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– … que te castren. ¿Eso es lo que querías decir, aprendiz?

Ella le tocó el hombro, y Lorenzo retrocedió alarmado.

– Aléjate de mí, María. Sal de aquí, loca.

Ella se inclinó sobre él, intentando captar su mirada.

– Ahora aún eres un hombre. Luego ya no lo serás. Cantarás como un ángel delante del Papa y todos los cardenales de tu tierra y del cielo, pero si no estás… entero, jamás serás un hombre. Te convertirás en un monstruo, te aplaudirán y se mofarán de ti. Y tú no tienes derecho a aceptar eso.

La muchacha observó el efecto de sus palabras. El chico dudaba, aturdido, el labio le temblaba; quizá aún estaba bajo el efecto del vino. A María le surgieron unas ganas inexplicables de abrazarse a él. «¿Qué me está pasando? Apenas lo conozco. No es en absoluto lo que yo quería…», se dijo, y su propia cabeza le pareció un territorio desconocido, hostil, perteneciente a otro. Se aclaró la garganta para contener el pánico que le inmovilizaba las piernas y suspiró con gran dulzura:

– No puedes hacerme eso, Lorenzo.

Las pupilas del aprendiz se encogieron de sorpresa; después le acometió una risa breve, irónica y llena de terror:

– Pero… ¿tú me quieres? No me digas que me quieres…

Ella no respondió, esperó con paciencia a que la risa se desvaneciera. Después, como si fuera la cosa más normal del mundo, se puso de rodillas y le deslizó la mano bajo la camisa.

– Déjame, María, o me pongo a gritar.

Aterrorizado, el aprendiz miró hacia la mano de la muchacha que le agarraba el sexo.

– Mira -había alegría en el nerviosismo de María-, mira, Lorenzo: eres un hombre, no lo niegues.

Él la rechazó, haciéndola caer con violencia sobre su trasero, pero sin conseguir que soltara la presa. La muchacha reaccionó con un gruñido de dolor antes de volver a ponerse de rodillas con la mano que le quedaba libre. Con la otra mano seguía asiendo el miembro del hombre al que amaba y que no la amaba a ella. Tuvo el convencimiento absoluto de que se moriría allí mismo si supiera cómo ordenarle a su cuerpo que dejara de vivir.

– Déjame, te lo ruego… María… yo… yo no puedo…

Su súplica quedó en el vacío. Sorprendida por su voz entrecortada, María elevó la cabeza intentando leer en sus ojos enloquecidos.

– María, yo…

La mirada del aprendiz se transformó.

– Lorenzo, está… está…

Ella contuvo la respiración mientras sus dedos comprobaban lo que veían sus ojos; después suspiró con orgullo:

– … ¡duro! Lorenzo, ¿te… por mí?

María abrió la mano, fascinada por el sexo erguido. Lorenzo la contemplaba, a la vez muerto de vergüenza y paralizado por el deseo. Ella sopló, mientras sus dedos rozaban de nuevo el miembro empinado.

– ¿Aceptarás que te corten el alma?

El reproche fue lanzado con delicadeza, y sin ironía alguna.

– ¿Jamás desearás a una mujer por tu arte?

– Me gusta… la… -atinó a balbucear.

No terminó la frase, intimidado por la repentina ronquera de su propia voz. Con los ojos abiertos de par en par, la mirada antes cubierta por la cólera se llenaba ahora de una súplica. El corazón de María sintió una punzada. «Mamá, ¿qué debo hacer?»

– María, por favor… -Él tendió una mano ávida hacia ella-. Ven. No me dejes así. María… Eres tan hermosa, María -dijo con voz trémula.

Ella se irguió y titubeó, presa del vértigo. Un recuerdo irrumpió en su alma, la inquietó y luego desapareció. Lo identificó justo antes de que se esfumara: ella era niña y su padre y su tía, por una vez de acuerdo, sonreían y le tendían los brazos. «¿Por qué sonríen -tuvo tiempo de pensar- si están muertos? ¿Qué dirían si me vieran prostituyéndome con un hombre desnudo?»

– Queridos Muertos… cuánto os quiero -murmuró en algarabía.

Se incorporó y observó al muchacho paralizado en su catre, con las piernas abiertas, el sexo empinado; parecía un ser malvado suplicando su presa. Se rió en su fuero interno, pero de inmediato se arrepintió. Luego, se levantó el vestido hasta los pechos, separó las piernas y avanzó al encuentro del pistilo obsceno.

Ahogó un grito de dolor cuando él la penetró. La agarró como si le fuera la vida en ello. Le palpó febrilmente los pechos, el vientre, el nacimiento de las piernas, sin saber dónde detenerse. La besó, intentando torpemente introducirle la lengua en la boca. Ella lo imitó y sus lenguas se encontraron. María estuvo a punto de soltar una carcajada.

Había un poco de sangre bajo ella cuando él se retiró. Lo esperaba, pero aun así se estremeció, invadida por un desconcierto mezclado con melancolía. ¿Era eso convertirse en mujer? Primero sangre… pero ¿ni sombra de placer?

Se había esforzado por permanecer alegre. ¿Qué habría sentido él cuando lo acogió en su seno? La había abrazado muy fuerte, hasta el punto que le costaba respirar. Entonces él soltó un largo suspiro de abandono, semejante a un estertor, en el momento en que…

… ¡María había sentido la descarga en ella!

– Lorenzo, te has…

Él seguía respirando con agitación, con los ojos medio cerrados. Ella tomó su sexo, ya esmirriado y manchado de sangre, y agarró el extremo entre sus dedos. Con el índice recogió la gota que aún quedaba.

– Ya no eres… ¡Mira!

– ¿De qué me hablas?

Le acercó el dedo a la cara. Y súbitamente a la defensiva, Lorenzo protestó:

– No, no es cierto. Eso no es…

Ella intentó controlar su voz, pero esta temblaba exultante.

– Sí, mira… es tu semilla. Ya no te pueden…

Se calló, sin aliento. Él gimió, aunque era casi un gruñido de odio.

– Es tu sangre, cerda. Sólo es tu sangre, ¿no lo ves? Quiero ir a Italia y tú no me lo impedirás. Tú has dejado de ser pura. Yo soy el mismo. Aún no soy un hombre. Eso no es…

– Pero te quiero -se lamentó ella horrorizada-. ¡Yo no te mentiría!

Se oyó un ruido en la casa, quizá un postigo que no estaba bien ajustado. María se precipitó al exterior, resbalando sobre un montón de basura, chocando después contra una puerta y, sin saber demasiado cómo, llegó a la habitación de las gemelas.

Cubierta por la colcha, intentó controlar el miedo que la paralizaba. Una parte de su cabeza empezaba a funcionar y le proponía volver a escuchar los abominables improperios de Lorenzo cuando la puerta se abrió.