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No, la muchacha no reconocía como suya ni esa (¡no había otras palabras!) «lubricidad» grave en la mirada, ni esa arruga de éxtasis en las comisuras de los labios, ni mucho menos esa expresión de oración exaltada que a veces sucedía a una tristeza resignada que le helaba el corazón. Se diría que el pintor la había obligado a sentir, a su pesar, el deleite de la obra carnal, y luego a arrepentirse de inmediato como de una fechoría peor aún que todo lo que le había pasado hasta ese día. ¿Cómo podía ella haber expresado semejante turbación, ella que solo conocía de ese acto la bestialidad de Bartolomé o el deseo depravado -que le hacía vomitar de asco la cena- del pintor cuando no dibujaba?

«¿Soy realmente así? ¿Ve en mi rostro tan innobles movimientos del alma, o lo corrompe plasmando en él su experiencia de los placeres vividos con mujeres de mala vida? ¿Mostraré un día la misma expresión que esa… esa…?» («Que tú, jovencita, que tú, ya lo ves, a menos que no tengas ojos en las cuencas», le coreaba la voz de su tía desde el fondo de su cabeza).

Uno de los esbozos la incomodaba más que los demás: la joven (ella) aparecía representada ligeramente de perfil, con las manos unidas en cáliz, dirigiéndose a Dios mientras contempla a un invisible auditorio. La parte de arriba del cuerpo aparecía cubierta con un vestido oscuro, pero una mano enorme suspendida en el aire levantaba la parte baja del vestido hasta la cintura, dejando a la vista el trasero de la mujer y el surco entre las dos nalgas. Esta parte del cuerpo estaba dibujada con gran minuciosidad y permitía adivinar, si uno se inclinaba lo suficiente sobre el papel, la mata de vello, ausente sin embargo en la modelo, que el dibujante había añadido en la entrepierna. Una cruz y un altar dibujados con urgencia quedaban en segundo plano. El violento contraste entre la cara purificada por el fervor devoto y la redondez perfecta del trasero, ostentosamente ofrecido a la concupiscencia del hombre invisible que levantaba el vestido, le resultaba insoportable: parecía al mismo tiempo una imagen piadosa y el principio de una violación.

– ¡No, don Cerdo, don Excremento, don Rata apestosa! -proclamó en algarabía-. Vete al infierno, al nuestro o al vuestro. ¡Vete a los dos, por una vez se pondrán de acuerdo para grabar tu propia esfinge con dos horcas de fuego plantadas en tu fétido culo!

Sentía náuseas, era incapaz de librarse de la sensación de deshonra que le inspiraba la contemplación de esos dibujos y de la sorpresa de que unos simples trazos sobre una hoja le suscitaran semejante desazón.

– Un mago, sí, ¡pero de la indecencia!

Intentó tapar el dibujo con las manos. Tenía la garganta seca de pánico y la mirada fija en la de la chica del dibujo, tan recogida y, sin embargo, tan obscena.

«¡Yo no soy como ella! Tuve una madre, tuve un padre, y los quería. Y ellos también; fuera cual fuese el nombre que me dieron, me amaban -protestó para sí-. No soy esa ramera, no soy esa chica de mala vida, ¡eso está claro!»

7

María era una esclava, pero todas las mañanas, cuando se despertaba y vaciaba por la ventana el orinal, durante un instante brevísimo, pero terrible, tomaba conciencia de ello. En una serie de etapas cada vez más dolorosas, su conciencia pasaba de la incredulidad al abatimiento. ¿Cómo era posible que perteneciera a alguien, como un caballo, una vaca o una silla? Pertenecer a alguien que tenía derecho a azotarla, venderla, abusar de ella, matarla, si esa era su voluntad…

Había pertenecido a su padre y a su tía, sí, pero en un sentido mucho más humano que, en el fondo, hacía de ella la auténtica propietaria de sus corazones, y eso con un coste infinito: hubieran sacrificado sus propias vidas sin sombra de duda para sacarla de su actual condición.

Se le cerró la garganta: sí, en efecto, habían sacrificado sus vidas, pero no habían conseguido evitarle la esclavitud… Y la pena, con el recuerdo de la muerte de aquellos a quienes tanto había amado, se lanzaba sobre ella como un halcón sobre una musaraña asustada, hundía las garras en sus pulmones hasta que no podía respirar y se hacía un ovillo sobre la cama para no gritar de desesperación. Era como si la rapaz agujereara su pecho con tantos agujeros como asesinatos había habido entre su gente, y como si la tarea de ese guardián del tormento fuera ampliar día tras día esos orificios de dolor para que la muchacha no olvidara jamás la enorme pérdida que había sufrido.

Lo más difícil era no estallar en sollozos. Ama Ana adivinaba de inmediato si la muchacha había llorado, lo que tenía el don de enfurecerla. Afirmaba que una criada y, más aún una esclava, no debía infligir a sus dueños el lamentable espectáculo de sus desórdenes internos.

Desde la primera noche en la casa del pintor, María soñaba con que se fugaba. Eran sueños deliciosos que pagaba con una cascada de amargura al despertar, pero eran tan necesarios que María terminó por aceptar el precio. Justo antes de dormirse, los provocaba evocando canciones que su tía le había enseñado. Llegó incluso a ser capaz de crear ese estado de ensoñación durante el día con solo cerrar los ojos y repetirse, hasta que le entraba la modorra, que dormía.

La muchacha, maravillada, se encontraba ante el viejo portalón de la residencia de sus dueños, y este, al contrario de lo que ocurría en realidad, se abría sin que los goznes chirriaran. Después, a lomos de un caballo aparecido como por arte de magia, huía al galope hacia Sevilla (ella, que no había montado a caballo en su vida), cruzaba el Guadalquivir y, sin perderse, atravesaba sierras desconocidas con la desenvoltura cómplice de los sueños. Rápidamente llegaba a sus queridas montañas de las Alpujarras y estrenaba una mañana de primavera, ni demasiado fría, ni demasiado calurosa, con su padre y su tía, charlando alegremente con el uno o abrazando con ternura al otro. En ese sueño estaba desnuda, pues se negaba a ponerse los vestidos de las hijas del pintor, pero nadie parecía sorprenderse. Sin embargo, tampoco en el sueño se dejaba engañar: el centro de su visión se coloreaba con una extraña luz de advertencia: «Hijita, no tardarán en llegar los…». Cuando sentía que se acercaba el final del sueño, un pánico denso y pegajoso se apoderaba de ella. Cuánto le hubiera gustado avisar a esos dos seres del peligro que les acechaba, de la llegada de esos monstruos que pronto les devorarían. Sin embargo, solo conseguía devolverles la sonrisa que ellos le ofrecían con insistencia. Su tía le ponía una mano en el hombro y le confesaba con una paciencia rara en ella: «Cálmate, hija de mi hermana, sabemos lo que quieres decirnos; a fuerza de esperarte hemos aprendido que ellos no tardarán en llegar… No es momento para la pena, mi Aisha adorada, no permitiremos que estropeen tu sueño… Una última sonrisa y vete, vete rápido, estrella de mi corazón. Nosotros nos hemos acostumbrado a lo que va a suceder, tú no…».

Y Aisha-María se despertaba sobresaltada, con el corazón en un puño y un suspiro de felicidad. El sueño había sido tan real, tan palpable… Su padre y su tía, mientras soñaba, no eran cadáveres podridos, sino seres vivos. Hubiera dado cualquier cosa por refugiarse para siempre en ese espantoso y magnífico sueño de la evasión.

Un día, doña Ana, que convertía su permanente desconfianza en intuición, la reprendió con más violencia que de costumbre. El ama volvía del mercado, donde había comprado anguilas.

– Tú, descarada, ¿qué significa esa cara de cementerio con la que nos obsequias mañana y noche? ¿En qué piensas en lugar de en trabajar? Siempre estás llorando. Ignoro qué maquinas en tu cabeza y qué imploras a tu pérfido Mahoma, pero sin duda no es demasiado honesto. Necesitas una buena lección. Sígueme, hoy en el mercado hay algo que te va a servir de lección.

Se dirigieron a la plaza de la catedral. Allí, en medio de la muchedumbre, se erguía un estrado donde un hombre golpeaba a otro con una especie de garrote. Otros cuatro hombres, con las manos atadas y, algunos, con pesadas cadenas en los pies, aguardaban su castigo.

– Es el día de la expiación de los malandrines. Los de hoy son malhechores de tres al cuarto -explicó como lamentándose-, solo habrá palo y látigo. Aun así, abre bien los ojos si no quieres terminar como ellos.

Los prisioneros llevaban un cartel atado al cuello. Doña Ana, aguzando la vista, hizo como si leyera antes de informarse discretamente entre los presentes.

– Ese ha robado a un tendero… y ese otro malandrín desplumó a sus padres. Hay que ver cuánto se roba en Sevilla… Y cuánto se mata. Pero no hemos venido para ver a estos canallas. Mira al fondo. Eso es lo que quería enseñarte. El hombre negro con las cadenas en los pies. Y el cartel… Es la segunda vez que intenta escapar… ¡Y ese hijo de Satán osó pegar a su amo!

De todo lo que sucedió a continuación, María solo conservó el recuerdo de los ojos aterrorizados del esclavo de piel oscura cuando, tras fustigarle, el verdugo le aplicó con cuidado una gruesa capa de manteca de cerdo sobre la espalda ensangrentada. El gesto le pareció extrañamente misericordioso, pues al esclavo negro no le habían dado más latigazos que a los otros condenados. Mientras duró su suplicio, el hombre, casi desnudo, mantuvo los ojos cerrados y no dejó escapar más que un sordo sonido de sufrimiento cuando el látigo le desgarraba la piel. El público, decepcionado por una reacción tan comedida, se dispersaba poco a poco. Cuando llegó el último golpe, María oyó que un espectador le decía con despecho al ama de llaves:

– Ya lo veis, estos simios son insensibles al dolor, ¿cómo podemos esperar que se arrepientan? Creedme, hay otros métodos…

Doña Ana lanzó entonces una extraña mirada, entre sarcástica y suspicaz, a la muchacha.

Un «¡Oh!» de interés se alzó de repente entre los asistentes. El verdugo había finalizado de ungir con grasa el cuerpo del negro y miraba alrededor, sin duda estaba a la espera de que le llevaran algo. Fue en ese momento cuando el esclavo, que había resistido con tanto coraje a los cincuenta latigazos, empezó a gritar con todas sus fuerzas sin que María pudiera imaginar la razón.

Abrió unos ojos llenos de terror infantil a pesar de que ya tenía las sienes plateadas. Sus pupilas negras, inmensas, bañadas en el blanco de sus ojos («leche veteada de sangre», pensó la muchacha) erraron por la primera línea de espectadores, cruzaron los ojos de María y decidieron anclarse a ellos.

«Pero ¿por qué gimes ahora? No me mires así, ¡no puedo hacer nada por ti! -le hubiera gustado gritarle-. ¿Qué más puedes temer? Lo peor ya ha pasado, ese animal incluso te ha curado.»

El público había regresado y un «¡Ah!» de impaciencia y gratitud acogió al ayudante del verdugo, que llegó con una antorcha encendida. El verdugo la cogió, la alzó solemnemente, se santiguó y, con un golpe seco, aplicó la punta de la antorcha en la espalda del negro, a quien cuatro custodios sujetaban de pies y manos para obligarle a que permaneciera de rodillas. El hombre aulló de dolor mientras su espalda estallaba en llamas. Gritaba hasta que le faltaba el aliento, entonces tosía y escupía, y volvía a su insoportable bramido.

María cerró los ojos por piedad; estaba a punto de vomitar.

– Abre bien los ojos y los oídos -la sacudió con rudeza doña Ana-, no te pierdas ni un segundo del espectáculo de expiación. Y si alguna vez se te pasa por la cabeza la idea de escapar, aléjala de ti cuanto puedas, como si te la insuflara tu peor enemiga. Porque, créeme, María, si te escapas, te castigaremos así y así terminará tu huida. Y si no sucumbes a las quemaduras, lo que quede de ti no será demasiado agradable.

Ante la brusca palidez de la muchacha y el temblor de sus labios, suavizó su discurso.

– No te arriesgues, pequeña morisca, ninguno de nosotros querría llegar a ese punto.