El pintor blandía un candelabro. Iba en pijama, con el pelo alborotado. Quizá simplemente se había levantado para satisfacer una necesidad natural, se decía María contra toda evidencia, y, al pasar, comprobaba, como hacía a veces, que las puertas y las ventanas de la casa estuvieran bien cerradas.
Avanzó hasta los pies de la cama y elevó el candelabro para iluminar el rostro de la muchacha. El brillo de las velas alargaba los rasgos del maestro, que contempló a su esclava con ojos carboneros y vacíos de toda expresión. María quiso decir algo, pero las mandíbulas se negaban a abrirse. De un manotazo, don Miguel barrió de la cómoda un ramillete de flores secas que le molestaba y depositó el candelabro, sin apartar la mirada de la adolescente.
– ¿De dónde vienes, María?
Y sin esperar la respuesta, le arrebató la colcha y la lanzó detrás de él. Antes de que la adolescente pudiera siquiera reaccionar, se inclinó sobre ella, le levantó el vestido, le separó brutalmente las piernas y colocó la cabeza en su vagina.
María lanzó un grito de espanto mordiéndose los puños cerrados. El hombre respiraba con mucha violencia, con la nariz pegada contra los labios de su intimidad.
– ¡Perra, sucia! Hueles a jodienda… ¡y a sangre! ¡Me has traicionado!
Había desesperación en sus palabras.
– Ya no eres virgen, cerda. Y ahora, ¿cómo pintaré el cuadro?
Se irguió, las palmas vueltas al cielo, como si estuviera implorando. La luz lateral de las velas solo permitía ver un ojo de don Migueclass="underline" estaba manchado de sangre.
– Has fornicado con un don nadie, puta… Has preferido a un nadilla sin cojones a mi cuadro, ¿verdad? Cuando yo, tu maestro, ¡jamás te he tocado!
Sus palabras, entrecortadas por la ira contenida, se confundían con sollozos. Cuando inspiraba, parecía como si la garganta le silbara hacia dentro.
– ¿Por qué te has estropeado por tan poco? Yo tenía previsto para ti un gran destino… ¡Responde!
Le dio un puñetazo en la vagina. María se puso a gritar. El sufrimiento era inimaginable. Un peso le cayó encima: el cuerpo de su dueño. Una mano apestosa de mierda y de vino la amordazó.
– Cállate, guarra. Deja de gritar o te ahogo. Vas a entender ahora qué significa traicionar a tu maestro. ¡Mañana estarás entre tus semejantes: las putas!
A punto de desvanecerse, sintió que el hombre tumbado sobre ella buscaba con dedos como garras la entrada de la vulva para introducir su sexo ya desnudo. Cuando el individuo se introdujo en el orificio y empezó el vaivén, ella lanzó un grito desesperado:
– ¡Doña Ana! ¡Auxilio! ¡Salvadme!
13
Por supuesto, ni doña Ana ni nadie acudió en su ayuda aquella noche. A la mañana siguiente, con maneras aún más agrias que de costumbre, el ama de llaves apremió a la esclava para que se dispusiera a abandonar la casa por la tarde. Con el rostro en tensión y los ojos enrojecidos, no podía esconder que ella también había llorado mucho.
– Después de lo de anoche, no puedes seguir sirviendo en esta casa -gruñó, indicándole los pocos vestidos que podría llevarse-. Y no te muevas de esta habitación hasta que te dé permiso. Se dirigía hacia la puerta pero se detuvo. -Como mínimo, hija, ¡podrías haberte defendido! Te dejaste hacer, ¿verdad? Él te había avisado de que no… ¿Cómo te atreviste a desobedecerlo? -le reprochó, amarga efigie de la mala fe.
María había pasado de la fase del llanto a la del grito y, por último, a la de la pena. La cabeza le pesaba como una piedra, pero por fortuna vacía, como si un demonio provisto de una lengua de hierro le hubiera excavado el cráneo antes de escupir su cerebro en el suelo. Todo lo que le quedaba de entendimiento se mecía entre las oleadas de dolor que le subían de la pelvis y las ganas de vomitar que, desde la violación, se gestaban en sus intestinos.
Cuando tuvo el hatillo preparado, se sentó en el suelo y se dispuso a esperar en el mismo estado de postración protectora. Al final de la tarde, un hombre golpeó la puerta e indicó que lo enviaban a por una esclava en venta.
Empujada por el ama de llaves, que le había puesto en las manos pan y lardo, María se hallaba ya ante la puerta cuando de repente, por primera vez en aquel día, pareció volver a la realidad e imploró:
– Doña Ana, solo una palabra y ya no os molestaré más en toda mi vida: ¿Lorenzo ha preguntado por mí?
– Pero ¿qué te piensas? ¿Que aún es asunto tuyo? Amas a ese bobalicón, ¿verdad?
La súplica de María parecía un vagido.
– Si vos supierais… Doña Ana, por el amor de Dios, decidme dónde le llevan. Quizá habría alguna posibilidad de que… Vos sois una mujer, deberíais comprender…
El ama de llaves estuvo tentada de encolerizarse de nuevo.
– Pero, ¿cómo te permites…? ¡No eres más que una esclava!
De repente, se aclaró la garganta. El rostro desfigurado, los hombros abatidos, ella permaneció callada un instante, engullida por su propia emoción.
– No puedo hacer nada -prosiguió con esfuerzo, abandonando su amargor habitual-. Es demasiado tarde, María. El maestro lo ha conducido al alba a casa del italiano. Mañana partirán. No volverás a verle. Dios sabe cuánto he rezado para que esto no pasara. Incluso me había acostumbrado a ti. Sé bien que no es culpa tuya. Es… ¡Es él, ese maldito!
Sus labios se cubrieron de filamentos de saliva pastosa.
– Y… le amo. Yo amo a ese depravado… No se lo merece, por supuesto, pero yo… no soy más que una vieja sirvienta consciente de su fealdad. A veces creo que el Creador me modeló un día que estaba muy enfadado. ¿Qué puedo hacer, María, si tu suerte ha tomado ese camino?
Puso una mano sobre el cabello de la muchacha, que se tenso. Ruborizada, el ama de llaves se dio cuenta y la retiró precipitadamente. Con un nudo en la garganta, murmuró:
¡Que Dios te ayude en tu desgracia, pequeña morisca!
Volvió a encontrarse en el mismo establo que a su llegada a Sevilla. Esta vez había más esclavas negras y una carga de mujeres raptadas unos días antes en las costas berberiscas. Lo que no había cambiado era la infinita estupefacción de las nuevas cautivas ante la desgracia que se abatía sobre ellas. Su desesperación se manifestaba primero mediante accesos de violencia y, luego, con una resignación casi completa.
Los guardianes debían de estar acostumbrados a ese fenómeno porque cada recién llegada, al menor incidente, tenía como premio una implacable sesión de bastonazos administrada con indiferencia y que duraba lo que hiciera falta para calmar a las más enérgicas. Pero el remedio podía ser peor que la enfermedad, pues algunas presas caían en tal abatimiento que se negaban a alimentarse y ni siquiera se levantaban para hacer sus necesidades: defecaban y orinaban sobre sí mismas; emponzoñando el aire del lugar con su propia degradación parecían vengarse del poder de sus propietarios. Los guardianes reaccionaban con rapidez para evitar que se propagara esta epidemia de tristeza, que podía provocar la bajada del precio de las esclavas y la caída de la reputación del establecimiento. Las malas eran separadas de las demás, se las desnudaba y se las lavaba en grandes barreños de agua. Después, las azotaban con el ahínco con el que se azota la colada hasta que se avenían a cambiar de actitud. Pocas de ellas se empecinaban, y las que lo hacían… simplemente morían.