Durante el tiempo que estuvo allí, María vivió en una especie de bruma perpetua. Habló poquísimo con sus compañeras de infortunio. Le costaba aceptar que las aspas del molino de las pesadillas se hubieran vuelto a poner en marcha con tanta facilidad. También la martirizaba el dolor de su vagina, tumefacta por el puñetazo del pintor. A veces, también otra cosa -su amor por Lorenzo- pugnaba en ella, pero se negaba a escucharlo; se sabía incapaz de resistir una pizca de sufrimiento más.
Cada mañana, un grupo de desgraciadas partía a los distintos mercados de esclavas de la ciudad, aunque los clientes también se acercaban al establo para verlas. María, que no salía nunca, tardó unos días en comprender lo que los guardianes murmuraban cada vez que un posible comprador la señalaba: «Esa bonita ya está vendida».
Su comprador se presentó dos semanas más tarde. Elegantemente vestido, con barba y bigote, parecía un notable. Se plantó ante ella, mostrando todos sus dientes al sonreír.
– Válgame Dios, aún eres más bonita que en mi recuerdo. ¡Cuánto he pensado en ti, señorita!
La esclava alzó una mirada sorprendida hacia el desconocido. ¿Por qué le hablaba como si la conociera?
– ¿No me reconoces, María? ¿Te lo impide la barba? ¿O quizá es el bigote? ¿Quizá mi aspecto de Grande de España te intimida un poco?
Soltó una carcajada que le mordió el corazón. «Bartolomé, el asesino de mi padre y de mi tía.»
El alma se le partió en pedazos. ¿Cómo era posible que Dios fuera tan grotesco con sus bromas?
– Sí, soy yo. No te equivocas, palomita. He hecho buenos negocios y he podido volver a comprarte. Recuerda mi promesa.
Su brazo barrió con orgullo el espacio a su alrededor.
– Y desde ahora… todo esto me pertenece. Y he adquirido dos depósitos más de esclavos en Castilla. Demos gracias al cielo por su generosidad.
El hombre bajó la voz, cómplice y feliz como un niño.
– Me pregunto qué le habrás hecho al pintor para que tuviera tanta prisa por librarse de ti. Mi mandatario te ha conseguido por un cuarto del valor inicial.
El cazador de esclavos cruzó su mirada, súbitamente teñida de gravedad, con la de la chica.
– ¿Supiste que intenté recomprarte varias veces? ¿No? ¿Y que el viejo chocho se negaba a cederte? Parecía tener una auténtica inclinación por ti, brujita. Provocas ese mismo efecto en demasiada gente, ¿no crees?
María lo observaba con mirada bovina, incapaz de concretar el más mínimo pensamiento en su cabeza. Bartolomé la tomó por el mentón y se lo acarició. Con aires de no darle importancia, murmuró:
– Tendrás que aprender a mostrar una cara más amable, si deseas recompensar en su justa medida… ¿cómo decirlo?… mi insistencia.
Con gesto amenazador, le pinzó con fuerza el mentón.
– No tengas demasiados nudos en la lengua, María, y dime que lo harás con alegría. No te olvides de quién soy. Tengo la debilidad de haberme prendado de ti, pero detesto dilapidar el dinero.
– Sí, lo haré con alegría, maestro -consiguió decir la muchacha con voz estrangulada.
– Entonces, prepárate -respondió sonriente de nuevo, pero sin abandonar su rudeza-. Tenemos un largo camino que recorrer. Vamos a Madrid. Y despréndete de esos harapos que el viejo roñoso te ha dado. Son indignos de mi compañía.
El viaje no se iniciaría hasta el final de la semana. Al día siguiente, Bartolomé encargó a una matrona del depósito de esclavas que vistiera a su nueva adquisición y que la condujera a una posada, al otro lado del Guadalquivir. La matrona pasó toda la mañana con María esperando la llegada del señor. Mientras la acicalaba y la vestía, la mujer la entretuvo primero con alusiones y luego con sentencias sobre los futuros deberes de una joven esclava. Insistió con sonrisas picaronas sobre la suerte que tenía de ser tan hermosa. Solo tenía que aprender a hacer buen uso de su belleza ante su nuevo señor. A este le encantaban las jovencitas, pero se cansaba tan pronto como se encandilaba de ellas. Tenía que cuidar de que esto no sucediera, porque de ser así la vendería sin dudarlo a alguno de los numerosos lupanares de la ciudad.
Al ver la mirada ausente de María, la vieja comadre la amonestó.
– No te hagas la altiva conmigo, querida. Es cierto que el señor te ha comprado magníficos atavíos, pero yo también fui más bonita que una rosa y mira en lo que me he convertido. Tan solo tienes un poco de culo, unas piernas y un agujero en medio como armas. Transfórmalas en un puerto de felicidad para don Bartolomé, bonita, y quizá así evitarás tener que servir muy pronto a los soldados.
Bartolomé llegó al caer la noche. Tras expulsar con sequedad a la matrona, se quitó la capa y la espada lanzándolas a la cama y ordenó que trajeran comida y vino a la habitación. Cenaron en silencio. Estaba de mal humor porque, según contó entre dos tragos de vino, una venta en Sevilla no terminaba de cuajar y el viaje podía retrasarse. Se enorgulleció de haber adquirido a precio de oro una residencia que daba al palacio del Escorial cerca de Madrid y de la que estaba deseando tomar posesión.
Enfundada en un vestido algo grande para ella, María mascaba lo más lentamente posible el trozo de jamón, como si el movimiento de sus mandíbulas tuviera poder para retrasar el momento fatídico.
– Ven, María. Estoy cansado -dijo de repente, levantándose.
Mientras se quitaba el jubón de mangas acuchilladas, la examinó con deseo, repentinamente revigorizado, casi enternecido.
– Eres maravillosa. No debería dejarme abatir por un simple retraso. La Providencia a veces nos gratifica con su benevolencia cuando se aceptan sin rechistar sus designios. Tú eres testimonio de ello, pequeña, te dije que… te apreciaba mucho. He sido paciente y he sido recompensado. Examinemos juntos la calidad de esta recompensa… ¿María?
Su sonrisa se congeló, pero no desapareció.
– Levántate, María.
Como si le hubieran clavado una aguja, la muchacha se alzó de la silla, con el bocado de jamón aún en la boca, incapaz de tragárselo o de escupirlo.
– Pequeña, vas a ahogarte si sigues hinchándote de esa manera, y ¡entonces ya no me servirás para nada! -El hombre en camisa de cuello redondo con puntillas rió-. Usa tu apetito conmigo, anda.