Una violenta bocanada de odio le quemó los pulmones. «Te odio. ¿Por qué nos abandonaste?», pensó: Cerró los ojos, horrorizada, y se corrigió: «Perdóname, madre, perdóname. No es verdad. No es en absoluto verdad», aunque el sabor de hiel que sintió en los labios le reveló que sí lo era un poco.
Suspiró. ¿Qué le quedaría si hasta los recuerdos más queridos se agriaban con la esclavitud?
Colocó la pasta en un cuenco de barro, vertió un poco de agua tibia y volvió a amasar la bola, esta vez utilizando dos palos de madera. Poco después la bola se había vuelto de un azul suntuoso.
Contempló fascinada el colorido que según don Miguel superaba a todos los demás y cuya única tinta digna de su cercanía era la del oro.
Pero la tarea aún no había concluido. Era menester tres días más de trabajo para separar por distintas decantaciones el pigmento del papel y permitir así que el pincel pudiera disfrutar sobre un lienzo.
«El color es el alma de la piedra», dijo don Miguel.
«Y la piedra es más fiel al recuerdo de su belleza que ninguna de nuestras almas…», masculló la muchacha asomada a la batea.
Permaneció inmóvil un momento. Luego el pecho se le llenó de emoción.
«Vosotros a los que tanto amo, vosotros que sois más hermosos que el más hermoso de los colores. Padre, madre, tía… que estáis en el corazón de mi corazón… Que me lancen a los perros, que me devoren viva si algún día os dejara de amar. Un día…»
Se mordisqueó el labio inferior, incapaz de continuar, antes de terminar la frase con un hilo de voz ahogado: «Un día os vengaré. Os lo juro».
8
En los últimos días de la primavera un viejo amigo del pintor llamó a la puerta. Poco imaginaba María que ese día el azar, ese bribón que se aliaba a menudo con su comparsa la muerte, aprovecharía para apretar algo más la soga que marcaba su destino.
El hombre venía de Madrid con un vago encargo de un mueble para decorar. Su hija mayor se casaba pronto y la dote incluía un gran baúl de vestidos que deseaba embellecer con una ilustración mitológica.
El visitante, de andares torpes y pesados, se presentó a media tarde. Como María había posado ya por la mañana, no había ninguna razón para volver a ver al pintor. Por ello, doña Ana le había ordenado que llevara a la modista un vestido para retocar. Era una tarea a la que María se entregaba con gusto: para la joven esclava, Sevilla, al igual que Babilonia o Nínive para quienes las despreciaban, era sin duda una prisión, pero una prisión que no tenía igual. Rodeada de cementerios, campos, montañas de basura y calvarios, la ciudad cobijaba en su interior magníficos palacios, mercaderes procedentes de los cuatro rincones de Europa, mendigos y esclavos de todos los colores, bandidos e hidalgos arruinados, tripulaciones engalanadas, procesiones de monjes y monjas de impresionante fervor y vanidad, prostitutas que llamaban desvergonzadas lo mismo a un cura con sotana que a soldados en espera de embarcarse en una nueva guerra o hacia las Indias. El oro, procedente del Nuevo Mundo y conseguido a costa de la sangre de los indígenas, surcaba el océano en flotas de barcos conducidas por hombres aventureros hasta arribar al puerto castellano, donde se descargaba por quintales. Aquel oro que ennegrecía las almas entraba rápidamente en circulación a través de los bancos, las casas de juego, los comercios y los lupanares regentados por particulares gracias al permiso municipal o de la Iglesia. Su presencia despertó mucha codicia, pero solo los más ladinos satisficieron sus ansias; gracias a los esfuerzos de los prestamistas extranjeros, el oro pronto se esfumó hacia los países del norte, como no dejaban de lamentar don Miguel y su amante-criada, que por una vez estaban de acuerdo.
Para una esclava acostumbrada a las cuatro paredes de la casa, el mero trayecto hasta el barrio de los artesanos castellanos constituía ya de por sí un paseo lleno de atractivos. Pero el barrio en sí mismo, la opulenta alcaicería protegida con sus propias puertas y guardianes, repleta de comercios y talleres, era un auténtico hechizo. Había estado allí en otra ocasión, cuando doña Ana la acompañó por primera vez a casa de la modista para tomarle medidas, pero la esclava, deslumbrada por la riqueza de las vitrinas de los orfebres y los vendedores de seda, se quedó con hambre de más. Aquel día la modista no quiso bajar el precio y el ama de llaves tuvo que desandar el camino, no sin hacerle pagar a la esclava su despecho:
– Más deprisa, más deprisa. Y agacha la cabeza, tunanta. No hay que mirar a los ojos a las gentes de bien.
La muchacha se había jurado volver a la alcaicería, y se reafirmó en su decisión cuando descubrió, gracias a una conversación oída al vuelo, que la morería, el barrio de los musulmanes conversos, no estaba lejos. Los moriscos de Sevilla habían sido acorralados, vigilados y despreciados, pero, por alguna razón que María no alcanzaba a descubrir, no habían sido reducidos a la esclavitud. La mera idea de introducirse por las callejuelas de ese barrio le aceleraba el corazón, aunque presentía que sus amos reaccionarían mal ante una escapada de ese tipo. Seguramente la interpretarían como un preparativo de algún delito o, peor aún, de una huida. Sin duda la azotarían, cosa que hasta ahora, a pesar de las amenazas, no habían hecho nunca -a excepción de dos o tres bofetadas de doña Ana y un par de golpes de don Miguel… nada importante-. Mientras su tía estaba en vida, nunca se contuvo de darle unos buenos azotes a su sobrina cuando creía que se los merecía.
Sin embargo, si conseguía penetrar en el reducto morisco, quizá obtendría noticias de sus pobres montañas… No se atrevía a sustituir «montañas» por «parientes», a pesar de que su familia, aunque originaria de Granada, tenía ramificaciones en toda Castilla si había que creer las habladurías de su tía. Además, tendría que andarse con tino para no caer en manos de algún soplón que trabajara para la Inquisición.
«¿Cómo podría reconocer a esos gusanos soplones?», se preguntó con inquietud.
Pero aquella conocida voz interior apareció de nuevo para abofetearla y conducir sus pensamientos por otros derroteros: «¿Gusanos? ¿Cómo te atreves a hablar de gusanos, necia? Hay palabras que deberías guardarte de utilizar. Tu tía y tu padre, si alguien se tomó la molestia de enterrarles, ellos sí que serán pasto de gusanos… A estas alturas ya deben de estar dando cuenta de ellos. Y si no son los gusanos, serán los zorros y las ratas de campo. Seguro que empezaron por la mejor parte: la cara, el tronco, lo que hay entre las piernas».
La última vez que la asaltó esa voz recurrente, María estaba ya en cama. Fuera, el sereno acababa de pasar haciendo sonar la carraca: «Duerman en paz, buenas gentes, duerman en paz».
El día no solo había sido largo y extenuante, sino que además doña Ana había tenido un humor de perros. María se disponía a dormir; conmocionada aún, contuvo el aliento y cerró los ojos… Sintió cómo el dolor se desplegaba en ella y hacía aflorar las lágrimas pero no lloró; sabía que de nada servía.
Y sin embargo, le hubiera gustado gritar.