Выбрать главу

Un día, doña Ana, que convertía su permanente desconfianza en intuición, la reprendió con más violencia que de costumbre. El ama volvía del mercado, donde había comprado anguilas.

– Tú, descarada, ¿qué significa esa cara de cementerio con la que nos obsequias mañana y noche? ¿En qué piensas en lugar de en trabajar? Siempre estás llorando. Ignoro qué maquinas en tu cabeza y qué imploras a tu pérfido Mahoma, pero sin duda no es demasiado honesto. Necesitas una buena lección. Sígueme, hoy en el mercado hay algo que te va a servir de lección.

Se dirigieron a la plaza de la catedral. Allí, en medio de la muchedumbre, se erguía un estrado donde un hombre golpeaba a otro con una especie de garrote. Otros cuatro hombres, con las manos atadas y, algunos, con pesadas cadenas en los pies, aguardaban su castigo.

– Es el día de la expiación de los malandrines. Los de hoy son malhechores de tres al cuarto -explicó como lamentándose-, solo habrá palo y látigo. Aun así, abre bien los ojos si no quieres terminar como ellos.

Los prisioneros llevaban un cartel atado al cuello. Doña Ana, aguzando la vista, hizo como si leyera antes de informarse discretamente entre los presentes.

– Ese ha robado a un tendero… y ese otro malandrín desplumó a sus padres. Hay que ver cuánto se roba en Sevilla… Y cuánto se mata. Pero no hemos venido para ver a estos canallas. Mira al fondo. Eso es lo que quería enseñarte. El hombre negro con las cadenas en los pies. Y el cartel… Es la segunda vez que intenta escapar… ¡Y ese hijo de Satán osó pegar a su amo!

De todo lo que sucedió a continuación, María solo conservó el recuerdo de los ojos aterrorizados del esclavo de piel oscura cuando, tras fustigarle, el verdugo le aplicó con cuidado una gruesa capa de manteca de cerdo sobre la espalda ensangrentada. El gesto le pareció extrañamente misericordioso, pues al esclavo negro no le habían dado más latigazos que a los otros condenados. Mientras duró su suplicio, el hombre, casi desnudo, mantuvo los ojos cerrados y no dejó escapar más que un sordo sonido de sufrimiento cuando el látigo le desgarraba la piel. El público, decepcionado por una reacción tan comedida, se dispersaba poco a poco. Cuando llegó el último golpe, María oyó que un espectador le decía con despecho al ama de llaves:

– Ya lo veis, estos simios son insensibles al dolor, ¿cómo podemos esperar que se arrepientan? Creedme, hay otros métodos…

Doña Ana lanzó entonces una extraña mirada, entre sarcástica y suspicaz, a la muchacha.

Un «¡Oh!» de interés se alzó de repente entre los asistentes. El verdugo había finalizado de ungir con grasa el cuerpo del negro y miraba alrededor, sin duda estaba a la espera de que le llevaran algo. Fue en ese momento cuando el esclavo, que había resistido con tanto coraje a los cincuenta latigazos, empezó a gritar con todas sus fuerzas sin que María pudiera imaginar la razón.

Abrió unos ojos llenos de terror infantil a pesar de que ya tenía las sienes plateadas. Sus pupilas negras, inmensas, bañadas en el blanco de sus ojos («leche veteada de sangre», pensó la muchacha) erraron por la primera línea de espectadores, cruzaron los ojos de María y decidieron anclarse a ellos.

«Pero ¿por qué gimes ahora? No me mires así, ¡no puedo hacer nada por ti! -le hubiera gustado gritarle-. ¿Qué más puedes temer? Lo peor ya ha pasado, ese animal incluso te ha curado.»

El público había regresado y un «¡Ah!» de impaciencia y gratitud acogió al ayudante del verdugo, que llegó con una antorcha encendida. El verdugo la cogió, la alzó solemnemente, se santiguó y, con un golpe seco, aplicó la punta de la antorcha en la espalda del negro, a quien cuatro custodios sujetaban de pies y manos para obligarle a que permaneciera de rodillas. El hombre aulló de dolor mientras su espalda estallaba en llamas. Gritaba hasta que le faltaba el aliento, entonces tosía y escupía, y volvía a su insoportable bramido.

María cerró los ojos por piedad; estaba a punto de vomitar.

– Abre bien los ojos y los oídos -la sacudió con rudeza doña Ana-, no te pierdas ni un segundo del espectáculo de expiación. Y si alguna vez se te pasa por la cabeza la idea de escapar, aléjala de ti cuanto puedas, como si te la insuflara tu peor enemiga. Porque, créeme, María, si te escapas, te castigaremos así y así terminará tu huida. Y si no sucumbes a las quemaduras, lo que quede de ti no será demasiado agradable.

Ante la brusca palidez de la muchacha y el temblor de sus labios, suavizó su discurso.

– No te arriesgues, pequeña morisca, ninguno de nosotros querría llegar a ese punto.

Pasó un verano y le siguió un invierno. María aprendió a mentir sin remordimientos, a robar comida, a sisar alguna moneda mintiendo sobre el precio del material que don Miguel le mandaba a comprar al boticario, a beber a escondidas uno o dos vasos de vino los días en que se sentía muy abatida; a simular que trabajaba mucho cuando la mirada de doña Ana o del pintor se posaban en ella, a ahorrar fuerzas cuando era posible, a escupir en la escudilla de caldo de aquel de sus dos dueños que ese día la había ofendido más que de costumbre… En fin, todas esas sórdidas artimañas de desquite que cualquier esclavo debe saber aplicar si quiere sobrevivir largo tiempo bajo el yugo y conservar a pesar de todo una brizna de estima por su propia persona.

Los negocios de don Miguel parecían haberse reanimado. Le habían llegado algunos pedidos de burgueses y mercaderes de la ciudad: libros de horas para iluminar, retratos de familia, la boda de un rico hidalgo… Una decena de gentilhombres que partían al Nuevo Mundo le pagaron generosamente una escena de una comida alrededor de una mesa donde cada uno de ellos aparecía, gracias a una contorsión bastante conseguida de sus cuerpos, mirando al frente, hacia el espectador. Hasta el tribunal de la ciudad se acordó de repente de él y le encargó (a cambio de honorarios bastante magros, es cierto) que ejecutara una serie de «pinturas de infamia», esto es, representaciones lo más impresionantes posibles de malhechores condenados a ser colgados por los pies.

Pero esta actividad era modesta respecto a los gastos que suponía la renovación de su lugar de trabajo. A don Miguel se le había metido en la cabeza tener un taller a la medida de la Obra Maestra que pretendía pintar. Se cambiaron los muebles y cajas llenas de útiles, pergaminos, lienzos, botes de pigmentos costosísimos empezaron a llenar las estanterías. Doña Ana protestaba furiosa cada vez que aparecía un proveedor, pero don Miguel acababa convenciéndola mezclando amenazas de marcharse a Roma, donde valorarían su profesionalidad, con vagas promesas de futuros desposorios y «visitas» prolongadas hasta el alba a la habitación del ama de llaves. A partir de entonces, mientras duró el costoso embellecimiento del taller, fue él quien avanzó a tientas por la oscuridad y se golpeó con las esquinas de los muebles del largo pasillo que llevaba a la habitación del ama.

«Hoy estás pagando los pergaminos de cabra, cretino… Pero todavía quedan pendientes los caballetes y el oropimente… Y también las telas de lino, que seguro que te han costado más caro de lo previsto», se burlaba María viendo la sombría figura agotada del pintor al salir de esas noches de «trabajo».

Con cara de suave docilidad, la muchacha apreciaba esas minúsculas revanchas del destino. El pintor no tenía cura. Febril, cada día más exaltado, no dejaba de incomodar a la modelo: