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Y con un timbre más agudo, añadió:

– Sí, un gran pintor, pero no ha tenido suerte. No te aproveches de él o lo pagarás caro -sentenció antes de bajar la escalera.

Estremecida por la violencia del mandato, María la siguió con la mirada. A mitad de la escalera, una repentina convulsión sacudió los hombros del ama de llaves. Parecía que esa mujer tan fea intentara no sollozar.

– ¿Quién ha permitido que te pongas ese vestido? Te queda demasiado grande… ¿Es cosa del ama Ana? ¿Para evitar que tenga pensamientos libertinos?

Lo sacudió un principio de relincho, rápidamente interrumpido por un despreciativo «¡Está loca!». Vestido con una camisa blanca de cuello y mangas amplias manchadas de pintura, el hombre, de mediana edad, la señalaba con el índice mientras la examinaba escandalizado.

– Eso significa que has entrado en la habitación de las niñas.

Iba descalzo, tenía el rostro lleno de arrugas y barba de varios días. El taller, que daba a un pequeño jardín, parecía un almacén de telas, botes de colores, paneles de madera y herramientas diversas. De ahí procedía ese fuerte olor que se superponía a cualquier otro en la casa.

– ¡Respóndeme! ¿Dominas el castellano?

María asintió con la cabeza, incapaz de separar los dientes, esforzándose por controlar el innoble temblor de las piernas. La cara del adulto se relajó un poco.

– Bueno, por un momento temí que fueras muda y boba -ironizó don Miguel. Pero la ira volvió y la nuez se le movía en todos los sentidos-. ¡No vuelvas a tocar esos vestidos nunca más! ¿Lo has entendido? Son sagrados… Eran… Bueno, hoy no vamos a hablar más de ello.

Apretó los puños y los golpeó ante sí para indicar que iba a cambiar de tema. Le brillaron los ojos.

– Llegaste mugrienta y eso no jugaba a tu favor. Por un instante llegué a pensar que mi comprador había abusado de mi ignorancia en materia de esclavos. Ahora lo veremos. ¡Desnúdate! -Tuvo que repetir la orden-: Quítate ese vestido ridículo y colócate aquí. ¡Vamos, vamos, deprisa!

– Querido padre -murmuró-, todo va a volver a empezar. Protégeme… -La muchacha obedeció; los dientes le castañeteaban, sentía náuseas.

Colocándose el vestido que se había quitado como un ridículo escudo contra el bajo vientre, suplicó sin darse cuenta de que hablaba en granadino:

– Por el amor de Dios, no…, ¡eso no!

El hombre le arrancó el vestido y lo lanzó al suelo sin prestar atención a las protestas de la muchacha. Con el ceño fruncido, contempló a María mientras emitía algunos «hum» cuyo tono pasaba de la duda a la satisfacción y de nuevo a la duda.

– Ponte derecha… Los hombros, así… Separa las manos. Sí, eso es. El vientre, quiero verlo todo. Sí, también la flor. No te olvides de que te he comprado entera, toda, también eso… Sobre todo eso… No temas, no te voy a pegar, ni… ni…

Le colocó la mano sobre el hombro, hizo amago de rozarle un pecho pero dejó la mano en el aire ante la retirada de la muchacha. El hombre sonrió arteramente, como si sopesara la idea de una cópula brutal sobre el suelo helado. Después, la chispa viciosa de sus pupilas se apagó y fue sustituida por una expresión a la vez meditativa y preocupada.

– Tranquilízate, boba, no te he comprado por vicio. Pero tengo que asegurarme de que no haya hecho un mal negocio. Invertí en ti mis últimos ahorros. -Una carcajada sin alegría le deformó la boca-. Mejor dicho, los ahorros de la arpía de al lado. -Alisó los cabellos húmedos de su esclava-. Tendrás que peinarte de otra forma… Eres bonita…, muy bonita, desde luego, pero eso en pintura no basta. Estás un poco delgada, se te ven las costillas. También eres algo joven. ¿Has posado alguna vez? No, claro. Vosotros, los mahometanos, aborrecéis las representaciones humanas. Siéntate en esa butaca, junto a la ventana.

María, completamente desnuda, con la piel erizada por el frío y la vergüenza, se dirigió de puntillas hacia el lugar indicado mientras lanzaba una mirada asustada al hombre, que seguía murmurando. Fuera, el jardín se hallaba en el mismo estado de dejadez que el interior de la casa.

– Bien… Inclínate un poco… como si estuvieras soñando… No, así no, pareces una pánfila, un poco más hacia la luz. Me gusta el color de tu piel. El sol te ha madurado suavemente… Sí, el sol… Él es el auténtico maestro de nuestro arte… No te laves demasiado, ¿me oyes?, acabarías desgastándote la piel… No te muevas… Ah, Señor, aquí está: la silueta que estaba buscando desde… desde… -Lanzó una larga espiración, visiblemente atrapado en tristes recuerdos.

Con los oídos aún llenos de la palabrería del pintor, la muchacha lo vio coger una pluma de oca, soltar una injuria y lamentarse de que a su edad aún tuviera que preparar él mismo los utensilios. Rebuscó en un armario, extrajo una hoja de papel y se sentó a una mesa.

– ¿Dónde está la tinta? ¿Dónde está la tinta? Maldita Ana… Podría haber ordenado un poco este caos… Aquí está. -Lanzó una mirada escrutadora a su modelo antes de sumergir la pluma en el tintero-. ¡A Dios gracias! -murmuró al tiempo que sacudía la pluma encima del tintero.

Prisionera de su postura, e impresionada por el tono de plegaria del pintor, María apenas podía respirar.

– Que me crucifiquen en el Gólgota… -Dibujó dos o tres trazos y después se detuvo-, pero muestras tu… naturaleza con tan maravillosa impudicia, que se diría que vienes del paraíso. Escúchame con atención, mujer.

María tembló. Aunque la voz del pintor aún destilaba deseo, había incorporado una emoción insólita, solemne y quizá menos anunciadora de peligros.

– Dios, al crearte tan hermosa, te ha honrado a pesar de tu raza. Sé digna de tu hermosura. No olvides nunca este don del cielo.

El insulto estalló en su cabeza pero, no pudiendo atravesar sus labios, retrocedió hasta su propio cerebro como una bofetada sangrante: «Despreciable carroña, o sea que según tú Dios me ha honrado… ¿Y cómo? ¿Matando a mi padre, a mi madre y a mi tía? Entonces, ¡merecías la muerte de tus sucias hijas!».

María extendió el cuello para evitar ahogarse en la bola de llanto que se le acumulaba en la garganta.

Así empezó el primer día de la joven María en la casa de don Miquel, constantemente acuciado por sus sentidos e indudablemente casto en cuanto se entregaba a su arte. Varias horas de exposición y muchos borradores después, con el cuerpo anquilosado, muerta de hambre y de frío, María recibió permiso para abandonar el taller. Don Miguel prácticamente no le había dirigido la palabra, excepto para ordenarle que corrigiera tal o tal expresión. En cambio, se dejaba llevar por desenfrenados soliloquios cuando un detalle de sus esbozos le disgustaba…, algo que sucedía a menudo.

– Mano mía, dedos míos, rebaño de mulas viciosas, ¿recuperaréis la agilidad de antaño? ¡Obedeced a mi ojo y a mi alma, u os cortaré sin pesar! ¿O acaso creéis que la pintura no es más que la baba de un niño de pecho vertida en el papel?