Una semana después de aquel episodio, Lorenzo recibió jarabe de palo.
María había acompañado a doña Ana a casa de una amiga y luego al mercado. A la muchacha le encantaban estas salidas por la ciudad, que podían durar horas. Doña Ana parecía muy atareada buscando algo preciso, un ungüento para la piel, una tela de Oriente, especias… Era capaz de preguntar a gran número de comerciantes y no dudaba en mostrar su decepción si no hallaba con rapidez el objeto que buscaba. María adivinaba que a la antigua criada le gustaba hacerse pasar, sin darse cuenta, por la burguesa que nunca había sido cuando se lamentaba con aires preocupados de que necesitaba como fuera un determinado perfume de París o una mantilla bordada de Venecia. Nunca se olvidaba de dejarle caer con orgullo al comerciante que era la «prometida» del pintor don Miguel y que la chica era su esclava. En pleno juego del regateo, a veces la criada enriquecida se olvidaba de su papel y dejaba caer un trozo del velo para respirar mejor. Sorprendía ver cómo al instante nacía en la mirada del interlocutor el espanto más absoluto al contemplar por primera vez una parte del rostro del ama. Las pupilas abiertas de par en par parecían preguntarse cómo podía ser tan fea. Todo sucedía en un segundo, antes de que la astucia del comerciante tomara las riendas de la situación y este se lanzara a predicar los habituales cumplidos sobre la gracia de sus clientes.
María había regresado esa tarde cargada con las diversas compras, sin saber si tenía que estar perpleja o contenta. Contenta porque la mujer le había anunciado que le encargaría nuevos vestidos, puesto que los que llevaba ahora estaban demasiado remendados y no eran dignos de la criada de una mujer de su categoría. Perpleja porque doña Ana le precisó que el corte sería «a la turca», que era lo que se llevaba para las esclavas de gente distinguida.
Tras quitarse la capa, doña Ana le transmitió la orden del pintor de ir a limpiar el fondo del taller, donde se había caído un frasco de aceite secante. María debía regresar en cuanto terminara para preparar el cocido con cerdo. La adolescente llegó al taller con un cubo de agua, un paño y un cepillo. Al principio vio a don Miguel blandiendo un lápiz, calibrando con un ojo entreabierto algo que se encontraba ante él a la izquierda. Un poco desconcertada, pues esa era precisamente la actitud del pintor cuando ella posaba y él estudiaba sus proporciones para aplicarlas al esbozo, miró en dirección al estrado.
– Dios mío…
Dejó caer el cubo, afortunadamente sin verter demasiado contenido, pero no consiguió amortiguar el grito de sorpresa y el estallido de risa incómoda que la asaltó.
Sobre el estrado donde ella posaba habitualmente se hallaba Lorenzo, desnudo como un niño, crispado, adoptando la postura de un arquero tensando un arco invisible. Horrorizado, giró la cabeza hacía su maestro.
– ¡No te muevas, truhán! -gritó el pintor-. ¡He tardado una hora en componer esta postura! Necesito ese personaje, así que procura no moverte ni un pelo.
El muchacho, rojo de vergüenza, imploraba con la mirada a don Miguel.
– ¿Te sonrojas delante de ella? ¿Y a ti, granuja, no te molestaba mirarla a lo largo del día simulando que te ocupabas de tu tarea? He visto bien tu mirada de comadreja ir y venir cuando creías que no te observaba. Pues bien, esto no es más que el justo pago de las cosas, amigo mío. Al menos, ahí mostrándote me resultas más útil que cuando canturreas todo el día en lugar de triturarme bien los pigmentos.
Fascinada, María miraba cómo la mancha de carmín invadía el rostro de Lorenzo, avanzaba por el cuello, el pecho y descendía hacia el vientre. El cuerpo del desgraciado aprendiz se encendía de vergüenza. «Quizá solo sea efecto de la carne de gallina, hace mucho frío en el taller…», se dijo María, luchando por impedir que se le escapara otra carcajada.
Su mirada convergió con la del muchacho en el gusanillo que colgaba entre sus piernas; al darse cuenta, María apartó la vista. ¿También esa cosa diminuta iba a teñirse de vergüenza como las mejillas de Lorenzo?
– María, vuelve a tus tareas -ordenó don Miguel-. Y despabila, no te duermas o probarás el sabor de la vara.
Recogió el cubo como pudo, doblándose en dos para ahogar las cosquillas del fondo de la garganta que amenazaban de nuevo con transformarse en una sonora carcajada. De espaldas al estrado, avanzó hacia el fondo del taller, se arrodilló y frotó enérgicamente la manchita de aceite. Cuando estuvo casi convencida de haber superado las ganas de reír, se atrevió a mover la cabeza en busca del paño.
– ¡Pobre desdichado! -murmuró súbitamente compadecida.
Lorenzo parecía estar a punto de llorar. Por experiencia, María supo que la postura inestable del muchacho le resultaba dolorosa e insoportable. La mirada afligida de la esclava arrodillada se cruzó con la del aprendiz. Ella entornó los ojos, como si intentara preguntarle cómo estaba. Al principio, Lorenzo apretó las mandíbulas, en un intento desesperado por conservar su habitual expresión de dignidad. Con el paño en la mano, María dudó en prolongar su expresión de conmiseración. El pintor parecía hallarse totalmente ausente, entregado como estaba a su dibujo.
Casi sin fuerzas, Lorenzo desplazó imperceptiblemente una pierna y luego la otra. El movimiento mostró con más claridad aún, debido a la luz lateral, el nacimiento de la verga y sus dos bolsas. María alzó las cejas con una sorpresa exagerada; en su mirada brillaba una risa silenciosa. El muchacho, turbado, enrojeció aún más sin atreverse a realizar el menor movimiento.
María, burlona, movió los labios para preguntarle en silencio: «Caballero, ¿no se le olvidó el sombrero?», y se le ruborizaron las mejillas.
La raquítica habichuela que colgaba entre las dos ciruelas pasas se había transformado como por arte de magia: parecía arrogante, horizontal y demasiado grande para el cuerpecito del muchacho.
María se atrevió a lanzar una mirada a la cara del modelo. Parecía estar a punto de enloquecer. «¡Socorro -imploraban sus ojos-, el maestro va a darse cuenta!»
Con el paño en la mano, la muchacha ahogó un suspiro de confusión y volvió a mirar al suelo. Aún no había iniciado el gesto de frotar el tarugado cuando le sorprendió el grito escandalizado de don Migueclass="underline"
– ¡Que se te lleven los demonios, Lorenzo! Pero ¿quién te ha provocado ese efecto? ¡Esta no es una casa de citas, sino un lugar de trabajo! ¡Verás cómo calmo a este ladrón sedicioso!
Avanzó hacia el aprendiz y le asestó un golpe seco de tiza en el sexo empinado.
La única reacción del muchacho fue una exclamación de dolor ahogada. María curvó los hombros imaginando su dolor.
– Pero, vamos a ver… ¿Te crees un toro que se vuelve loco ante la presencia de una hembra? ¿Quieres otro golpe, majadero?