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– Lo sabrás… más pronto que tarde, hija -replicó su tía antes de dejarse llevar de nuevo por las lágrimas.

Paradójicamente, la muchacha recién convertida en mujer se halló en el deber de consolar a quien la había criado desde su más tierna edad. La mujer, con el cuerpo sacudido por irrefrenables sollozos, objetaba que tendría que haber sido su madre, Isabel, quien le hubiera contado todo eso; que el destino había sido cruel con su familia por haberla dejado morir en plena juventud y de una forma tan espantosa. La pena de Lucía acabó arrastrando a María.

Cuando su padre regresó de una infructuosa recogida de trampas de gazapos y las encontró abrazadas, con los ojos enrojecidos, dejó estallar su mal humor, pues adivinó que una vez más su cuñada había vuelto a contar la historia de que su esposa se había lanzado al vacío para no dejarse capturar por las tropas del Bastardo, el hermanastro del rey.

María no dijo nada. Sabía que su padre se dejaba llevar por la ira para no tener que pensar en la desesperada situación de su vida. El asentamiento, supuestamente provisional, de la docena de familias moriscas en ese altiplano rodeado de picos rocosos se había convertido, nueve largos años después, en una prisión. Las montañas que protegían la pequeña comunidad de las incursiones de los alguaciles y los cazadores de esclavos también la hacían morir de hambre y extenuación. Los contactos con los campesinos de los valles, la mayoría de ellos cristianos viejos, eran peligrosos, y la tan anhelada ayuda por parte de parientes o aliados de Toledo, Valencia y otras plazas había resultado ser una quimera dada la precaria situación del conjunto de los moriscos, levantiscos o no, en los reinos de España.

Todos en esa aldea de montaña pasaban demasiado a menudo hambre y frío entre sus pocas cabras y sus pobres campos, pero ya no se atrevían a bajar al llano, aterrorizados por los relatos que los moriscos encontrados aquí o allá explicaban sobre los ojeadores de ganado humano y sobre el rencor sin tregua de las autoridades monárquicas hacia quienes acusaban de actuar escandalosamente contra la verdadera fe.

María conocía bien a su adorado padre, con ese remordimiento perpetuo, casi esculpido en las arrugas del rostro, que lo roía desde la desaparición de su esposa. Delgado, encorvado, no era de porte orgulloso, desde luego, pero quería con locura a su pequeña María -lo que quizá explicaba los celos que le tenía su tía Lucía- y no lo disimulaba demasiado en público, en contra de los usos de la comunidad, que reprobaba las demostraciones de afecto hacia los niños en general, y las niñas en particular.

Su tía era muy parlanchina y le gustaba repetir las historias con todo lujo de detalles. María acababa de cumplir tres años cuando estalló la gran revuelta de los moriscos del Albaicín de Granada tras la decisión de Felipe II de prohibir, bajo pena de galeras o de esclavitud, el uso del árabe, escrito o hablado, los hatnama, públicos o privados, las ropas y los festejos tradicionales de la comunidad. A ello se añadió la obligación, denigrante para esos austeros moriscos, de dejar la puerta de su casa abierta de par en par los viernes, los días de boda y de fiestas musulmanas para que los alguaciles y los chivatos pudieran vigilar.

Ahogada en sangre, a la revuelta de los sospechosos de practicar en secreto la religión de los anteriores conquistadores le siguió la cruel guerra de las Alpujarras, que los musulmanes continuaban llamando al-Busharat. A las primeras atrocidades de los unos contra los sacerdotes, las monjas y los representantes de la Inquisición, respondieron los adversarios con matanzas a gran escala. La deportación a Castilla de los moriscos del antiguo reino de Granada, en lo más frío del invierno y en condiciones de indigencia abominables, diezmó esta población, extenuada ya por dos años de enfrentamientos sin misericordia, y llenó los caminos del destierro de un inexorable rosario de miles de cadáveres.

La familia de María compartió la suerte de todas las familias descendientes de los musulmanes derrotados a finales del siglo anterior, forzadas a convertirse al cristianismo a principios del siglo siguiente en gigantescas reuniones en las que a veces recibían el bautismo mediante escobas empapadas en el agua bendita de los toneles. Esto se hizo sin tener en cuenta la palabra real -el «ahora y para siempre» de Isabel y Fernando- pronunciada ante los vencidos tras la capitulación de Boabdil, el último soberano musulmán de la península. La familia creyó que huyendo hacia el sur podría escapar a la crueldad de los enfrentamientos entre los rebeldes y las fuerzas reales, reforzadas estas con los presos comunes de la antigua capital nazarí, liberados y armados por agentes del rey Felipe.

El azar y el pánico condujeron a esa pequeña familia hasta una ciudad fortaleza oculta por los contrafuertes de la sierra. Acribillado por las balas de cañón de la artillería del Bastardo, el nido de águila cayó tras un mes de resistencia desesperada de su población. Decenas de mujeres, entre ellas su madre, prefirieron suicidarse lanzándose al barranco a ser deshonradas y esclavizadas por los soldados, en su mayoría cristianos viejos reclutados sin soldada y que recibían en contrapartida el botín del pillaje y el dinero obtenido de la venta de mujeres y de niños moriscos. Ninguna de las asediadas se hizo ilusiones sobre la posible magnanimidad del ejército del rey, pues todas sabían que el monarca, al inicio de los combates, había creado un puesto, confiado a un oficial superior, cuyo nombre no admitía ambigüedades: «distribuidor de mujeres moriscas y de bienes».

María descubrió más tarde que seguía viva gracias a lo que su tía llamaba mezquinamente la «cobardía de tu pobre padre». Lucía acabó contándole que su hermana Isabel, en el último momento, decidió lanzarse al abismo con su hija, pero que su padre el ebanista consiguió arrebatársela en el instante en que subía a la muralla. Según su tía, su padre había salido huyendo antes de que las tropas enemigas irrumpieran en la fortaleza, abandonando así el puesto que debía defender.

– Pero mi padre no era soldado, y al fin y al cabo tú también huiste con nosotros. Eres injusta. Te ha protegido sin rechistar durante todos estos años, tía Lucía, ¡y tú lo insultas! -protestaba María cada vez, dividida entre el amor que sentía por su desgraciado padre y la admiración horrorizada hacia esa madre demasiado heroica que había estado a punto de arrastrarla a la muerte.

– Así es, flor de mi vida, pero yo soy una vieja carraca y, vive Dios, tengo derecho a paralizarme de miedo. ¡Pero no un hombre como tu padre! ¡Mira cómo nos vemos ahora! ¡Vivimos en barracas y en cuevas, como las bestias salvajes, temblamos al menor ruido, tememos al más apestoso de esos sucios campesinos! ¿Acaso esto es vida? Mira los harapos que llevas: ¡hasta una mendiga viste mejor que tú!

María replicaba amargamente que eso no le importaba, no había conocido otra cosa desde que tenía edad de comprender. La tía mascullaba que era realmente una pena tener sangre de los califas de Córdoba en las venas cuando el orín de gato haría la misma función.

Con labios temblorosos por la pena, la sobrina se dejaba llevar:

– Pero, tía, no te entiendo, ¿preferirías que estuviera pudriéndome en una tumba? Si padre no me hubiera arrancado de las manos de madre, ahora no estaría hablando contigo. Tú misma me has contado que lo primero que hicieron los soldados del rey fue matar a todo el mundo, mujeres y niños incluidos, arrasar la ciudad y esparcir sal sobre las ruinas para que no creciera nada nunca más. Y, sin embargo, todos nosotros éramos cristianos, ellos un poco más viejos que nosotros, de acuerdo, pero cristianos al fin y al cabo. Así pues, ¿tendríamos que haber muerto por algo tan estúpido?