«¿Quieres que te consuele, madre?»
Tengo la certeza de que me responden, ahí, en mi cabeza. De que ella me responde.
«Sí.»
Me estoy volviendo loco. No hay otra explicación.
«¿Estás… agotada, Yemma?»
Sin que mis labios se muevan, le he hablado en la lengua que menos domino, la lengua prohibida, la algarabía, la que ella se negaba a usar en mi presencia y de la que mucho más tarde, en Roma, aprendí algunas palabras con un viejo erudito. Hasta entonces solo había usado este maldito castellano. Mi corazón late tan fuerte que veo luces blancas tras los párpados. ¿Qué son? ¿Mariposas? Una risa propia de un loco, incongruente, florece en mi pecho: tengo ganas de orinar de miedo porque un fantasma se ha posado en mi espalda y me muero de ternura porque es el de mi pobre madre.
Y de repente el horrible peso desaparece, como si los dedos invisibles hubieran decidido dejar de apretar. La risa mortinata se transforma en náusea. El verdugo y su ayudante echan madera a las brasas, que amenazan de nuevo con apagarse. Ha llovido demasiado esta noche, es un mal día para un verdugo concienzudo. El cuerpo atado se ha encogido cual una tea consumida. No quiero seguir mirando la hoguera. La gente empieza a dispersarse, un poco decepcionada, como si la fiesta hubiera acabado demasiado pronto sus compromisos.
Me marcho. Ahora tengo que ir a matar a los culpables.
Primero a mi padre adoptivo, que traicionó a mi madre. Luego a mis otros padres: el primero, el amante que no quiso saber de ella, y el segundo, el pintor que la violó.
Después, a los demás: a los vecinos delatores, al juez y quizá hasta al marqués que trajo de Madrid el leño bendecido para la hoguera. Y al cerdo del rey, si llego hasta él antes de que me maten.
Escondo los ojos bajo el ala del sombrero porque estoy llorando. Aprieto el paso y lloro más.
María, tu hijo Juan ha regresado y tú ya no estás aquí.
Y ya no puedes oírme, querida madre.
Con las piernas colgando sobre el pretil, la mujer que ya no estaba entre los Vivos observa a la silueta alejarse.
– Mi bobo hijo, sin tus lágrimas no te habría reconocido. ¿Por qué has vuelto de tu Italia? ¿Habré sufrido para nada las tenazas y el torno?
Un enorme odre de tristeza estalla en su interior. Ha sido reducida a cenizas antes de que pudiera abrazar a ese vástago tanto tiempo ausente. Y su primer acto, después, ha sido aterrorizarlo.
– Idiota -se dice con rabia-, las llamas no han mejorado tus entendederas.
La improvisada plaza parece una explanada invadida por la bruma y las sombras en movimiento. La criatura comprende que las sombras indefinidas son los Vivos. Solo los objetos carentes de vida se perfilan claramente entre la neblina que ha sustituido a la luz de antes del suplicio: las murallas, el patíbulo, las colinas a lo lejos y hasta un tramo de río. En algunos cadalsos, junto a las formas inconsistentes de los Vivos, se asoman…
– ¡Fantasmas! -constata la mujer con una intensa curiosidad-. ¿Como yo?
Hay tantos…
Se mira a sí misma y se ve con claridad…, pero ya no tiene ojos, ni manos, ni piernas… Entonces, ¿cómo puede verse?, se pregunta. ¿Cómo es posible que todavía sienta con una fuerza desgarradora las manos, las piernas, los ojos, la vagina?
¿Y la ropa? ¿Acaso está desnuda?, se pregunta con un asomo de coquetería. ¿Así la ven los Otros?
Está muerta. Lo sabe, puesto que se ve simultáneamente en el patíbulo, donde los hombres empujan con palas los repugnantes restos de su cadáver hacia el centro de la hoguera para concluir su combustión.
– Ah, mi hermosa María -masculla, exasperada-, cuántas cenizas… ¡Y pensar que no soportabas la más mínima mota de polvo!
Pero el dolor está ahí, impone su yugo a los miembros, a las vísceras, al cráneo ausente. Pero ya no es el dolor del fuego. Ese está, ¡oh, sorpresa!, infinitamente lejos. La nueva sensación es distinta, masiva pero difusa: parece una sed monstruosa, imposible de saciar, que afecta a todos los sentidos, ¡aunque ninguno de esos sentidos existe ya!
¿Se debe eso a que ha tocado a un Vivo, a su hijo? ¿O a que ya no está viva?
Quiere aullar de incomprensión, pero se da cuenta de lo ridículo del asunto: un muerto -o lo que queda de él, unas migajas de carne carbonizada- ¡no berrea!
– ¿Es una broma? -se pregunta, sintiendo nacer en ella la rabia por la banalidad de sus percepciones-. ¿Soy realmente un espectro?
Si no estuviera tan ocupada examinando su nuevo estado, los dientes le castañetearían por el miedo. No es así como había imaginado el paso al otro lado. ¿La muerte, pues, no significa el final del sufrimiento? La deja estupefacta comprobar que es capaz de pensar a pesar de la oleada de sufrimiento que la golpea, que ese pensamiento consiga incluso dividirse entre la curiosidad y un quejido indignado:
– Pero ¿dónde está todo lo que se nos prometió?
– Madre…
– Catalina…
La madre fantasma, llena de ternura, tiende sus brazos, o la idea que ella tiene de los brazos, hacia la muchacha que la recibe con una sonrisa, o la idea de una sonrisa. De hecho, si ha muerto hoy ha sido debido a su hija.
– ¡Cómo te he echado de menos, hijita preciosa!
– Yo también, madre, pero yo jamás te abandoné. Incluso antes de que lavaran mi cuerpo y me enterraran, cuando tú estabas con el alma rota y hecha un mar de lágrimas, yo ya estaba a tu lado…
– ¿Incluso cuando estaba presa? ¿Incluso cuando me torturaban? ¿Incluso… cuando ya no tuve lengua?
– Claro. Siempre. Si hubiera podido aliviar tu sufrimiento… Si hubieras podido perdonarme… Todo esto te ha sucedido por mí. Lo siento mucho, madre, lo siento tanto…
La voz de su hija no ha cambiado. El mismo tono, la misma vibración debida a las lágrimas contenidas. La alegría que la madre vive es tan desgarradora que tiene la impresión de que es dolor añadido.
– Tú no tienes la culpa, hija, y yo tampoco… La culpa es de…
Se encoge de hombros.
– Ya no importa. Nos hemos encontrado, ¿no?
La hija abraza a su madre y exclama:
– ¡Me daba tanto miedo manifestarme! Temía que no soportaras el espanto de verme. ¡Cómo me hubieras odiado! Y sobre todo no quería que te volvieras como… como yo. Es tan feo estar muerto. Lo daría todo por estar otra vez viva y pasear contigo junto al río de nuestro pueblo, en medio de los naranjos, y comer, y beber.
Rió como si llorara.
– ¿Te acuerdas de que cuando estaba enferma una estúpida insinuó delante de mí que no había esperanza? Tú la echaste y la colmaste de maldiciones. Después, para tranquilizarme, me contaste que la muerte no era nada, que uno se va a contar las estrellas y vuelve a la vida cuando termina de contarlas. ¡Y ni siquiera había que hacer la suma exacta! Te estaba tan agradecida que te abracé como una loca. Tú protestaste diciendo que no querías que te ahogara con la baba de mis besos. Por supuesto, ese cuento tuyo no es cierto, madre. Lo único que ansiamos los Muertos es unirnos a quienes más nos querían cuando estábamos vivos. Si no, el tormento creado por las ganas de vivir es insufrible porque no tiene fin… Y me da tanto miedo la eternidad, la soledad… No esperaba esto en absoluto. No somos más que nubes y sufrimos más que… estamos más tristes que… y no podemos hacer nada contra esta horrible ansia.