María sentía la rabia subirle por las venas cuando don Miguel despedía así a Lorenzo, sobre todo cuando este último ni protestaba. Era como si le dieran una puñalada trapera en lo más íntimo de su ser. Sin embargo, el pintor no se equivocaba por completo cuando lo acusaba de negligente. A veces, María vigilaba al chico por el rabillo del ojo mientras realizaba una tarea y veía que rápidamente los labios se le ponían en movimiento: al principio, en silencio y al cabo de un momento el murmullo se volvía perceptible. Algo se cocía en su cabeza, y si ningún mensaje hiriente del maestro lo interrumpía, el murmullo se transformaba gradualmente en un canto, límpido y fino, totalmente fuera de lugar en el ambiente de recogimiento que solía respirarse en el taller.
María sentía la mirada exasperada del pintor clavada en la espalda del chico. Ella misma comenzaba a imitar algunos ruidos para atraer la atención de Lorenzo, aunque pocas veces lo conseguía. Entonces el maestro carraspeaba varias veces, hasta que su aprendiz se daba cuenta del aviso. Todo solía concluir con un grito colérico de don Miguel.
– Pedazo de asno, ¿no puedes callar ni un solo momento? ¿O es que las ganas de cantar te vienen como las de mear?
Otras veces terminaba con amenazas.
– Te arrancaré la lengua si me estropeas el verde. Mi cliente quiere un paisaje de primavera, no un otoño de Todos los Santos. El índigo de Bagdad está por las nubes y tú lo despilfarras como si fuera un moco que te sacaras de la nariz.
Eso era injusto, porque Lorenzo era muy cuidadoso con su persona. Aunque sus ojos abiertos como platos parecían albergar una protesta incipiente, al final, vencido por la expresión feroz de su maestro, bajaba la cabeza y volvía a moler los polvos melancólicamente y en silencio.
María se había enamorado de ese soñador ensimismado de Lorenzo. Había caído en sus redes como quien tropieza y cae torpemente al suelo por haber pisado una mondadura cualquiera. No había ninguna razón para ello: era demasiado joven, esmirriado y no muy guapo, y pretencioso a pesar de su timidez. Él era libre y ella esclava, y no se molestaba en disimular su desprecio por el origen morisco de su compañera de taller. Una vez le preguntó si ella era realmente hija de moros y mostró una mueca de disgusto cuando le respondió afirmativamente. En fin, era exactamente lo contrario a lo que ella se había prometido amar en sus sueños de adolescente.
Pero así estaban las cosas. Para su desgracia, lo había visto desnudo, con la verga empinada como un mástil, enloquecido por una causa que ella había provocado involuntariamente.
Él había tenido ganas de ella.
Y desde entonces, ella tenía ganas de él.
«Como una cabra en busca de un macho en celo», se dijo imitando la salaz ironía de su tía.
Lo más humillante llegaba el domingo en misa, cuando se elevaba la magnífica voz del adolescente, a la vez potente y aún tan infantil, esta vez sin límites y como ebria de su propio esplendor. El torpe y un tanto ausente alfeñique del taller se metamorfoseaba entonces en un ser mágico, dispensador de una belleza que hacía suspirar de emoción a la asamblea de fieles.
– Dios habla a nuestra alma a través de ese chico -afirmó conmovida una anciana antes de recibir la aprobación de sus vecinas de banco.
En ese mismo momento, otra voz le retumbó dentro del cerebro: «Eh, pequeña bribona, no hace falta que cojas con tanta fuerza el rosario como si fueras una beata. También a ti te está hablando alguien, pero sin duda no es el Dios de los Evangelios, ni se está dirigiendo a tu alma, a juzgar por lo que se ve…».
Con gran vergüenza, María sentía cómo su cuerpo se le escapaba. Se le endurecían los pechos mientras su vientre se ablandaba. Peor aún, a medida que la voz del cantante envolvía con su seducción de serafín los oídos del auditorio, la muchacha sentía que la entrepierna se le humedecía con un líquido extraño, quizá el mismo que se le ausentaba de la boca y los labios, transformados en una especie de madero seco. María inclinaba la cabeza, desconcertada ante la falta de coordinación de sus sentidos, y lanzaba miradas de temor hacia los parroquianos temiendo que otros signos más manifiestos -como el olor o una mancha en el vestido- traicionaran el incendio interior de su cuerpo.
Para disimular su sonrojo escondía la cara entre las manos, dando la impresión de que se replegaba en una profunda devoción. Se mordía la palma de las manos insultándose: «¿Me habré vuelto una mujer de la calle? Todo esto por ese necio chillón que no se fija ni una pizca en mí». Pero algo en ella nacía de la ternura y protestaba: «Exageras, paisana… No solo no chilla, sino que no canta mal tu Lorenzo. Además, ya te gustaría probar su miel, ¿verdad?».
Doña Ana, que a veces lanzaba una mirada controladora al rincón de los pobres y los esclavos, asentía con el mentón llena de satisfacción: ¿quién podría ya criticar la casa de don Miguel, con una esclava convertida tan visiblemente devota ante los fastos del coro de la catedral y con ese aprendiz dotado de una voz de ángel que tan bien cantaba loas al Señor? El ama de llaves saboreaba esta fehaciente demostración de piedad que ridiculizaba los chismes de la mujer del hostelero.
El último domingo, a la salida de la misa, el cura incluso felicitó a don Miguel por haber realizado una obra tan pía autorizando a ese aprendiz, dotado de una voz tan bonita, a que cantara en la iglesia incluso durante los días laborables. El sacerdote, luciendo una gran sonrisa, lo llevó a un aparte y habló largamente con el pintor. Cuando don Miguel se incorporó al grupo, que se dirigía paseando hacia la casa, María sorprendió la mirada medio perpleja, medio socarrona que el pintor lanzó al muchacho… Como si sopesara las ventajas y los inconvenientes de una propuesta inesperada sobre su aprendiz, pensó con inquietud la joven enamorada.
Dos días después, el cura, acompañado de un individuo vestido según la moda extranjera, se presentó ante la puerta de don Miguel.
11
Don Miguel invitó a entrar a los visitantes y los acomodó en el salón de gala de la planta superior, lo que solo ocurría con los clientes más importantes. Doña Ana se encargó personalmente del servicio antes de retirarse, muerta de curiosidad. María, que había traído el brasero, la vio dudar ante la puerta que el pintor había cerrado escrupulosamente. La muchacha adivinó que, de no haber estado ella por allí, el ama de llaves no hubiera dudado en espiar la conversación de los tres hombres.
– Ve a la cocina y prepara la sopa -le ordenó doña Ana al pasar ante ella.
Unos instantes después, don Miguel, desde lo alto de la escalera, llamó a María y le ordenó que fuera en busca de Lorenzo. El maestro esgrimía un rostro inexpresivo que la tranquilizó en un primer momento, aunque por la misma razón la inquietó inmediatamente después.
Interrumpió a Lorenzo mientras este estaba preparando un fondo de cielo. Parecía satisfecho del trabajo, pero con una simple ojeada, María presintió que don Miguel estaría descontento una vez más de la labor de su aprendiz. «A pesar de tus grandes ojos azules, no estás hecho para la pintura, Lorenzo», pensó con una tristeza infinita.