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¡Pero el pintor había dejado de ser notable! Había perdido a la clientela que tenía antes de la epidemia de peste, vivía acribillado de deudas, y se resignó a vivir a costa de su criada. Enamorada pero no estúpida, Ana exigió hipotecar la casa y todo su contenido en su beneficio a cambio de cubrir las deudas del pintor.

María no tardó en deducir que ella misma pertenecía a la «amiga de la familia». Ana adelantó el dinero para comprarla, pues el pintor no dejaba de quejarse de que con tales y tales rasgos no podría realizar el grandioso cuadro que había concebido en Italia y que, según decía, le daría gloria y riqueza. Amenazó con regresar a Florencia si no le ayudaba a comprar una joven esclava que le sirviera para ejecutar los primeros esbozos. Había perdido algo de destreza y era necesario recurrir a largas sesiones de exposición, afirmaba, hasta que recuperara por completo su arte y pudiera emprender su obra maestra.

– He tenido el placer y la desgracia de ver las obras de Buonarroti y su divina Capilla y, desde entonces, no consigo dormir. ¿Qué pintor se atrevería a vivir después de eso? Tú no sabes quién es Buonarroti y no has tenido esa suerte. Me pregunto si Dios en persona podría superarlo -repetía, unas veces realmente abrumado y otras simulando sin vergüenza que se disponía a marcharse.

Al principio, doña Ana se negó rotundamente. En un momento de ingenuidad extrema se propuso como modelo, a lo que él reaccionó con una mueca cruel. Intentó convencerlo de que comprara la esclava más «oscura» posible, negra como el carbón. Como no consideraba a los negros auténticos seres humanos, suponía que habría tenido el valor de cerrar los ojos ante la presencia de una hembra de las tierras de África y de los eventuales desbordamientos carnales que podrían producirse en su casa. Ama Ana no ignoraba que don Miguel pasaba la mayoría de las noches en los burdeles de Sevilla. De hecho, María la oyó varias veces al alba, cuando el pintor volvía, reprocharle que apestaba a «criaturas». (No decía «ramera», sino «criatura».)

Así fue como llamó a María la noche siguiente a su primera sesión como modelo. Irrumpió en la habitación impulsada por el resentimiento y los celos.

– Desvergonzada. Te has lavado demasiado para ser una muchacha honesta y te has desnudado en el taller con mucha naturalidad. No lo niegues. Te he vigilado mientras te exponías. ¿Acaso eres una… criatura? Jamás permitiré que… ¡Esta es una casa respetable!

La muchacha quedó impávida. La mujer le alzó brutalmente el mentón.

– ¿Has ganado dinero con…? ¡No me mientas!

Con la cara roja de desprecio, la mujer señalaba el bajo vientre de la muchacha. La referencia era tan grosera que María parpadeó, abrió la boca como un pez que se ahoga fuera del agua y, para terminar, rompió en sollozos. Entre una cascada de lágrimas incesantes consiguió pronunciar:

– Hace… hace solo una semana… mi padre… mi tía… yo tenía… Y ahora… ama Ana… me los han matado… mi padre… mi tía… degollado… Cuánto los quería… Yo nunca… nunca… Perdón, perdón, ama Ana… Yo nunca he… mi padre…

Cuanto más intentaba reprimir los sollozos que le sacudían el cuerpo, más aumentaban de intensidad.

Ana, desarmada, se enfadó aún más:

– ¡Basta! ¡Basta! ¡Una esclava no debe afligirse! ¡Para! Esto no se hace…

El ama de llaves, incómoda, había esbozado un paso adelante y levantado el brazo como si quisiera golpearla, pero suavizó bruscamente el gesto, le acercó la mano a la frente, y si María no hubiera levantado la mirada en ese momento, quizá la hubiera llevado a su pelo en un movimiento involuntario de consuelo.

La joven percibió la chispa de piedad en la mirada del ama de llaves antes de que recuperara de nuevo su agria expresión.

– No quiero que llores más en esta casa o lo pagarás caro, ¿entendido? -ordenó con voz ronca-. Todas esas lágrimas y mocos son asquerosos. No te equivoques, niña, tendrás que acostumbrarte rápidamente a tu nuevo estado. Si fuera menester, te azotaría en cuanto te dejaras llevar por semejantes desenfrenos. Ahora vístete y baja. Te necesito.

María, desconcertada por el comportamiento de la mujer, asintió y se tragó las lágrimas.

– ¡Diantre! ¡Cuando lloras, sueltas tantas lágrimas que parece que orines por los ojos! -se burló Ana desde la puerta.

María, horrorizada, se pasó un dedo por la mejilla húmeda y luego bajo la nariz. Ese reflejo estúpido arrancó un principio de sonrisa en la amargada criada.

– ¿Cómo puedes ser tan mema? -murmuró.

Su mirada se encontró con la de la joven y abandonó precipitadamente la habitación, apretando las mandíbulas, esforzándose por conservar la seriedad ante la esclava, pero a media escalera acabó por soltar un extraño sonido.

Esa risa desconcertó a María: demasiado joven, demasiado vivaracha, totalmente opuesta a la fealdad del personaje. Con el oído lleno de la alegría de esa risa, la joven no sabía qué pensar, la contrariaba esa disonancia: una persona tan poco agraciada ¿no debía tener una risa acorde?

«Sin duda esa cabra vieja tiene razón -se dijo emergiendo de la bruma de pesar que le envolvía la cabeza y el cuerpo-. Eres tan boba y lloras con tanta facilidad que debes de tener un lago de orín en lugar de cerebro.»

Y lentamente una mueca de enfado se adueñó de sus labios, se transformó en una risa loca y finalmente rompió en llanto.

Las primeras semanas al servicio de esa curiosa pareja pasaron con menos dificultad de la temida. Aunque el ama Ana recurría a menudo a la amenaza de corregirla, jamás le levantó la mano. María aprendió a prever enseguida los días buenos y los malos de la criada-señora.

Los días malos, los más frecuentes, correspondían al día siguiente de las salidas nocturnas del pintor, cuando este llegaba a casa al alba. Ana tenía entonces un humor de perros y a veces lo manifestaba con violentos ataques de cólera contra María al menor pretexto: una habitación que le parecía mal barrida, una sopa insípida, una mirada extrañada que a ella le parecía de una insolencia insoportable… Entonces abrumaba a la muchacha con invectivas sobre la pereza de su pueblo de infieles y sobre la perversidad de su religión escondida. Esos días, el ama Ana, con una cara a medio camino entre el hurón y el mico, parecía aún más fea, si eso era posible; y esos días el odio carcomía el corazón de María.

Los días «buenos» empezaban a mitad de la noche con el chirrido furtivo de una puerta abierta -la de la habitación de Ana-, el crujido de la escalera bajo el peso de la mujer, un segundo chirrido -el de la puerta de la habitación de don Miguel-, y unos susurros, a veces como estallidos de una pelea ahogada, por lo general seguidos de ruidos confusos por retozos aderezados con grititos semejantes a los de un ratón.