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Lorenzo contempló con espanto su sexo, que seguía erguido bajo los ojos de su maestro. Compungido, fijó la mirada en don Miguel y luego la desplazó hasta María, como si buscara explicaciones ante el comportamiento inaudito de ese trozo de carne que no controlaba y que sin embargo le pertenecía.

Un temblor nervioso se adueñó de la muchacha. Nació en el fondo del estómago, ascendió a lo largo de su cuello, le invadió la garganta y finalmente fue expulsado por su boca en forma de carcajada. Fregaba el suelo a golpe de convulsiones de risa, con los ojos anegados en lágrimas, pero no conseguía recobrar el aliento. «Voy a morir delante de este idiota en celo», e intentó respirar profundamente para contener la risa, volviéndose aún más hermosa.

– ¡Sal de aquí, María, o te ayudaré a hacerlo a base de patadas en el culo! -gritó don Miguel fuera de sí-. ¡Fuera del taller, bruja!

Esa noche le costó conciliar el sueño. Por primera vez en su vida, María sentía un calor indecente entre las piernas. Las apretó con la intención de hacer desaparecer esa inoportuna sensación, pero fue peor aún, pues el delicioso dolor no hizo sino aumentar. Separó las piernas, sin resultado; las volvió a cerrar, poniéndose nerviosa por estar nerviosa, simulando que no sentía las palpitaciones de su vagina. Porque era eso… Ese trozo de carne que ella consideraba tan ridículo con todos sus pliegues había empezado a manifestarse independientemente de su voluntad.

No se atrevió a tocarlo temerosa del resultado. Se puso boca abajo sin darse cuenta de que presionaba su vulva hinchada contra el colchón, lo que la hizo suspirar de una forma extraña, como si de repente le faltara el aire y esa carencia fuera inexplicablemente exquisita.

Con rabia, apartó la colcha. Se estaba comportando como una gallina dejándose impresionar por el primer gallo que pasaba ante ella. La adolescente se maldijo y luego se quedó expectante, al borde del abismo de las nuevas sensaciones que acababa de descubrir.

Torció el gesto y se dijo: «Querida tía, no te hubieras sentido muy orgullosa de tu sobrina. ¿Te referías a esto cuando hablabas de la tontería de las chicas?».

El último sábado de esa quincena, don Miguel le ordenó que se convirtiera en la Santa Madre de Dios en persona. En realidad no empleó esos términos, sino explicaciones muy confusas y blasfemas de las que María, al borde del pánico, solo retuvo que el pintor iba a iniciar el lunes siguiente un tríptico por el que pasaría a la posteridad… y el primer panel explicaría cómo Dios fecundó a María.

– Nadie se ha atrevido a tratar este tema, María, ni siquiera esos odiosos italianos, y, sin embargo, es la base de nuestra fe. Se ha pintado todo, lo que pasó antes y lo que ha pasado después del nacimiento del Hijo de Dios. Pero jamás se ha plasmado ese momento preciso, sagrado entre todos, en que el Verbo divino se encarnó y creó la cristiandad. Quiero loar ese instante inaudito en que el Todopoderoso lanza su semilla sobre una mujer ordinaria y la conoce. ¿Entiendes lo que quiero hacer? Dios proclama en la Biblia que nos creó a imagen y semejanza suya. Dios no miente, por tanto, ¡podemos adivinar cómo procedió para fecundar a la madre de su futuro hijo! Y claro, no fue, como cuentan, con una paloma…

Visiblemente emocionado, don Miguel bajó aún más el tono de voz.

– Lo afirmo con todo el respeto y la veneración que rindo a la criatura más santa de nuestra historia: María seguramente tenía unos pechos y un trasero que encenderían al más impotente de los hombres, unas piernas semejantes a un estuario que desemboca en el paraíso y un cuerpo que imagino, oh, maravillosamente húmedo. Mi cuerpo y mi razón tiemblan solo de imaginarlo.

En los ojos del pintor brillaba la exaltación.

– ¿Cómo podría ser, si no? ¿Acaso te imaginas a Dios escogiendo a una matrona fea y desgarbada como compañera? Y aunque la que iba a convertirse en Virgen María hubiera actuado siempre para esconder sus encantos de la concupiscencia de los patanes de su tribu, tenían que haber sido tan seductores que el Rey del Universo, que todo lo ve, incluso bajo los vestidos de las vírgenes, sucumbió a ellos y le hizo un hijo. ¡Y qué Hijo! Ese es el prodigio que quiero pintar desde hace años: el Todopoderoso cayendo por amor y colmando con su cuerpo parecido al nuestro a la tan deseada amante. Así decidió protegernos, uniendo para la eternidad Su carne con la de su creación de la manera más íntima…

Se hallaban en el taller y María estaba vistiéndose tras una sesión. El pintor había mandado a Lorenzo a comprar al boticario. Atónita, la esclava se preguntaba si estaba oyendo bien o si don Miguel aún no se había recuperado de la borrachera de la víspera. Con el rostro tenso, el pintor le rozó el hombro con una especie de respeto. Tenía ambas manos sucias de pintura amarilla y roja. «¿Qué habrá podido pintar de mí este animal con colores tan antagónicos?», se preguntó ella con gélida curiosidad, mientras el resto de su persona se esforzaba por mostrar una prudente actitud servil.

– Por eso te compré, María. Ahora conozco cada una de tus curvas, el más pequeño pliegue de tu cuerpo. Estas sesiones de exposición, estos centenares de esbozos solo tenían un objetivo. Ahora el cuadro está listo en mi cabeza: ¡dibujado, pintado! Solo tengo que plasmarlo en la tela… con tu ayuda.

Carraspeó, molesto por la postura de la muchacha, que mantenía la cabeza gacha. Era la primera vez que hablaba durante tanto tiempo a su esclava.

– Mírame, María. Te estás haciendo la tonta, pero empiezo a conocerte. Pequeña morisca, llevas milagrosamente el nombre de la santa hija de Ana y Joaquín. Algo me dice que eso tiene un significado secreto, querido por la Providencia. Espero que Dios se digne a honrarte en mi cuadro, pero tienes que merecértelo. A partir de hoy, apartarás con oraciones fervientes y multiplicadas los malos pensamientos que contaminan tu alma e intentarás parecerte con todas tus fuerzas a la milagrosa hija de Jerusalén. También tú eres muy bella…

Don Miguel compuso una sonrisa que pretendía ser de connivencia, aunque en realidad solo era de astucia.

– Eres morena y supongo que ella también lo fue. Ambas procedéis de Oriente, tú al menos a través de tus antepasados árabes… Ella era judía, es cierto. Pero ¿acaso judíos y árabes no procedéis todos de la misma raza?

Boquiabierta, María no se atrevió a replicar que se equivocaba y mucho, que su familia venía de la vieja Castilla. El pintor se inclinó sobre ella, suplicándole en un tono asustado que azoró aún más a la adolescente:

– Necesito tu ayuda hasta un punto que no me atrevo ni a imaginar. He soñado tanto con este cuadro… Hasta ahora no he hecho nada con mi pintura… ni con mi vida, en realidad. Tuve dos hijas que me adoraban y que no supe proteger, una esposa veleidosa que se fue, una criada fea como un sapo que me tiene atrapado y que se pasea por toda Sevilla diciendo que es la prometida de don Miguel Ribera, el famoso pintor…

Su respiración airada se cargó de amargor.

– Ah, pintar… Es cierto, sé pintar. Conozco mi oficio como la palma de mi mano, pero todo lo que hago son puros artificios del pincel para engatusar a esos miserables cerdos mercaderes de Sevilla que solo piensan en el oro, rezan por el oro y cagan oro… y además están convencidos de que lo saben todo sobre la belleza. Más allá de eso, mi arte no vale estrictamente nada. Lo sé bien porque para desgracia mía he viajado a Madrid, a Italia, a Flandes, dondequiera que se hiciera buena pintura, y muy a mi pesar he sentido envidia frente a la iniquidad del genio.