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Señala a los demás espectros. Los de los cadalsos, los que yerran por el terraplén, los atravesados por los espectadores.

– Y cada día somos más… repugnantes los unos para los otros. Todos nuestros recuerdos, todas las bajezas de nuestra existencia expuestas en nuestro… rostro… en nuestro… cuerpo.

– ¿También ves las mías? -murmura la madre, angustiada-. Me refiero a lo que tú llamas mis bajezas… -Y tras un corto silencio añade-: Y en cuanto a tu hermano… Lo que confesé bajo tortura… ¿también lo sabes?

La hija no replica. La sombra de la Quemada suspira con amargura.

– Lo que hice no debe afectarte, Catalina. De todas formas, yo, aquí o allí, te quiero… Aunque… -su voz rezuma rencor-, aunque, a decir verdad, esto no es lo que esperaba. ¿Todas esas pruebas, todos esos sufrimientos abominables para esto?

La plaza se vacía poco a poco de seres vivos, pero no de espíritus.

– Deberíamos estar admiradas y felices por lo que sucede después de la muerte, ¿verdad? -apunta con rabia la muchacha, sin hacer caso del comentario de su madre-. ¡Pues no! Enseguida comprendí que me había convertido en un despojo y tuve asco de mí misma. Es repugnante, este hedor en el que vivimos encerrados desde nuestro último aliento, que nos cae encima como un castigo… Ah, madre, ignoro qué ha hecho que esto sea posible, pero cómo lo odio, madre, ¡cómo lo odio!

– Cállate, hija. Alguien… podría oírte.

– ¡Si al menos eso fuera posible!

Igual de viejas ya la una que la otra, difunta la mujer y difunta la niña, permanecen un momento en silencio, casi enemigas a pesar de su amor, laceradas por la insostenible nostalgia de su vida anterior. Esa vida perdida para siempre en la que tanto se adoraron.

Ambas miran en la dirección por donde se ha escabullido el joven abrumado por la pena.

– ¿Vas a seguirle, madre?

– Por supuesto, Catalina, es mi familia… y también la tuya. Tengo que prevenirle…

– ¿Y si le asustas como antes? Cada vez que uno roza a un Vivo, se le roba parte de su aliento. Al final, muere. Lo he visto hacer a algunos fantasmas… Te arriesgas a matarlo porque le quieres. ¿Serás capaz de vencer esas ganas, madre?

– Nuestro Juan no es muy valiente y cometerá torpezas. Por mi culpa se halla en peligro. No volveré a asustarle, te lo prometo. En fin, lo intentaré. -Se ríe afectuosamente-. Catalina, ¡amé tan mal a tu hermano antes!

Su voz está ahogada en una extraña melancolía que desprende una mezcla de rencor, alegría y tristeza.

Y olvidando que su hija puede leerle los pensamientos, añade:

– Pero no fue al único… Si supieras hasta qué punto he amado mal… ¡Tan mal…!

Primera parte

1

Treinta y cuatro años antes, una mañana de 1576, en las Alpujarras, a varios días de marcha de Granada

Hacia tan buen tiempo aquel día…, había en el aire algo así como la alegre certeza de que la primavera despeinaría pronto la cabellera de los montes nevados que acuchillaban el horizonte. Pero fue ese mismo día cuando el corazón de la joven fugitiva se rompió por primera vez y desde entonces nunca volvió a recuperarse por completo.

En realidad, la María cuyo pecho empezó a hincharse de alegría esa mañana de abril ya no era una niña, pues la semana anterior a la luna llena fluyó sangre entre sus muslos. Por supuesto, al principio sintió mucho miedo -y vergüenza- por la mancha roja que aureolaba obscenamente en mitad del vestido, pero su tía Lucía la tranquilizó como pudo.

– No es nada, María, no es nada. Tenía que suceder. Es la prueba de que el tiempo pasa… No estás enferma, simplemente te has hecho mujer… aunque aún seas una niña. Dios mío, ¡siempre es demasiado pronto para estas cosas! -masculló Lucía antes de romper en llanto sin razón aparente.

A pesar del miedo, a María le entraron ganas de reír: a su tía le colgaba un moco de la nariz y, pese a su imponente volumen, no se decidía a desprenderse.

Su tía se aclaró la voz y, entre dos sollozos, dijo en tono ridículamente solemne:

– Hoy tengo que enseñarte dos cosas, hija mía. Las dos son imprescindibles. Si desoyes cualquiera de ellas, tu vida correrá peligro… -Contuvo la respiración, llena de emoción, y añadió-: ¡Y la nuestra también!

La niña abrió los ojos como platos, parecía decir: «¡Deja ya de exagerar!».

– No me mires con esos ojos de mula que se cree más lista que el resto del rebaño. Nunca he hablado tan en serio. -Luego, suavizando el tono, añadió-: Primera recomendación: a partir de hoy, huye como del diablo de los hombres galantes que se te acerquen demasiado, empezando por ese mequetrefe de Alonso que te ronda como una comadreja hambrienta alrededor de los polluelos. ¡En lo único en lo que piensan los hombres al mirarte es en ponerte el rabo entre las piernas!

– Pero, tía, ¿qué te ocurre? -protestó María, ofuscada por el lenguaje salaz de su tía.

– Ya eres una mujer, y mi deber es ponerte en guardia contra esos bribones -la atajó-. Ten cuidado, los machos cabríos de la aljama no conocen la piedad. Aunque tengas doce años, a la primera mácula, el consejo del pueblo no dudará en condenarte a la lapidación hasta la muerte. No olvides lo que le sucedió a la hija del arriero. Las piedras eran muy pequeñas, ¡tardó toda la mañana en morir! Aquí no se bromea con el honor de las mujeres, ni siquiera tu padre podría protegerte… Eres bonita, sobrina, eres demasiado bonita, y eso es una maldición en estos tiempos difíciles.

Dividida entre la risa y la inquietud, María saltó de indignación.

¿De qué me hablas, tía? Esos hombres galantes nada tienen que ver conmigo, y mucho menos el bobalicón de Alonso. No tienes derecho a desearme lo peor. ¿Te lamentas porque soy bonita? ¿Querrías que me pareciera a…?

Cogió un puñado de tierra arcillosa y, con rabia, se la restregó por las mejillas y la frente.

Sorprendida por el gesto y por el rostro embadurnado con ojos henchidos por el resentimiento, la mujer lanzó una carcajada rota al instante por nuevos sollozos.

– Y… ¿está bien eso de ser mujer? -bromeó María.