– Nada, padre. De verdad. Nada. Y… sí, lo juro por las Santas Escrituras.
El alivio del cura era perceptible en su voz cuando exclamó:
– Bien, hijo mío. Aún eres impúber y te felicito. Al parecer, hemos llegado a tiempo. Dale las gracias a don Miguel por haber organizado tan rápidamente este encuentro. Si todo va bien y si das muestras de constancia y capacidad, pronto tendrás el honor de cantar ante Su Santidad el Papa. Por la gran gloria de Dios y la tuya, por supuesto, y… -El cura se interrumpió con brusquedad, como si estuviera en el pulpito y quisiera sorprender a la asamblea de fieles. Luego, exagerando su entusiasmo, agregó-: y la de tu familia. ¡Bendita sea entre todas!
Se alzó un guirigay general de satisfacción, y después alguien -¿quizá don Miguel? -propuso:
– Es tarde, pasemos a la firma del contrato. Luego beberemos por el futuro éxito de vuestro hijo.
El italiano leyó de forma monocorde un texto redactado en su lengua, interrumpido de vez en cuando por el cura, que traducía a toda velocidad tragándose palabras. Aun con los oídos bien atentos, María solo percibía algunos retazos carentes de significado: «… música… iglesia de nuestra… maravillosa disciplina que conduce… trabajo de soprano… años… gramática del latín… reglamento… Nápoles, Roma…».
Don Miguel, probablemente encantado de poder mostrar su conocimiento del idioma, añadía inútiles y pedantes apostillas: «eso es», «exactamente».
En un momento dado, una voz solicitó que se releyera un fragmento.
– ¿El de los dineros con los que deberé compensaros? -preguntó el cura.
– Sí, exacto. Si tenéis la bondad de concederme este favor… -replicó la primera voz en un tono pusilánime afectado de amabilidad.
El runrún de palabras italianas mezcladas con castellano volvió a comenzar, primero, con un aire solemne, y acelerándose después a medida que los ajá de asentimiento se volvían regulares entre el auditorio.
– Si estáis de acuerdo, firmad aquí y a partir de mañana vuestro retoño volará hacia su nuevo destino -concluyó el traductor tras un nuevo silencio.
Siguió una risita que quizá pertenecía al padre. Luego, María oyó el deslizamiento de la pluma sobre el papel, la tos afectada del cura, un «sí, otro párrafo más», nuevos roces de la pluma y, por último, un suspiro satisfecho.
– Grazie, grazie!
Al oír esta exclamación en italiano del visitante extranjero -que María comprendió en el acto-, un órgano vital se le encogió en el pecho. Por un instante creyó que iba a expirar en esa habitación oscura.
Se cubrió la boca con la mano. «Sí, sin duda, algo innoble acaba de decidirse por Lorenzo tras esta cena. Pero ¿qué?» Aún no lo sabía, pero…
Tuvo la brusca convicción de estar asistiendo al desarrollo de uno de esos cuentos crueles que le contaba su tía tras mucho suplicar, cuando la noche avanzaba a paso de lobo hasta su choza.
En realidad, esos hombres sonrientes eran ogros sentados a la mesa para comerse al muchacho que había entrado en la casa que no debía…
Sí, eso era. Aunque ahí, detrás de la cortina, a diferencia de lo que le contaba su tía, ¡el estúpido niño parecía de acuerdo en que lo devoraran!
– Lorenzo, atiende…
Su lengua, dominada por el miedo, se negó a obedecerle, el espantoso gemido solo se oyó en la cabeza de la esclava. María agitó la otra mano ante ella, como si quisiera despejar desesperadamente el espesor de la oscuridad.
La vocecilla de Lorenzo se elevó de repente.
– Señores, perdón…, mi pregunta es si la…
– Tú querer decir: la… ¡clac, clac!
El invitado, con un acento horrible, empezó un alegre parloteo y pronunció algunas palabras en su propio galimatías. Cuando el cura hizo la traducción, a juzgar por la vivacidad de su caudal de voz, María hubiera jurado que tenía la cara deformada por una amplia sonrisa.
– No. Te garantizo que no tienes nada que temer. La intervención es benigna y la realiza un experto. Nuestro buen amigo afirma que el conservatorio de la Ciudad Santa solo trata con los mejores barberos de toda la cristiandad: los de Nápoles, por supuesto. En el fondo, es muy sencillo… La Providencia te ha dotado de talento: sería de ingratos desaprovecharlo y no usarlo en tu propio interés. Después de todo… tú serás… (la comparación es arriesgada)… tú serás un glorioso sacerdote de la música, enteramente dedicado al sacerdocio artístico, y tu destino es tan grande como el de un cardenal o… incluso más, si Dios quiere. Tampoco yo, en mi ministerio, saco ninguna utilidad de mi… de mi…
Los adultos estallaron en una rotunda carcajada. El cura continuó su discurso alentado por las risas.
– Ya ves… Como puedes comprobar con tus propios ojos, no me va tan mal. Entonces, ¿estás de acuerdo?
María aguzó el oído. Lorenzo debió de asentir con la cabeza, porque el cura, recuperando la seriedad, lo felicitó.
– Eres un buen hijo, Lorenzo. El autor de tus días tiene muchas razones para sentirse orgulloso de ti. Don Miguel, ya que habéis tenido la amabilidad de honrarnos con vuestra hospitalidad, tened la bondad de volver a servirle un poco de vuestro excelente vino. Es el momento de…
Un espasmo sacudió el vientre de María antes de ascender para quemarle la garganta. Agrio y repugnante, el sabor del vómito le inundó la boca. Con los labios sellados por la palma de su mano, salió corriendo del salón de las mujeres, no sin antes chocar contra una pared y tropezar luego con la misma mesa de antes.
– ¿Qué ha sido ese ruido?
Fue lo último que escuchó antes de entrar en su habitación y vomitar la cena sobre su vestido.
12
El tragaluz con paneles de pergamino untado en aceite estaba abierto y la luna llena bañaba con su luz indiferente la habitación de las gemelas. María se desnudó, se limpió la boca con el vestido, lo enrolló y lo lanzó a un rincón. Permaneció inmóvil, desnuda en medio de la habitación, temblando.
¿Había oído bien? ¿Iban a cometer semejante monstruosidad?
Su cuerpo era presa de convulsiones, pero no acudía el llanto. De vez en cuando inspiraba una bocanada de aire, como si estuviera ahogándose y emergiera para respirar antes de hundirse de nuevo.
Bajó la mirada hacia su cuerpo: observó sus pechos pequeños, la hendidura de la vulva. Se encontró espantosamente inútil. Y se tapó los ojos con las manos para ahorrarse su propia imagen. A ciegas, avanzó hacia la cama, se tumbó en ella y se acurrucó sin poder retirar la cubierta.
No pensó. No soñó. De vez en cuando un escalofrío le hacía apretar más los brazos alrededor del pecho.