Empezaba a conocer bien los entresijos de esa ridícula… (¿cómo denominarla?, ¿sed?) que le cosquilleaba desde la punta de los dedos del pie hasta la raíz del pelo. Y no solo era una sed imposible de saciar, sino que además era profundamente indecorosa.
«¿Será esto estar enamorada? Pero ¿de un mequetrefe como Lorenzo?»
Así se hallaba María, en un estado carente del más mínimo sentido común, a imagen de todos los que vivían bajo ese techo: el uno con su pintura blasfema, la otra con sus sueños de boda aderezados con avales de deudas, y el último en llegar… ese bobo… ese…
– … ese inútil preparando pigmentos, ese cantante de voz de pollo que se cree un ruiseñor, ese… mequetrefe, ese bandido de tres al cuarto… -concluyó con un murmullo en el que lo exagerado de los insultos delataba sus ganas de reír.
Se contempló las manos y las uñas, ennegrecidas por el barro de las botas. Miró hacia la puerta de entrada, sorprendida de sentir que moriría de vergüenza si Lorenzo la sorprendiera en ese estado de descuido.
«No puedes sentir vergüenza, María -se dijo-. ¿Has olvidado quién eres?»
La cara de la muchacha se entristeció. Y en su pecho dos dedos minúsculos le pellizcaron el corazón.
Todo empezó esa famosa mañana que siguió al domingo en que don Miguel pidió a Dios que le permitiera pintar Su Intimidad. Al menos eso fue lo que le contó a María al oído al salir de misa.
– Como soy tu maestro, he aprovechado también para implorar Su Indulgencia para ti por el papel que te asigno en mi pintura. No temas… -añadió el pintor profundamente convencido.
Don Miguel pasó la mañana de ese lunes reforzando un caballete con maderas verticales y, bajo la mirada intrigada de María, ordenó a Lorenzo que trajera las telas de lino que le había pedido que preparara.
El pintor acarició una por una las telas tensadas en marcos de madera antes de encolerizarse.
– ¿Qué has hecho, majadero? La superficie está áspera, se nota demasiado el grano. ¡Has utilizado más cola y yeso de la cuenta!
El aprendiz tartamudeó que había mezclado los productos siguiendo escrupulosamente las indicaciones del maestro. Don Miguel refunfuñó.
– ¿Me estás diciendo que me he equivocado yo? ¿Eso es lo que insinúas? Acércate. Toca esto y repite lo que acabas de decirme.
Con las mejillas encendidas, Lorenzo pasó la mano por la superficie del primer cuadro y luego por la del segundo. Su mirada expresó una gran sorpresa, pero se tragó la protesta.
– ¿Y…? -le interrogó don Miguel con un tono que no dejaba ninguna elección a su interlocutor.
– Creo que me he equivocado, don Miguel. Voy a apomazar y…
Ante la docilidad del aprendiz, el pintor se calmó. Gruñó que ya se encargaba él mismo de hacerlo por esta vez. Le ordenó que acudiera a la iglesia de la Magdalena para pedir al párroco una autorización para copiar a lápiz las fieras de un cuadro que representaba una escena de mártires devorados por leones y tigres. La necesitaba para un armador importante que deseaba un panel para su salón. Lorenzo reunió con rapidez el papel y los utensilios necesarios y se disponía a salir disparado cuando recibió la última advertencia de don Miguel.
– Y procura no hacerlo mal. Te exijo un trabajo meticuloso, aunque te tome varios días. Hasta ahora, no me has dado muchos motivos de satisfacción, más bien lo contrario. Por desgracia, mi paciencia es más limitada que la del Señor. Pero también es cierto que Él no tiene un taller que sacar adelante y puede contentarse con tus gorgoritos en la iglesia.
María simuló estar absorbida por el fuego del brasero, que reanimaba con puñados de huesos de olivas. El aprendiz pasó junto a ella, con el rostro descompuesto y todos los bártulos necesarios. Ella levantó furtivamente la cabeza. Lorenzo evitó su mirada, desdeñando su compasión.
Enseguida comprendió que el asunto de la superficie rugosa solo había sido un pretexto para librarse de la presencia del aprendiz. Don Miguel quiso liberarse del molesto testigo el primer día de trabajo de su «Gran Obra».
– La Gran Obra, en el lenguaje hermético de los alquimistas -contó a María- es la operación secreta que permite convertir un vil metal en oro.
Estaba convencido de que los alquimistas habían logrado este prodigio; bastaba con ver cómo en todo el mundo algunos de ellos se habían enriquecido de modo increíble de un día para otro.
Él, el maestro pintor de talento menospreciado por los ignorantes de Sevilla, se proponía, al pintar el acto de amor entre Dios y la Virgen, nada menos que transformar las exudaciones del mineral bruto -los colores- en pruebas de la divinidad.
– ¡Mi cuadro se convertirá en algo tan sagrado como el Santo Grial! -Su exaltación dejó paso a una mueca de sospecha-. Nadie excepto nosotros debe saber nada sobre esto, María… Ante todo, ni una palabra a ese inútil de Lorenzo al que tomé bajo mi protección demasiado deprisa.
«Sigue echándole leña a tu hoguera de propósitos insensatos, loco lenguaraz. Quizá Lorenzo sea un inútil, pero tú te has consumido las entendederas…», pensó la adolescente haciendo un esfuerzo para esconder su angustia.
El pintor, que seguía con su perorata, había superpuesto las dos telas en el caballete. Encantado por la admiración que creía leer en los ojos de María, dijo sonriente:
– Estoy prácticamente seguro de que gozaremos de la clemencia del Todopoderoso, pero no es razón para no desconfiar del celo de sus servidores. Pintaré la escena en dos partes que mantendré separadas, de forma que nadie podrá comprender el sentido si no observa ambas telas a la vez.
Tras consolidar las telas y el caballete con un sistema de sujeciones de estopa trenzada, retrocedió y observó largo tiempo el resultado. Satisfecho, hinchó los carrillos y dejó escapar un pequeño silbido.
– Tengo la impresión de estar renaciendo -declamó con una alegría forzada-. Pero sin duda mi alumbramiento no será fácil.
Se le escapó una risita ridícula, que interrumpió con brusquedad para sumergirse en sus pensamientos, con el ceño fruncido y la mirada clavada en el caballete. María esperaba oír la voluntad de su dueño, preparada para una larga jornada de inmovilidad, como ya era costumbre.
El hombre salió brevemente de su ensoñación para ordenar a la adolescente que dejara de hacer ruido, aunque estaba en silencio.
– Hoy no posarás. Limítate a limpiar los utensilios y a barrer un poco. Pero quédate en el taller, necesito verte para comprobar ciertas proporciones.
María estaba encantada de poder escapar a la pesada tarea de mantenerse inmóvil durante horas. Además, la idea de servir de modelo para un cuadro tan sacrílego la disgustaba profundamente. Respetaba a la Virgen y le rezaba antes de ser capturada, pues veía en ella una réplica protectora de su desaparecida madre. Esta Madre coronada por una aureola tenía rasgos y siluetas muy distintas de un lugar a otro. A veces era muy estilizada, con las mejillas pálidas y hundidas y largos cabellos negros disimulados bajo un pañuelo, como en el caso de la modesta imagen piadosa que había en la hornacina de la pared de adobe de la casa de su padre. Otras veces, en cambio, parecía mofletuda, casi regordeta, con la corona de Reina del Cielo…, como en el cuadro de la habitación de las gemelas. En una ocasión, María llegó a presenciar en el mercado cómo un vendedor ambulante de imágenes intentaba convencer a una reticente doña Ana…