayor. El cliente, que escupía sin cesar, pasó revista a las cautivas en venta y terminó interesándose por las cinco más jóvenes, entre ellas María.

Bartolomé, con elegante jubón y sombrero con pluma, hizo un guiño cómplice a la muchacha cuando el personaje declaró que buscaba un hermoso espécimen.

– Una de esas, por ejemplo, pero mi cliente insiste, ya sabéis, en que sea morisca, agradable y… esté intacta -precisó disimulando su turbación con un arranque de tos.

La matrona guió a las muchachas hasta un establo, les ordenó que se desnudaran y las examinó con atención. Les pasó los dedos entre el pelo, les inspeccionó los dientes, les olió el aliento, les palpó los pechos y el bajo vientre, les abrió los labios de la vulva e introdujo el índice repetidamente, sin ni siquiera secarse el dedo entre una muchacha y la siguiente. María estuvo en un tris de preguntar si era costumbre entre los sevillanos, hombres y mujeres, conocer a los extranjeros primero por sus partes pudendas. Pero se contuvo, extrañada por el jadeo repentino de la matrona: el espectáculo de su desnudez y de la de sus compañeras parecía turbar a la examinadora. Arrodillándose, la mujer, con gestos cada vez más febriles, separó las nalgas de las que ella consideraba anormalmente débiles, como María, y con una expresión de ansia y asco les examinó el ano. Al final, con el rostro carmesí, salió de la cuadra empujando delante de ella a tres muchachas.

– Gracias a mi oficio de casamentera sé diferenciar entre doncellas y desfloradas. Que Dios Todopoderoso me ayude a no equivocarme. Creo que estas no han sido catadas… Pero -doblando el labio con desprecio, añadió-: nunca se sabe con estas miserables mahometanas. Dicen que fornican con padres y hermanos…

El intermediario se mostró desconfiado y observó con rostro impávido a las tres candidatas seleccionadas. Pero María sabía que ese saco de saliva ya había elegido, pues reconoció en sus ojos el mismo brillo de concupiscencia que vio en Bartolomé cuando este la sorprendió en la cascada.

Cuando designó con el mentón a María, la casamentera, que estaba limpiándose la punta de los dedos en un cubo, objetó:

– La chiquilla está bien de cara, estoy de acuerdo, pero tiene pocas carnes, ¿no creéis? En mi opinión será una holgazana. Os aconsejo que optéis por esta: tiene el cabello claro y está más gordita.

Bartolomé le hizo saber con acritud que ni él ni el honorable comerciante necesitaban sus consejos, y que esa esclava era sin lugar a dudas la mejor pieza del lote. Luego se dirigió al comprador («¡con la misma astuta llaneza con que vendería una vaca!», pensó María, y una broma socarrona consiguió escapar a la ciénaga de su resignación: «¿Y si mugiera al oído de mi cliente? A lo mejor, conseguía una rebaja en el precio…»).

– Tenéis buen ojo, señor licenciado. Esta responde exactamente a la comanda que tuvisteis a bien hacerme. Y es de una docilidad… Ya conocéis mi reputación, soy… ¿cómo decirlo?… -le mostró las palmas- razonablemente escrupuloso… Pero si albergáis alguna duda…, si queréis realizar una inspección más completa -le guiñó un ojo-, aquí hay un rinconcito donde podríais… Pero sin… En fin, ¿me entendéis?

Soltó una carcajada ante la cara escandalizada del visitante.

– ¡Claro que sí! Un honesto hidalgo tiene perfecto derecho a palpar la fruta que desea adquirir.

La casamentera había bajado la cabeza y murmuraba que una mojigata con un bonito palmito era sinónimo de sinsabores en el futuro que el Maldito introducía en una casa cristiana.

– Además -exclamó Bartolomé haciendo oídos sordos a los reniegos de la mujer-, os garantizo que esta joven aún conserva su pequeño… hum… diamante entre las piernas. Yo mismo velé por ello. Estoy dispuesto a jurarlo por Dios, señor licenciado.

El licenciado, incómodo, subrayó que no había que importunar al Señor con este tipo de consideraciones. Pero avisó de que su cliente devolvería a la muchacha si resultaba ser menos «inmaculada» de lo que su vendedor afirmaba.

– Si estáis de acuerdo, haremos constar esa cláusula en el contrato de compra -propuso con una ridícula mueca de hombre hábil.

Cuando el visitante, tras una larga negociación, se dirigió por fin al notario para formalizar la transacción, Bartolomé se las ingenió para acercarse a la muchacha y murmurarle al oído: