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Una tarde, en ausencia del pintor, se aventuró a ir un paso más allá e intentó reproducir en un trozo de papel un fragmento de la tela que la noche antes había acabado el pintor. Desanimada, pudo comprobar que el pincel no la obedecería jamás lo suficiente para obtener algo más que un garabato de color. Tampoco le gustaba demasiado el ambiente recogido del taller. Había temporadas en que el pintor pasaba días enteros en él y hasta se olvidaba de beber y comer, entregado por completo a los esbozos de lo que denominaba su Obra Maestra por la mañana y a la realización de los pedidos urgentes, por la tarde.

Durante aquellos días, se transformaba a los ojos de María en una especie de sacerdote entregado a un misterioso culto de las formas y los colores. A pesar de lo desconcertante que le resultaba, sentía que respetaba profundamente a ese «sacerdote», tan distinto del habitual y odioso don Miguel.

Y echaba aún más en falta esas horas de trabajo en el taller porque doña Ana aprovechó para darle más tareas en la casa. Cuando no había suficiente trabajo para ocupar a la muchacha, no dudaba en prestarla a las vecinas que necesitaban una mano de refuerzo para quehaceres concretos. La primera vez fue con motivo de la preparación de una cena de entierro; la segunda, la prestó a su nueva amiga Imelda, la esposa del propietario de la hospedería, para que la ayudara en la limpieza primaveral. Este último préstamo concluyó con un pequeño escándalo, pues María arañó hasta hacerle sangre a una de las empleadas de las cocinas que, en un ataque de locura, le había levantado el vestido, se había atrevido a tocarle las nalgas y le había murmurado: «Déjate, pajarillo mío. Deja que yo te cuide, no te arrepentirás. Yo sé satisfacer a las tiernecitas como tú mejor que los hombres…».

La mujer, todavía con la cara ensangrentada, fue despedida en el acto, pero doña Ana perdió a su nueva amiga pues esta afirmó contra toda evidencia que había sido la diabólica morisca quien había atizado a la loca. En realidad, la hostelera temía que el caso llegara a oídos de la Santa Inquisición y estaba preparando su coartada ante los implacables jueces. Para aplacar su cólera -y su miedo, pues, ¿no era ella en parte responsable?-, doña Ana encerró a María en un cuchitril sin comida durante todo un día. Nunca más la prestó a nadie.

A su vez, insistió para que el nuevo aprendiz las acompañara a la misa de domingo y se uniera al coro de la iglesia ya que decía tener buena voz. Esta ostentación alejaría las calumnias y los comadreos y redundaría en beneficio del prestigio del taller.

– En esta casa todos somos buenos cristianos y Sevilla tiene que saberlo -argumentaba sin cesar ante don Miguel.

Cuando el pintor, exasperado, se rindió una vez más a sus exigencias, la cuerda destinada a estrangular los destinos de María y Lorenzo empezó a trenzarse por algo más fuerte que el mero azar, caprichoso pero poco constante. Años más tarde, al morir María y verse convertida en un fantasma cuyo resentimiento ni siquiera la eternidad consolaría, un interrogante la perseguía:

¿Quién, en su inmensa perversión, decidió moldear así las cortas existencias que desgarrarían a Lorenzo y a ella misma? Y si algún día ella consiguiera responder a esa pregunta, ¿cómo iba a conseguir que él, fuera quien fuese, le devolviera lo que le había robado?

9

Esa quincena transcurrió de una manera tan extravagante que, al principio, María solo supo percibir el aspecto divertido.

El primer martes de la primera semana, María sorprendió al pintor llorando. La necesitaba porque no encontraba unos pinceles y, a pesar de haberla llamado por su nombre varias veces desde el taller, ella no lo había oído. Y con razón, porque se hallaba en el patio lateral, en el otro extremo del jardín que rodeaba el taller. De buena mañana, doña Ana le había ordenado que hiciera la colada. Inclinada sobre la cubeta, la muchacha intentaba tragarse su decepción, pues el ama insistía en no dejarla ir al lavadero municipal con la excusa de que perdía demasiado tiempo hablando con otras lavanderas.

María frotaba con fuerza las sábanas de don Miguel, tragándose a duras penas su repugnancia cuando daba con alguno de los múltiples lamparones amarillentos que las manchaban.

– Cerdos, podríais ser más cuidadosos cuando os apareáis -masculló entre dientes.

Estaba maldiciéndoles cuando de repente apareció doña Ana con los labios crispados: era la viva imagen de la reprensión.

– María, ¿estás sorda? El maestro se desgañita llamándote. Ve a ver qué desea y regresa luego a terminar tu trabajo. Esta colada no avanza, una manca lo haría más deprisa. ¿Temes lastimarte las manos?

Exasperada por la mala fe de la mujer, se dirigió a toda prisa hacia el taller. Allí solo halló a Lorenzo canturreando como de costumbre y no se dignó preguntarle; no soportaba ese desdén que él mostraba en su presencia. Dudó un momento y estuvo a punto de regresar con doña Ana para preguntarle por don Miguel, pero tras recordar el avinagramiento de su cara, concluyó que ese no era un buen día y prefirió buscar por su cuenta al pintor en la planta superior.

Lo halló en la habitación de las niñas, la que el ama de llaves había escogido para ella el primer día de su llegada. Desde entonces, el pintor jamás había traspasado el umbral de la habitación de su esclava, probablemente retenido, como había maquinado la celosa criada, por el hecho de que ambas la usaron hasta su muerte.

Desde principios de primavera, María se acostumbró a colocar algunos ramilletes de flores en la habitación. Lo hizo un poco para disminuir el posible enfado de los espíritus de las gemelas desaparecidas (estaba ocupando sin su consentimiento su habitación, una de las camas y usando sus vestidos…) y un poco porque oyó a una curandera contar que los miasmas de las pestes pasadas que se escondían en los intersticios de los muebles y en los pliegues de los vestidos se conjuraban con el perfume de las flores, incluso con las más humildes, siempre que este fuera suficientemente intenso.

Don Miguel permanecía inmóvil a unos pasos de las camas. Ni siquiera la oyó llegar. Tendió la mano como para alcanzar uno de los ramilletes, pero dejó caer el brazo a medio camino, sin fuerza. María no se atrevía a anunciar su propia presencia: la espalda del hombre había empezado a sacudirse; lloraba en silencio.

Presa del asombro, María se alejó lo más discretamente posible, sintiendo cómo la pena le asía la garganta. A los pies de la escalera, inspiró una vez, dos veces, y luego tosió, sin comprender por qué se le estaba formando aquel insidioso sollozo en el fondo del pecho. Secándose la nariz con el brazo aún mojado por la colada, suplicó: «Dios mío, ayúdame a no llorar. ¿Acaso esa mala bestia lloraría por la muerte de los míos?».