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– ¡Qué pena! ¡Una mujer tan hermosa!… -murmura alguien a mi lado en tono triste.

Su vecina le responde con aspereza al tiempo que le da un codazo:

– Cállate, idiota. ¡Podrían oírte! Si esa buscona está ahí con los demás es porque se lo merecía. Los nuestros saben bien lo que hacen con semejantes criaturas. Dicen que estaba tan embrujada que dormía con el Corán entre las piernas. Además, si Dios lo hubiera querido así, no habría ardido. ¿Has visto cómo se resistía la mala pécora?

– Supongo que tienes razón… -concede el hombre con voz ronca. Se acerca a la mujer y le susurra, travieso-: ¿Y tú, cómo te resistes, hermosa?

Intenta pasarle el brazo por la cintura.

La mujer se aparta con desgana y protesta en tono alegre:

– ¡Aquí no, estamos en público!

Me ahogo: un sollozo me obstruye la garganta, pero no puedo permitir que salga. Ha llovido y a la hoguera le ha costado prender. «Menos mal -murmura alguien-. Así la condenada tardará más tiempo en asarse.» Ahora el humo acre de la leña y el pelo quemado (¡es increíble: es el pelo de mi madre!) se ha adueñado del aire. Envuelta en volutas de humo, la mujer sigue viva, pues percibo sus innobles chillidos a pesar de los crujidos de la madera que estalla. Una ráfaga de viento barre el humo y revela a la ajusticiada. Sacudida por espasmos grotescos, estira el cuello para evitar la llama que le lame ya la base de los pechos. Bajo la mirada cuando el fuego le alcanza la mejilla derecha.

Sin embargo, me ha dado tiempo, a mi pesar, de ver arder su dulce rostro.

Ese rostro magnífico que me prometí dibujar durante todos los años que permanecí huido.

Mi madre. Mi corazón. Mi vida.

Habría dado mi vida por ella, pero al ver su carne medio carbonizada y aún temblorosa descubro que no habría sido capaz de reemplazarla. Y sin embargo, prometí a esa mujer que siempre la protegería. Con mi vida, le juré cuando era un mocoso, antes de que ella me obligara a huir a Italia. Ese juramento, no obstante, lo pronuncié para mis adentros porque ella odiaba esos desahogos. Sobre todo conmigo.

Señor, Tú que en Tus Libros sagrados dices prodigarte en la Misericordia, ¿has abandonado a esa pobre mujer? ¿Qué te ha hecho que mereciera tanta ira? Era hermosa y te honraba. ¿Tan rencoroso eres?

¿O acaso coleccionas los sufrimientos de Tus hijos en los estantes de Tu Creación cual un señor vanidoso que acumula sus trofeos de caza?

Dios, no eres más que un… que un…

Ningún insulto está a la altura de mi cólera. Ni de mi debilidad. Quisiera que mi blasfemia hiciera caer una piedra sobre mi cabeza, morir al instante y dejar de presenciar esta monstruosidad. Escupo en el suelo. Escupo sobre mí mismo, sobre mis gritos de cobarde, de cobarde llorón. La agonizante en la hoguera ha dejado de gemir, probablemente haya muerto. Y yo sigo en este mundo. En este sucio mundo. Sin haber cumplido mi promesa.

Y…

¿Qué me pasa? He estado a punto de caerme…

Un gran peso se ha abatido sobre mí como si un niño caprichoso y pesado se hubiera lanzado a mis hombros y no quisiera soltarse. Giro la cabeza, dispuesto a increpar al mocoso que ha osado semejante atrevimiento.

No tengo a nadie en la espalda, pero la impresión de fardo no ha desaparecido. Al contrario, se ha añadido incluso una sensación de hielo en la nuca. De sobrecogimiento imprevisto. Esbozo un gemido que se metamorfosea en un resoplido de terror. Intento equilibrar la carga en ambos pies. Pero el suelo parece hundirse y tengo el absurdo convencimiento de que inicio una caída mortal.

«¿Eres tú, madre? ¿Te duele? ¡Uf, cómo pesas!»

¿Por qué he pensado eso? Las preguntas, y luego la constatación, salidas de una parte de mi cráneo, caminaron a lo largo de los meandros de mi cerebro, reventaron sin piedad las últimas resistencias de mi entendimiento, mientras mis ojos miraban de nuevo fijamente la hoguera en la que el verdugo y sus ayudantes ahora reaniman el fuego. El cuerpo atrozmente inmolado de mi madre está allí. Sin embargo, el peso en mis hombros es tan real que protesto escandalizado: «Madre, bájate de mi espalda. Es ridículo. Estos juegos ya no son propios de tu edad».

Debería estar aterrorizado. Y la mayor parte de mi ser, a pesar de su incredulidad, lo está hasta la médula. Solo una ínfima fracción se resiste y quiere explotar de alegría.

Pero ¿qué estoy diciendo?

Está muerta…

Pero ¿lo está de veras?

– ¡Vete a dormir la mona, capador de burros!

Un hombre endomingado me ha empujado con fuerza porque al tambalearme me he agarrado a su brazo. Murmuro una disculpa que me sale en italiano. Aún más hostil, el hombre masculla entre dientes una maldición contra esos extranjeros que ya no respetan nada.

La pena me hace delirar. O la locura. Un hijo no debería presenciar el ajusticiamiento de quien le dio la vida. Pero ¿acaso lo que sienta o deje de sentir todavía tiene importancia? Después del destino reservado a mi madre no valgo más que la carroña. La espantosa ilusión de un gran peso en mis hombros, los repentinos escalofríos, ese sobrecogimiento ante la idea de que me agarren por el cuello como un conejo solo pueden deberse al cansancio, a la pena y a la vergüenza.

Como para llevarme la contraria, el frío alrededor de mi cuello se intensifica, unos dedos helados me palpan la piel para identificarme, empiezan por la nuca, se deslizan por la espalda, se cruzan entre las costillas. Siento que pierdo la razón. Peor aún, siento que me disuelvo en un baño innombrable.

Pienso en pedir auxilio… al Profeta… a Jesús. A quien sea.

Luego una oleada de tristeza, áspera como el aguafuerte sobre la piel, bloquea mis músculos, mis intestinos, mi cráneo.

Reconozco esa tristeza.

«Eres tú, mamá miel, ¿verdad?»

Estoy convencido, aunque todo en mí proteste contra esta convicción insensata, de que algo… su… alma… («Es tu alma, ¿verdad, mamá?») se ha unido a mí. Las brasas han recobrado fuerza. Un murmullo de admiración horrorizada por la profesionalidad del verdugo se eleva entre la multitud.

– La grasa del vientre y de las nalgas aviva el fuego -explica un espectador a otro-, pero no durará, no tiene demasiado lardo en las piernas, que es donde hace falta.

El espectador se desternilla y es imitado con algo de retraso por su vecino, que ha tardado en comprender la observación picante.

«No imaginé que pesaras tanto, querida madre. Ah, ¿no eres tú la que pesa sino tu sufrimiento?

»Pero si acabas de morir… Yo creía que las criaturas del más allá no sentían nada… Creía…

»¿Incluso después de…?

»¿Que intentas… qué?

»¿Eres tú quien habla? ¿De verdad?»

Tengo el pecho henchido de espanto y, al mismo tiempo, aguijoneado de felicidad. La tenaza aumenta la presión en mi torso, me pellizca el corazón… Si esto continúa, moriré aquí mismo, en este suelo lleno de inmundicias, la basura de los mirones, en medio de esta agitación de feria donde la gente, entre dos bocados y un trago de vino o de jugo de regaliz, tose a veces a causa del humo.