Escondida tras la puerta entreabierta, María no resistía la tentación de espiar a su dueña avanzando torpemente en la oscuridad, los brazos cargados con sendas botellas de vino y un plato de comida. Impaciente por la emoción, la mujer solía chocar con la misma esquina de un mueble y maldecía entre dientes. A continuación, llamaba a la puerta de don Miguel, primero con suavidad. Si tardaba en abrir, porque simulaba estar dormido, ella insistía y terminaba amenazándole, mezclando súplicas y chantajes sobre sus deudas. La adolescente comprendió pronto que el pintor accedía reticente a las «solicitudes» agobiantes del ama y que solo después de haberse emborrachado copiosamente se resignaba a su deber casi conyugal. María intentaba volver a dormir, incómoda por la sordidez que imaginaba en el apareamiento carnal de esos dos seres.
Durante parte del día siguiente, Ana mostraba una alegría contenida, su cara reflejaba una especie de beatitud incomprensible a los ojos de María, pues había tenido que pagar su placer con humillación, súplicas y tintorro. Su cara parecía clamar contra toda lógica: «Hoy ha sido distinto, don Miguel ha sentido algo por mí a pesar de que se empeñe en ocultarlo. ¡Cualquier día me pedirá que me case con él!».
Cuando estaba de buen humor, el ama de llaves parecía morirse de ganas de confiarse a su joven esclava, pero no sabiendo cómo hacerlo, la obsequiaba con una amabilidad inesperada, la liberaba de alguna tarea y le ofrecía alguna moneda para que se comprase fruta o dulces. María corría entonces hacia la plaza de la catedral, encantada con su suerte y una pizca disgustada por el olor a esperma que emanaba el cuerpo de ama Ana, que le recordaba demasiado la porquería con la que la cubría Bartolomé: «Ve a lavarte, sucia babosa, y aprovecha para purgarte las ideas, necia. Si hubieras tenido la suerte de conocer a mi tía, te habría abierto los ojos: ¡ese depravado de don Miguel jamás te tomará por esposa!».
La alegría de ama Ana disminuía a medida que avanzaba la mañana y se esfumaba cuando el pintor se despertaba, hacia el mediodía. Con muy mal humor y los ojos rojos por la cogorza nocturna, decía que se iba a tomar el aire. Por la tarde el ama se abandonaba a una melancolía cada vez más amarga. Cuando la oscuridad volvía no había duda de que don Miguel se había quedado en alguno de los burdeles que frecuentaba. Rígida por la amargura, la mujer se sumergía en una larga oración ante el crucifijo. Con un gesto de la cabeza obligaba a María a imitarla:
– Aunque no creas en Nuestro Señor Jesucristo, de eso estoy segura, reza. La fe te vendrá con la costumbre. De todas formas, seguro que tienes algo de lo que arrepentirte. Todos nos arrepentimos de algo.
Las horas de exposición continuaban siendo pesadas y, sobre todo, muy incómodas. Pero podían pasar varios días sin que don Miguel ordenara a María que posara. Debido a la presión de doña Ana, tuvo que resignarse a que llevara los vestidos de sus hijas. El ama de llaves juró a gritos que no malgastaría ni un maravedí oxidado en una esclava cuando en la casa había un baúl repleto de vestidos para una chica de su edad. En realidad, doña Ana maquinó que vestir a la esclava con la ropa de las gemelas protegería a la recién llegada de la concupiscencia del pintor: el recuerdo de las difuntas, reavivado por la presencia de la modelo, conferiría a los ardores del padre un carácter incestuoso y disuasivo.
Al día siguiente de la primera sesión como modelo, María oyó que doña Ana amenazaba a don Miguel con expulsarle de la casa si se permitía «ciertas cosas» con la esclava. Borracha de celos, había jurado que preferiría renunciar a él antes que descubrir que había usado el dinero que ella le había adelantado para mantener a una meretriz a domicilio.
– No toques jamás a esa criatura, ni siquiera con la yema de los dedos, ni siquiera con el pretexto de la pintura, o juro por la Santa Madre de Dios que no volverás a poner los pies en esta casa.
María estuvo a punto de dejar caer el cubo con la colada que llevaba en los brazos cuando el ama irrumpió en la cocina y la agarró con violencia por el hombro.
– Escucha bien, desvergonzada: cuando él te pida que te desnudes en el taller, quiero que te pongas la mano ahí. -Puso la mano sobre el propio pubis y, con los ojos casi cerrados por la furia, sacudió a la muchacha-. Como si fueras una cristiana honesta, ¿lo has entendido? ¡Y no te menees delante de él! ¿Has oído hablar de la Mancebía, el barrio de las putas de Sevilla? Pues bien, como te falte el pudor, morisca, ese mismo día serás vendida como diversión para los soldados. ¿Que nuestro gran maestro quiere pintar su gran cuadro? ¡Pues que lo pinte, pero sin deshonrar esta casa! Además, si sucediera algo, os denunciaría sin dudarlo al Santo Oficio. No creo que pareciera bien que un cristiano de esta ciudad pinte a frescas como tú que exhiben sus vergüenzas sin pudor.
María supo enseguida cómo distinguir a los dos don Miguel. El primero, concupiscente, ocioso, juerguista y mantenido, la miraba desnudarse con los ojos medio cerrados y una torva sonrisa sucia. Evitaba tocarla porque la desconfiada doña Ana jamás andaba lejos, pero la mirada perversa del sevillano revelaba que hacía bien en no alejarse. El segundo, el pintor dedicado a su trabajo, sustituía al vejete libertino en cuanto se hacía con un carboncillo o un pincel.
Si los días de exposición eran agotadores para María, también lo eran para el segundo don Miguel. Empezaban al alba y podían acabar por la noche, muy tarde, a la luz de un farol con espejos reflectores. Tras una sesión, María no regresaba al taller en dos o tres días, tiempo que don Miguel dedicaba a estudiar con una especie de frenesí su nueva colección de croquis y esbozos sobre papel, pergamino o madera.
Su desconfianza le obligaba a cerrar con llave las puertas de la casa y del taller antes de iniciar una sesión. Hacía mostrarse a María desnuda o vestida, tocada o descubierta, buscando como a tientas algo que no llegaba a definirse. Le pedía que adoptara un aire meditativo, cambiaba de opinión una hora después y le exigía, en tono preocupado, una postura lasciva o de oración.
– ¿Eso es… la sonrisa…? No, no es eso… Pero ¿por qué nunca doy con ello? Dios mío, ayúdame. Su virginidad tiene que verse, lo sabes, ¿o acaso no quieres? Tu mano no ampara la mía, te niegas… ¿Estás celoso? ¿Eres enemigo de mi pintura? Entonces, ¿por qué has favorecido a los demás, a esos bastardos italianos, vanidosos y sodomitas?
María vivía con auténtica desesperación esos soliloquios blasfemos. En esos momentos, muerta de curiosidad, hubiera dado algo para que él le contara la naturaleza de su fracaso. A pesar de la prohibición formal del maestro, había conseguido echar alguna ojeada a los numerosos dibujos. A fuerza de insistir, don Miguel había conseguido una perfecta maestría de la geografía de su cuerpo y su cara. Para cerciorarse, María se miraba largamente en el único espejo de la casa. Mortificada, se resignaba a admitir que algunos esbozos rápidos incluso podían ser, de una forma que ella no se explicaba, más «parecidos» que su propio reflejo.
– Este hijo de perra es un mago -murmuró santiguándose, antes de corregirse el gesto por la invocación de la unicidad del otro Dios, el de su tía y su padre.
Pero lo que la hacía sentirse realmente incómoda y le provocaba un temor supersticioso eran esas insólitas expresiones con las que adornaba su cara en los esbozos, sobre todo en los más recientes, donde aparecía desnuda, con el sexo dibujado con una precisión de lo más chocante, en posturas de devoción inesperadas, de rodillas, con la cabeza alzada, ¡como si clamara al cielo!