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– Ya ves cómo te he defendido, mora mía. Estoy seguro de que la casa a la que vas te gustará. Le he sacado a este pedazo de asno más de lo que esperaba. ¡Solo confío en que no me hayas engañado en cuanto a… tu joyita!

Acarició de forma imperceptible el pelo de la muchacha, tosió y estalló de risa, pero esta vez con una falsedad inusual.

– Me hubiera quedado contigo, muchacha, si la promesa que hice a mi padre no me obligara a regresar a esas miserables montañas una vez concluida la venta del lote. Dios permita que finalice lo antes posible, pues alojaros aquí me cuesta una fortuna. ¡Por no hablar de la avidez de la ciudad y el impuesto de la Corona!

El cazador inspiró, como si dudara en volver o no al tema anterior.

– En fin… ¿Qué estaba diciendo? La verdad…, no me he aburrido contigo. ¡Al contrario! Bueno…, yo… -Pasó un dedo por los labios de María-: Un día iré a verte… Digo tonterías, ¿verdad? Pero me gustaría…

Se le sonrojaron las mejillas cuando cubrió con su mano la palma de María y la obligó a cerrar la mano con una bolsa dentro.

– Tómalo y escóndelo. Podría servirte en tu nuevo estado. Es un poco de lo que he ganado contigo. Que Cristo te proteja, palomita. Qué pena que seas…, en fin, lo que eres… Te…

La miró con cara de perro apaleado, le dio la espalda y se dirigió al comprador.

– Cuídala, compadre, tu cliente no se arrepentirá de esta adquisición -le dijo con voz aún emocionada.

– Toma, muchacha, cúbrete -ordenó el intermediario sin responder al cazador de esclavos, algo ofuscado por su falta de pudor y exceso de familiaridad.

Con la mano cerrada todavía alrededor de la bolsa, María tomó la capa y empezó a cubrirse, turbada aún por el extraño comportamiento de Bartolomé. Aquel que ahora actuaba como un hermano mayor protector, que había asesinado a su padre y a su tía, que la había tratado peor que a una inmundicia, no solo acababa de ofrecerle dinero, sino que -¡María lo habría jurado!- ¡había estado a punto de soltar un «Te quiero»!

Un escalofrío de asco le recorrió la espalda al recordar sus besos y el escupitajo de su verga agonizando tantas veces entre sus nalgas. Sintió el raro deseo de lanzar la bolsa bien lejos y estallar en carcajadas hasta que su cabeza explotara y dejara de destilar la más mínima semilla de pensamiento.

– Un día te mataré… -dijo.

No gritó. Se contuvo. Pero la brusca oleada de odio le dolió tanto como si le hubieran clavado un cuchillo en el pecho.

Se puso la capucha, se llevó las manos a los ojos para frenar las lágrimas y las apartó rápidamente a causa del olor a fiera salvaje de la bolsita de cuero.

– Querido padre, ¿es esto la vida? -suspiró, desgarrada por la tristeza.

– Camina y deja de hablar entre dientes -dijo el comprador, del mal humor-. Tenemos que encontrar un cochero antes de que nos sorprenda la lluvia.

María inspiró dos o tres veces por la nariz y se secó las lágrimas con el dorso de la mano. El hombre caminaba delante de ella; de vez en cuando se giraba para comprobar que lo seguía. Se sentía despechada. Cubrió el labio superior con el labio inferior y, bajo la intimidad de la capucha, hizo la mueca más fea posible.

– Puaj. ¿Es esto ser mujer, tía Lucía? -susurró.

5

Un ama de llaves (así se presentó ella) la recibió refunfuñando.

– ¡Así que tú eres el nuevo capricho de don Miguel! ¿Y con qué vamos a alimentarte? Malgastar tanto dinero por una esclava con unos pechos tan pequeños…, aparentemente para disponer a tiempo completo de una modelo que también le sirva de criada… ¡Si ni siquiera tiene encargos y ya no me da ni la paga! ¡No es que en Sevilla falten «criaturas» para jugar a las modelos y… para todo lo demás!

Repasó de arriba abajo a la muchacha envuelta en la capa manchada de barro; tiritaba y hacía esfuerzos por no llorar. La casa, espaciosa, bastante sombría, un tanto descuidada, olía a potaje y a un extraño olor áspero que arañaba la garganta. La mujer, de aire severo y rasgos angulosos, tan fea que María ni siquiera pudo adivinar su edad, suspiró con resignación y enfado. Se encogió de hombros y condujo a la recién llegada a una habitación de la primera planta. Viendo la mirada de asombro de la muchacha ante las dimensiones de la habitación y la presencia de dos camas, gritó:

– Te confundes, ¡no vas a dormir en la misma habitación que el señor! No tendrás ese honor, ni siquiera con ese lozano trasero que exhibes sin pudor bajo la capa. Esta era la habitación de sus dos gemelas. Contiene todo lo que les pertenecía… No queda ningún otro lugar libre en la casa, aparte del antiguo establo y una cochera. Pero el señor ha pedido que se te trate bien. Al parecer, le has costado bastante cara. Así pues, escoge el vestido que te guste del baúl y corre a lavarte. Abajo hay un barreño esperándote…

María permaneció inmóvil, boquiabierta, abrazando la capa alrededor de su cuerpo.

La mujer entrecerró los ojos, irritada.

– ¿En qué piensas? ¿En las dos señoritas? Estate tranquila, no volverán. Están muertas… Tenían más o menos tu edad cuando se las llevó la peste… Y su madre se fue al día siguiente a su país. ¡Una italiana pérfida! ¡Como si una cortesana italiana pudiera ser una buena madre!

El ama gesticuló ante el rostro horrorizado de la esclava.

– ¿Es por la palabra «peste»? Los vestidos de las gemelas están limpios, al menos los más antiguos… En fin, supongo… Además, ya han pasado dos largos años, y la casa fue purificada por el cura y por un lavado con esencia de abedul… De todas formas, no puedo ofrecerte nada más.

Emitió un chasquido con la lengua, como si estuviera de buen humor.

– Habrá que creer que el Señor ama con pasión a su grey de Sevilla. De vez en cuando nos llama al cielo a puñados: un terremoto, una inundación, la peste, la hambruna… -Y girando sobre sus talones preguntó-: ¿Cómo te llamas, pequeña?

– María.

– ¡Ese es un nombre cristiano! Y tú no lo eres, que yo sepa.

– Sí, soy cristiana y…

Con la mano en el pasamanos de la escalera, el ama la cortó en un tono sorprendentemente duro.

– ¡Basta! No discutas conmigo. Por lo que a mí respecta, no eres más que una enemiga de la verdadera fe. Y la prueba de ello es que no eres libre. Así que no intentes engatusarme con tu hipocresía. Tu palmito quizá surta efecto en un viudo que ha perdido el juicio, pero no conmigo. Todo el mundo afirma que mentís siempre, tú y los de tu secta, y que un río de agua bendita no bastaría para purificar a uno solo de vosotros. Ahora, obedece. Tu dueño, don Miguel, quiere verte en su taller. ¡Cáusale buena impresión! Es un gran pintor, aunque haya perdido la cabeza. Respétale; si no, te las verás conmigo.