María estaba a una veintena de pasos de la casa cuando la voz del azar -encarnada en esta ocasión en la voz agria e imperativa de doña Ana- la detuvo. La visita a la modista se dejaba para otra ocasión, informó con sequedad el ama de llaves a su disgustada esclava. Ahora tenían que ocuparse del visitante imprevisto de don Miguel, y asegurarse de que no les faltaban vino y dulces a los dos hombres, que aguardaban en el taller.
Si el azar fuera un ser vivo (y quizá lo sea bajo una forma que nos resulta inaccesible), aquel día habría sido un vagabundo andrajoso, de pelo y barba hirsutos, algo loco, que se habría reído a carcajadas ante el cambio de expresión de la bonita esclava. El hombre que se hallaba ahora allí sentado le había lanzado, justo antes de que el ama de llaves la llamara, la ordinaria propuesta de poseerla en plena calle como un macho cabrío posee a una cabra. María le había respondido con un gesto de desdén y un escupitajo.
Sirvió vino y tocinillos de cielo a don Miguel y a su invitado, un consignatario dedicado a reunir mercancías de todo tipo en los galeones que zarpaban hacia las Indias. El hombre, casi de la misma edad que el pintor, transpiraba bienestar a través de su bonito calzado y su jubón de brocado. Había depositado la capa, el sombrero y la espada en un caballete, y se acariciaba con aire satisfecho el lóbulo de la oreja. Apenas llenó las copas, María salió del taller con la cabeza gacha, pero pudo percibir cómo la mirada del desconocido la recorría de arriba abajo y que luego se posaba sobre su anfitrión, interrogativa. En el umbral María oyó parte de la respuesta:
– … morisca… la pagué caro… pintura…
Y de inmediato, el comentario admirativo del invitado.
– … buen negocio… bien hecho… ¿solo para pintar?… ¡Qué desperdicio!
Cuando don Miguel la llamó por segunda vez para llenarles las copas, hablaban de recuerdos de juventud. El recién llegado se vanagloriaba de haber participado en varias batallas contra los hugonotes.
– Esta mano que estás viendo también ha mandado al infierno a numerosos judíos y moros supuestamente conversos. Ahora estoy viejo y he echado barriga, pero si fuera necesario ponerse de nuevo en servicio para defender el Muy Santo Nombre…
Mientras María llenaba de nuevo las copas, el hombre le dedicó una leve sonrisa. Sin esperar a que ella se retirara, se lanzó a una arenga con una pronunciación algo alterada por el vino:
– Créeme, amigo, todos los herejes son iguales: embusteros hasta la muerte. Los judíos y los moros seguirán siendo judíos y moros aún cuando hagan semblante de lo contrario. Ya quisieran ellos… pero lo llevan en la sangre. Aunque vayan a la iglesia y repitan todos los avemarías que se les pidan, nada podrá purificarlos, pues en lugar de entrañas tienen un hígado en forma de sinagoga o de mezquita. ¡La Inquisición es demasiado indulgente con esos herejes! -E insistió, completamente indiferente a la presencia de la esclava-: Créeme, Miguel, habría que librarse de toda esta mala gente como de la sarna, tanto de la que dice haberse convertido como de la que no. Y lo mejor sería…
Y apoyó el dedo índice sobre la espada que descansaba a su derecha antes de proseguir.
– Se habla mucho de ello en Madrid. Los consejeros lo presionan, pero el rey aún tiene dudas. Los turcos amenazan nuestras costas y, en mi opinión, Su Majestad no tardará mucho en tomar una decisión…
El consignatario le guiñó un ojo con complicidad, a lo que el pintor respondió con una risa parecida a un cacareo:
– Compañero, no me arruines con tus maldiciones -protestó-. No quiero perder a mi morisca. Expulsa o destripa a otros como quieras, pero a esta, no. Me ha costado muy cara y estoy convencido de que es una buena cristiana.
A medio camino entre la irritación y la diversión, inquirió a María:
– Di, pequeña, ¿crees en nuestra Santa Madre Iglesia y en sus Santos Sacramentos?
La muchacha, con el rostro perlado de sudor, asintió con el mentón.
– ¿Y maldecirías sin dudarlo al profeta de la falsa religión?
Dócil, con la jarrita de vino en la mano, María volvió a asentir.
– Bendito amigo, hasta se hartaría de comer hostias si fuera necesario -intervino sarcástico el invitado-. Y juraría sobre un montón de biblias cualquier cosa que le pidiéramos.
Con la cabeza gacha, María miró hacia el visitante. La cara que emergía de aquel cuello de encajes tenía la tranquila apariencia del asesino convencido de sus virtudes. La examinaba con una especie de repulsión, como si estuviera ante un animal dañino, en una actitud que no excluía la concupiscencia.
María ya había percibido esta especie de seguridad del asesino honrado en Bartolomé. Por miedo a verter la jarra de vino, tensó los antebrazos; tenía la piel de gallina. Bajando aún más la frente, pues el individuo la había sorprendido mirándolo, maldijo para sí: «Que tu culo se llene de lobanillos y que su pus te salga por la boca. Si supieras con qué ganas hundiría un cuchillo en el odre que tienes en lugar de vientre… Te cortaría las entrañas en tantos trocitos que… Oh, sí, yo te haría tragar tu sucia risa burlona y te…».
Asustada por todos los malos deseos que había invocado con semejante rabia, levantó repentinamente la cabeza y su mirada se topó de nuevo con los ojos sarcásticos del desconocido. Estuvo a punto de implorar absurdamente: «Piedad, señor, no es cierto… no he querido…». Al cabo se contuvo, pero los nervios la traicionaron y derramó un poco de vino de la jarra. Con voz crispada, don Miguel la mandó a por más vino y jamón. Al salir del pasillo, se dio de bruces con doña Ana. Esta, rabiosa por haber sido descubierta espiando la conversación de los dos hombres, la empujó sin miramientos y la reprendió murmurando:
– Torpe, que no te vuelva a ver malgastar el vino.
María, que solo oía un zumbido dentro de los oídos, se encontró sin quererlo en la cocina, con las piernas temblando, la boca seca, aterrada por las dos revelaciones que acababa de descubrir: primero, que aún no había acabado el tiempo de asesinar a los suyos y, segundo, que era capaz de sentir una intensa felicidad ante la idea de matar a un ser humano que una hora antes le era absolutamente desconocido. Abrió apresuradamente un paquete y, lanzando un puñado de sal por encima de su hombro, farfulló:
– Sal, en nombre de las almas que proteges, ¡aleja de mí la abominación!
Casi sin aliento, presa de una extraña consternación, se dirigió hacia el taller con el vino y el plato de jamón.
Doña Ana había abandonado su posición tras la puerta. Al llegar al umbral, María se detuvo, sorprendida por las voces susurrantes. Avanzó y aguzó los oídos. Con una agitación mal disimulada, el invitado se preguntaba si el pintor había visitado el coño de la muchacha mora. Según le habían contado quienes lo habían probado, las muchachas de esa secta eran muy voluptuosas y su entrepierna, gracias a sus filtros, era dulce como la naranja y el melocotón mezclados.
– Quizá encuentran esas lujuriosas recetas en su detestable Corán… Cuentan que para esas criaturas el paraíso es un lugar de lujuria donde los elegidos fornican entre sí durante toda la eternidad. Confiesa tu buena suerte, compañero… ¡Desdeñar el trasero de aquellas a las que la cólera del Señor ha sometido a nuestros deseos es una falta contra Su voluntad! Nuestra cola, y que Dios me perdone por hablar así, tiene derecho a la felicidad, sobre todo si es católica, apostólica y romana.