Al romperse un carboncillo, lanzó una blasfemia tan violenta que a María casi se le escapó la risa a pesar del insoportable dolor causado por su inmovilidad. Poco después, ocupada como estaba intentando encontrar el equilibrio entre los frecuentes calambres que atormentaban sus músculos, dejó de pensar en su desnudez. De vez en cuando, sin embargo, cuando inclinaba la cabeza, descubría con sorpresa su pubis y, sobre todo, el nacimiento de la vagina, ofrecida increíblemente a la intensa concentración del hombre inclinado sobre sus papeles.
A María ese órgano le parecía más bien ridículo con esa curiosa abertura, decorada en ambos costados por pétalos de piel arrugada. Las vacas lo tenían más grande y no por eso los pastores caían rendidos a sus pies; en cuanto a los toros, los primeros interesados en ese espectáculo, no dedicaban el tiempo a mirar el trasero de las hembras simulando dibujarlas. Además, ¿para qué servía ese segundo ombligo, incómodamente situado entre las piernas y que no daba más que problemas: fuente de orín y de sangre impura que lo ensuciaba todo con cada luna? No era como para perder la razón, como le ocurría a ese sevillano lunático que doblaba en edad a su padre, y menos si se pensaba en la proximidad de otro orificio aún más indecoroso y apestoso…
Se sobresaltó ante la incongruencia de esas reflexiones que la conducían insidiosamente a la risa nerviosa…, algo peligroso, dada la imprevisibilidad de su nuevo dueño. Confundida por su propia frivolidad, con las lágrimas a punto de asomar, apretó los muslos, pero el pintor la conminó de inmediato a recuperar la postura precedente.
«Cuánta razón tenías, tía. Los hombres solo desean adueñarse de lo que tú llamabas "la infeliz fruta de las mujeres".» Un espasmo de pena salvaje la sacudió como cada vez que volvían a ella las imágenes de sus familiares.
Para alejar de sí esos pensamientos y el hambre, se distrajo mirando con el rabillo del ojo los cuadros amontonados, colocados unos contra otros a lo largo de las paredes del fondo. Había retratos, escenas de interior…, pero ni un solo desnudo. («¿Solo las esclavas se desnudan ante un pintor?», se preguntó.) Observó que había conchas de ostras que servían de recipiente con pintura seca, había polvo por todas partes y hasta telarañas en la mayoría de los montones de cuadros. María dedujo que hacía mucho tiempo que nadie entraba en el taller y esa conclusión le desagradó sin saber por qué. («Por lo menos, ¿sabrá pintar este loco?») Y se preguntó si habría realizado retratos de las dos gemelas apestadas y de su esposa. En dos o tres ocasiones percibió la presencia del ama tras la puerta del taller.
Al final de la sesión, la muchacha, acuciada por una necesidad natural, se apresuró a vestirse cuando don Miguel gruñó:
– No olvides mi advertencia sobre la forma de vestir. Hablaré de ello con Ana. Ahora ve a ayudarla a preparar la cena.
María se detuvo en el umbral para lanzar una mirada a los esbozos, pero el pintor, con la pluma en la mano y una nueva mancha de tinta en la barbilla, no hizo caso del silencioso ruego de ver los dibujos.
– Por cierto, ¿cómo te llamas? -le preguntó con aire distraído mientras mordía la punta de la pluma.
– María.
– No te pregunto por tu apodo de esclava, sino por tu verdadero nombre. Me refiero a tu nombre de Berbería.
– Oh, no… solo tengo un nombre: María.
A pesar de la escasa luz del atardecer, creyó leer una profunda sorpresa en los ojos del pintor. Sintió que una oleada de estupidez le impregnaba el alma. ¿Por qué nunca conseguía comprender los pensamientos de los adultos y esas emociones idiotas que les embargaban? Tosió por los nervios y el miedo, y se encogió previendo el inevitable ataque de ira del hombre.
– ¡Eso no puede ser! -reaccionó como si le hubieran pinchado con una aguja. La observó con hostilidad y con el brazo medio levantado añadió-: ¡No te atrevas a reírte de mí, mocosa! ¿Sabes cuáles son tus deberes para con tu señor, verdad? ¡La verdad, siempre la verdad, o lo pagarás caro! No me gustan las bromas. No dudaría en azotarte y hasta devolverte al mercado de esclavos, ¿sabes? ¿Cómo te llamas de verdad?
– María.
– Eres mora, hija de moros…
Pero don Miguel ya no se dirigía a ella. Se había levantado, esparciendo por el suelo las hojas con los dibujos, y apenas podía contener su exaltación.
– Es una señal, es una señal… -Y rascándose la cabeza con ambas manos, añadió-: Espera, una pregunta más: ¿eres…? ¿De verdad eres…? ¿Nadie te ha tocado? ¿El delicado tesoro que guardas entre las piernas está intacto? ¿De verdad? Entiéndelo, le insistí mucho al respecto a mi comprador…
La muchacha, helada, bajó la mirada. Se humedeció los labios y le pareció que tenían la consistencia del cuero agrietado.
– Nadie.
– ¿Lo juras?
– Lo juro.
El pintor observó los movimientos de su rostro, intentando hallar indicios de la mentira.
– Bien. Supongo que tengo que creerte… -dijo por fin-. Es tan importante… -Con un gesto de la cabeza despidió a la muchacha; su voz recuperó su firmeza-: ¡Vete, déjame solo! Tengo que pensar. Tengo grandes proyectos en la cabeza. Y tal vez tú formes parte de ellos… ¡si tienes suerte!
6
María lloró mucho y rió -con el corazón desgarrado- casi tanto en la curiosa residencia de don Miguel Ribera, o más bien de doña Ana. María descubrió a partir de las discusiones a las que a veces se abandonaban, que el ama de llaves le había prestado en varias ocasiones sumas considerables de dinero a su dueño. Cuando la esposa del pintor huyó de Sevilla después de que la peste se llevara a sus hijas, él salió en su busca. Durante dos años erró como un loco por Italia, enfermo de dolor y de celos, y regresó con las manos vacías, amargado, sin un real y sin haber practicado su arte.
En ese tiempo, el padre y la madre de Ana habían muerto ahogados, arrastrados por una crecida del Guadalquivir. Cuando Ana cumplió veinticinco años, sus padres, campesinos codiciosos, viendo que no conseguían casarla, decidieron que sería sirvienta en las casas de nobles sevillanos. Su extraordinaria fealdad desanimaba incluso a los pretendientes más ávidos. Para no tener que mantener una boca inútil, su padre la puso al servicio de don Miguel justo después de que este se hubiera desposado con la italiana. De inmediato, la campesina se enamoró locamente del pintor y alimentó durante quince años un odio feroz contra su esposa.
A pesar de que la herencia la había hecho rica, la criada decidió quedarse en la casa durante la larga ausencia de don Miguel. Cuando regresó de su periplo, el pintor se acomodó a ella sin dificultad, sobre todo porque ya no le reclamaba la paga, que, por otra parte, le hubiera sido imposible abonar. La única diferencia era que ella ya no se consideraba una criada, sino más bien una especie de ama de llaves o, mejor aún, una «amiga de la familia», un estado provisional que le parecía más adecuado a sus ahorros, y que soñaba con transformar en el de respetable esposa de un notable de Sevilla.