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Unió las manos, recreándose por un momento en el recuerdo.

– Sí, eso es: la ruin envidia. Es peor que una zorra hambrienta comiéndote el estómago… Aunque también conseguí lucidez: no, yo no seré un genio y nada de lo que he creado hasta hoy me sobrevivirá. Tan solo he alcanzado la excelencia en la imitación de los grandes pintores… excepto si Dios me concede su gracia en este tríptico.

Su voz se resquebrajó:

– Estoy seguro de que al Señor le agradará que loe a través de mi arte Su Divino Deseo hacia esa muchacha palestina. Por eso, María, tienes que ayudarme. Consérvate pura hasta que concluya el tríptico. Te lo exijo. Porque todo quedará plasmado en mi pintura. Si has cometido pecado de carne, el cuadro gritará que has mentido a… mejor dicho, que has sido infiel al Todopoderoso.

Le arregló con ternura un tirabuzón del cabello y, al sentir su contacto, ella se puso un poco más tensa.

– Y si, al cabo, debido a tu vileza mi cuadro naufraga y mi nombre es maldecido, y quizá hasta condenado para la eternidad… te mataré, pequeña.

Calló un instante, impresionado por su propio monólogo. La niña observaba, pálida, la basura con rostro humano que acababa de amenazarla de muerte.

Inspirando profundamente, el pintor retomó su discurso.

– Pero si el cuadro sale bien, te habrás ganado la libertad. ¿Comprendes la magnitud de lo que está en juego? ¿Comprendes su dimensión tanto para ti como para mí?

El hombre entrecerró los ojos, sorprendido por la ausencia de reacción de la adolescente. Sus labios se crisparon en una mueca de desprecio.

– ¿Te has vuelto lela? Estoy hablando de tu libertad. ¿No te basta?

Golpeó el respaldo de la silla con el pincel, esperando una reacción de María que no se produjo. Cansado, don Miquel suspiró y dudó un instante antes de volver a iniciar su soliloquio nervioso.

– Nadie excepto tú y yo debe estar al corriente de este proyecto. La gente no lo entendería y nos acusarían de herejía. Te he abierto mi corazón, pero no creas por ello que he puesto mi vida en tus manos. Si se te escapara la más mínima palabra sobre mi proyecto, yo lo negaría hasta jurándolo si fuera necesario, y serías tú, la dudosa cristiana, quien acabaría en la hoguera condenada por difamadora. Ya te has dado cuenta de que por estos lares los aliados del turco no son muy queridos…

Mientras desgranaba una a una las cuentas de este rosario de advertencias, el pintor no dejó de analizar la cara de su esclava. María tenía el corazón a punto de salirle del pecho y solo esperaba una cosa: que su amo, a quien en su fuero interno iba a empezar a llamar «el Demente» en lugar de «el Inútil», le diera permiso para abandonar el taller. Deseó que ni su rostro ni su respiración revelaran el peso del estupor que le entorpecía el cerebro. Aun así, un pensamiento burlesco empezó a saltar travieso entre la niebla de su espíritu: a pesar de sus arrugas y sus mofletes de hombre mayor, su amo jamás le había recordado tanto a un granuja descarado.

El sevillano alzó repentinamente el mentón como si resoplara. Posó su dedo índice sobre la nariz de su modelo y soltó una risotada retenida, repleta de diversión.

– Hija de la montaña, en el fondo tu tarea es sencilla: solo tienes que esperar a que Dios te desee. ¿Comprendes la dimensión del reto? ¡Que te desee!

Horrorizada, María vio cómo el pintor le guiñaba un ojo, a la vez cómplice y espantado por su propio sacrilegio.

– Sí, lo has oído bien: deseo, ¡como yo en este preciso momento de una hermosa ramera de buen año!

Se encogió de hombros y adoptó una actitud falsamente afligida.

– El asunto es arriesgado, estoy de acuerdo, pero vale la pena. Para mí, la gloria; para ti, ¡la libertad! Y si no funciona, entonces Dios enviará a sus ángeles portadores de rayos y nos castigará a los dos. O mejor aún, se las arreglará para que nos descuarticen en la plaza mayor de Madrid para regocijo del populacho, del Santo Oficio y de Su Majestad Felipe II en persona. Y nadie encontrará nada que objetar… aparte de tú y yo, por supuesto.

María había bajado el picaporte cuando recibió el último aviso ácido.

– No temas, María, mi razón no se ha ahogado en un recipiente de minio o de azurita. Harías bien además en no desconfiar de mi fe. Ignoro cuál es el fondo de tu religión, pero yo soy un católico ferviente. Mi propósito puede sorprenderte, pero no sorprenderá a Dios. Él está más allá de nuestro mezquino pudor. Solo exige que se le adore en todos Sus actos, incluso en los menos brillantes a primera vista. Si Dios cagara, nosotros deberíamos adorar sus cagarros. Ahora ve y prepárate. Mañana iremos a la iglesia a pedir de rodillas la protección de Nuestro Señor Todopoderoso.

10

Si no has visto Granada, hija mía…»

María repitió «hija mía… hija mía…» en algarabía esperando que eso le recordara el resto de la canción. Fue en vano. Tuvo que contentarse con recuperar un trozo de estribillo y completarlo con un «lalala». Suspiró: cada vez olvidaba más palabras de la lengua de sus padres. Recordaba vagamente que la canción hablaba de una muchacha enamorada de un alfarero de Granada, y del jardín de la Alhambra donde tras varios infortunios consiguieron encontrarse.

Sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Si seguía viviendo tres o cuatro años más en ese mundo vuelto del revés, quizá acabaría por no saber pronunciar ni siquiera comprender la algarabía de su infancia.

«¡Deja de estar tan triste, llorona!», se echó en cara, soslayando el temblor de su mentón. Y volvió a concentrarse en quitar la tierra de las botas de don Miguel mientras canturreaba. Al cabo de un instante, sin que se diera cuenta, una mueca de ironía le moduló los labios.

Escupió en la bota, en parte porque el paño estaba seco y en parte porque…

– Encaja esto en tu cara de mono, señor mesías-maestro -murmuró, y añadió con satisfacción un «bien hecho» ante las dimensiones del escupitajo.

Miró entonces furtivamente por encima del hombro, sin atreverse siquiera a imaginar la reacción de don Miguel si la hubiera oído.

Se quedó con la mano en suspenso mientras se dejaba llevar por otro pensamiento, el que le daba vueltas en la cabeza desde hacía días.

Tosió, se rascó una ceja y luego la otra hasta hacerse daño, esperando que su pensamiento encontrara un respiro y cesara esa insoportable sensación de debilidad que la tenía agotada. Como si hubiera corrido hasta perder el aliento… sin moverse.