Bartolomé atrajo a la adolescente hacia él y empezó a besarle el nacimiento del hombro, la nuca, mientras una mano le rozaba el pecho y la otra el vientre. María sentía la protuberancia del deseo del hombre, que exhalaba un olor agrio de sudor, vino y cuero. Bartolomé deslizó una mano bajo el vestido, la colocó sobre su vagina dolorida y empezó a acariciarla. Mordiéndose los labios de dolor, la adolescente no pudo evitar tensarse.
– Eres tan animosa como un tronco de árbol seco -gruñó al instante-. No me estarás faltando al respeto, ¿verdad, María?
– No, señor, es que… es que… tengo… tengo…
Ella intentó buscar una respuesta pero le faltaba el aire. Bartolomé se detuvo, pálido.
– Ah… ¿Tienes el menstruo? -dijo él, alejándose con asco-. ¿No habrías podido esperar a mañana, boba?
Jadeante, su despecho se transformó en cólera. Dio una patada a una silla que acabó estrellada contra la pared. Luego sonrió mostrando todos los dientes.
– Bueno, no es culpa tuya… Por suerte, te queda la boca…
Le lanzó un guiño jovial. Su mano fue a buscar bajo la camisa su pene, que exhibió con una mueca llena de un deseo implorante.
– Noble marquesa, este fiel hidalgo a duras penas podrá perseverar en este estado un poco demasiado… rígido. ¿Podría ayudarle a recuperar su serenidad tu dulce lengua?
Con la mano que le quedaba libre arrastró a la esclava hacia la cama. Alejó la espada a los pies para tener espacio y tumbó a la adolescente de espaldas. Con sus calzas medio bajadas, se sentó a horcajadas sobre ella. Cerró los ojos y colocó con rudeza su sexo contra los labios de su cautiva.
– Abre la boca y realiza tu delicioso oficio, mi niña.
Con el pecho aplastado por el peso de ese bruto, María intentó apartar un poco aquel sexo que le chocaba contra los dientes.
– No puedo, señor… Me ahogo… Me ahogo con su peso en el pecho.
– No es nada, ya te acostumbrarás… Vamos, abre la boca o te azoto… ¡Qué daño me haces, puta!
El hombre había abierto los ojos y dejó caer sobre la cama la mano que le rodeaba el miembro. Los dedos de María tocaron la empuñadura de la espada. El violador había vuelto a colocar su sexo en la boca de la adolescente y trataba con exasperación de forzar los labios de esta con ayuda del pulgar y el índice.
– Bien, ¿quieres jugar? ¿Te ofreces al viejo huraño y no gozas conmigo? ¿Te trato como a una dama y no manifiestas ningún reconocimiento?
Apenas comprendió la imagen de la hoja que apareció a su izquierda. Intrigado, tuvo tiempo de girar la cabeza, pero interpretó demasiado tarde el inconcebible gesto de su víctima. Sus dedos aún reposaban en las mandíbulas de la muchacha cuando la hoja le seccionó la garganta justo por la mitad.
La sangre le corría por el cuerpo. María apartó los brazos y luego los pies de un cuerpo que aún se movía. No estaba muerto. De rodillas, con el pene balanceándose con los restos de la erección, Bartolomé se sujetaba el cuello, cogiendo con una mano la hoja y con la otra intentando contener el incesante borboteo de la sangre.
– Sálvame… uggg… por el… uggg… amor de Dios…
Las palabras se mezclaban con un espantoso gluglú, pero le pareció entender algo parecido a «Piedad, te amo, María…».
– Pero… yo… uggg… no te he hecho… ugg… nada -logró articular inteligiblemente, a pesar de la sangre que le manaba ya de la boca-. No, ¡eso no! No…
María blandía la faca que él había dejado en la mesa y que había usado para cortar el jamón. La mirada del herido la siguió con horror, pero sin perder un solo instante su expresión de incomprensión.
– No me mates… Te quiero… Podríamos…
Le clavó con todas sus fuerzas el cuchillo, una vez, dos, hasta tres veces en la espalda.
– Así que me quieres… y que no me has hecho nada. ¿Y quién mató a mi padre y a mi tía? ¿Y quién me deshonró? -Le dejó el puñal hundido en la espalda-. ¡Maldito seas! Si tú no me has hecho nada, entonces ¡yo tampoco te he apuñalado!
Un arrebato de alegría arqueó su cuerpo y, al mismo tiempo, le abrió el corazón: ¡había vengado a sus seres queridos! Observó con gratitud la mano que había asido el arma. Pero fue su nariz, que se preparaba para un posible sollozo, quien le dio la alerta: su cuerpo se había endurecido repentinamente de la cabeza a los pies, su alma se hallaba demasiado eufórica… María se preguntó si acababa de excitarse, de la misma forma que le sucedió a Bartolomé cuando se preparaba para violarla.
El asco le provocó un escalofrío. Hubiera querido limpiarse los oídos de esa asquerosa declaración de amor del cazador de esclavas. En la boca del asesino de su familia, esas palabras falsas parecían excrementos.
Pero ¿y si decía la verdad?
La adolescente permaneció contemplando al hombre medio desnudo que agonizaba cubierto por el líquido negruzco. ¿Habría cambiado algo que fuera sincero? Embustero o sincero, Bartolomé se disponía a morir de forma bastante penosa. La muerte daba la impresión de querer ingerir su presa poco a poco, mordisco a mordisco.
Una idea -un deseo violento, ridículo- en medio del gran desierto de sus emociones: «¡Qué odioso es morir! Nunca dejaré a nadie que me mate».
Los últimos estertores de Bartolomé, mientras vaciaba la vejiga y su orina se mezclaba con la sangre, fueron para implorar la presencia de un cura. Más adelante, María no podría recordar cuánto tiempo permaneció así, ni lo que pensó entonces. Ante el espanto del crimen que acababa de cometer y su propia reacción, todo su cerebro se había encogido como los cuernos de un caracol.
Agotada, se tumbó en la cama y, cadáver junto a cadáver, durmió sin ningún tipo de sueño hasta bien entrada la noche. Entonces se levantó, se limpió la cara y las manchas de sangre del cabello con el agua de la vasija y se cambió el vestido.
Si la pillaban, sería descuartizada o quemada viva.
Respiró hondo. La fonda estaba llena de viajeros. ¿Era posible que nadie hubiera oído nada? Se mantenía erguida, apoyada contra la mesa, pero sentía en su interior que los músculos se le disolvían. Cuando estuvo segura de la docilidad de su cuerpo, se dirigió de nuevo hacia su víctima. «Mi nuevo amante…» Se dispuso a registrarle. El corazón casi se le detuvo cuando creyó que el muerto se movía. Por fin, halló lo que buscaba sobre la piel del cadáver.
Cubrió al muerto con su ropa empapada en sangre y preparó un hatillo con todo lo que podía llevarse. Se puso la capa y descendió la escalera. Cruzó la gran sala de la fonda, donde alguien roncaba ante la chimenea. Las vivas brasas le permitieron discernir una segunda silueta tumbada. Con el corazón a punto de estallarle en el pecho, abrió la puerta y salió a la calle, completamente a oscuras.
Hacía frío, pero era soportable. Los caballos resoplaban perezosos en el establo vecino. Ajeno a lo acaecido aquella noche, el cielo desplegaba su sempiterna ornamentación de pedrería.