– María se pondrá triste al verle partir tan lejos.
– ¿Por qué dices eso? -espetó él con un timbre seco.
– Porque se ve a la legua que está enamorada de tu ruiseñor.
– ¿Estás segura?
– Soy mujer, ¿acaso lo has olvidado? Nosotras tenemos clarividencia en estos temas. La muy boba está convencida de que nadie se da cuenta de sus gestos enamorados, ni de su nueva forma de peinarse…
– Que no se olvide esa necia de que es una esclava. Si alguna vez intentara…
Se produjo un silencio, roto por una apreciación socarrona llena de amargura:
– Cualquiera diría que te molesta que la muchacha ande enamorada. ¿No es normal que el corazón de una jovencita se prenda por alguien de su edad?
– ¿Qué intentas decirme? Solo me molesta porque la distrae de su deber de esclava que nos ha costado cara -replicó airado don Miguel-. Sin contar que esto podría llevarla a tener malas ideas.
– ¿Como por ejemplo…?
Un ruido resonó en la entrada, quizá un repartidor que llamaba a la puerta.
– Ya voy, ya voy -gritó María después de haberse alejado de la cocina-. No eche abajo la puerta, por todos los santos.
En realidad solo era un mendigo pidiendo caridad. Ella lo despidió con sequedad: «No tenemos nada para ti en esta casa. Sigue tu camino, Dios te mandará comida».
No oyó las maldiciones salaces del vagabundo porque temblaba de la cabeza a los pies.
El día, sorprendentemente helado para la época, avanzó a paso de caracol entre las compras para la cena, los preparativos de la mesa y de la vajilla, la limpieza del salón y la elaboración del menú. María no vio ni una sola vez a Lorenzo. Por fortuna, porque hubiera sido incapaz de dirigirle una palabra sin romper a llorar. Sintió la mirada hostil de don Miguel cuando entró en la cocina para comprobar que los capones estuvieran en su punto. Sin embargo, no soltó prenda, quizá porque doña Ana lo vigilaba por el rabillo del ojo.
Llegaron al caer la noche, casi en el mismo momento: primero, el cura y el italiano; después, el padre, un burgués robusto y alto, que a pesar de su actitud deferente parecía estar al acecho. María los acompañó a la planta superior y les abrió el camino candelabro en mano. Lorenzo se reunió con ellos en el momento en que el cura se prestaba a dar su bendición. Sin una palabra, besó la mano de su padre antes de sentarse a su lado.
Al principio, la cena transcurrió en silencio. Con los ojos bajos para evitar cruzarse con alguna mirada, María sirvió la cena: carne picada y pavo aderezado con pimienta y azafrán. Su corazón se contrajo cuando vio que el extranjero observaba a Lorenzo. Don Miguel se encargaba del vino y servía generosamente a todos los comensales, sin olvidarse a Lorenzo, a quien llenó la copa tras una mueca de interrogación a la que el padre asintió.
– Sirve la fruta y los dulces, trae carbón para el brasero y no nos molestes más -ordenó don Miguel a María.
La esclava regresó a la cocina; se sentía mareada y débil, como si hubiera participado en las libaciones del piso superior. Todo su ser gritaba que a su amado le estaban tendiendo una trampa. Los invitados, incluido su padre, participaban en una cacería en la que Lorenzo era la presa. María estaba casi segura de ello. La prueba era ese esbozo de sonrisa del padre cuando aceptó que el anfitrión le sirviera de nuevo vino a su hijo.
– Doña Ana, ¿puedo pedir permiso para ausentarme un instante? Tengo retortijones en el vientre.
La desconfiada ama de llaves la examinó alzando las cejas.
– No tardes, te necesito para preparar el jarabe de chocolate.
María simuló ir al cuartucho donde se hallaba el retrete, pero en realidad subió hasta el piso de arriba. Entró en la habitación adyacente al salón, la que el ama denominaba «el salón de las mujeres», decorada únicamente con cojines y alfombras en contraste con la sala de recepción principal o «salón de los hombres». Una gruesa cortina separaba los dos salones. De pie en la oscuridad, la adolescente se daba cuenta de que contenía la respiración desde que había entrado en la estancia. Espiró suavemente, avanzó unos pasos y se golpeó con la esquina de una mesa baja. Ahogó un gemido.
– Ahora tienes que responder sin…
No oyó la continuación. Con un brazo extendido y la palma de la mano tanteante, se acercó hacia donde creía que se hallaba la cortina.
– No tienes que sentir vergüenza de abrir tu alma a un sacerdote, hijo -proseguía la voz dulce-. Dime, que Dios nos perdona y benditos sean los días pretéritos: cuando… cuando tienes una polución o cuando te tocas… No, no lo niegues, ¡todos los niños de tu edad lo hacen! Hay… ¿algo? ¿Sale algo? Vamos a ser más precisos: ¿pierdes sustancia seminal? Sobre todo, no mientas…
María abrió los ojos en la oscuridad. No podía creer lo que estaba oyendo. ¿Cómo se atrevía ese párroco a faltar a la decencia más elemental formulando preguntas tan impúdicas en público, sobre todo delante del padre de Lorenzo? Y ¿por qué permitía él semejante vileza?
Le llegó un vivo intercambio de murmullos en lengua extranjera, seguido de un «responde con franqueza, hijo» más brusco.
– … nada…
– Tus palabras se pierden entre la lengua y los dientes. ¡Clama lo que tengas que decir en voz alta, en nombre del Señor, para que nadie pretenda en el futuro haberte oído mal!
Otra voz intervino; solo podía ser la de su padre, ronca y desagradablemente persuasiva.
– Lorenzo, no te avergüences de hablar en mi presencia. Todos somos hombres. ¿Quién de nosotros no ha pecado? Pero la misericordia de Nuestro Señor no tiene fin. Y además, no tenemos que hacer perder el tiempo a estas respetables personas. Una ha venido a verte de muy lejos…
María sintió un violento acceso de odio hacia ese individuo que debería proteger a su hijo y que estaba convirtiéndose en un ojeador al servicio de los cazadores.
– … tienes que saber lo que quieres. Si no respondes, agradeceremos a don Miguel su hospitalidad, saldremos sin más dilación y todo se acabará ahí. Nadie desea forzarte, pero no irás a Italia.
El muchacho se aclaró la garganta.
– Nada… Nada… No sale nada.
La adolescente, con los puños apretados, quiso protestar: «¡No les digas nada, memo! Eso no es asunto suyo…». Se mordisqueó los labios. Los dientes le castañeteaban tanto que pensó que podría oírse desde el otro lado de la cortina.
El cura volvió a la carga con su voz empalagosa y autoritaria.
– ¿Estás seguro? ¿Ni el más mínimo humor lechoso en estos últimos días? No nos mentirías con la esperanza de pasearte por Roma, ¿verdad, hijo? ¿Lo jurarías sobre las Santas Escrituras so pena de condenarte al infierno si no dices la verdad?