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Sus labios esbozaron una sonrisa ante la estupefacción de su hija.

– Y tú eres Aisha, hija de Saadia, hija de Habiba…

– Pero…

– Tu tía se llama en realidad Selma.

– Pero entonces…

María se había hecho un ovillo, aplastada por el peso de la revelación.

– Entonces, ¿soy…?

Su padre, Francisco-Omar, asintió con la cabeza, lleno de conmiseración y al mismo tiempo con un aire casi burlón.

– Sí, lo eres.

– Entonces, ¿somos…?

– Sí, lo somos.

– ¿Todos?

– Todos.

– Entonces, en el pueblo ¿todo el mundo miente? La imagen de la Virgen en la pared, el crucifijo…

– Sí, todos mienten, de la mañana a la noche, cada vez que respiran.

La chiquilla balbuceó, se debatía entre la rabia y las ganas de llorar.

– ¿Por eso no criamos cerdos?

– Y por eso no bebemos vino. Sí.

– Pero… ¿por qué? Podríamos ser… ser… bueno… como todo el mundo, ¿no? -Intentó bromear pero su voz se rompió por los sollozos-. Me dijiste que mentir no estaba bien, que los mentirosos apestaban…

El ebanista asintió con gravedad.

– Eso sigue siendo verdad. Un embustero apesta tanto como una pocilga. Tal vez nosotros apestemos así… Quizá sea el castigo que merecemos por haber perdido Andalucía. Quizá no seamos dignos del paraíso en la tierra. Quizá hemos sido demasiado ingratos. Ciertamente…

Abría y cerraba las manos. Ella había visto ese tic de su padre cuando estaba muy emocionado.

– Ciertamente, un padre no debería enseñar a mentir a sus hijos, pero nos vemos en la obligación de mentir desde el día en que nacemos porque somos testigos… ¿Lo comprendes, hija mía, ya mujer…, Aisha?

María sintió una opresión en el pecho. Era la primera vez que su padre la llamaba por ese nombre tan extraño. Tuvo la impresión de que los dos adultos -las únicas personas en el mundo que se sacrificarían sin dudarlo para protegerla- intentaban empujarla a las aguas de un pantano y perdía pie.

Tenía ganas de gritarles «¡Callaos! Por Dios, no quiero ahogarme en vuestro sucio secreto. ¿Por qué me robas el nombre, padre querido? ¿A qué viene esa porquería de Aisha?».

Un tanto asustada por la expresión de dolor de su padre, no se atrevió a replicar.

– … testigos de lo que fuimos en este país, nuestro país, tan nuestro como de ellos… Y desde luego más nuestro… -refunfuñó con amargura- que de esos mercenarios germanos y flamencos con los que se han repoblado nuestros pueblos de Andalucía…

Se llevó una mano a la frente y se alisó distraídamente el pelo, quizá para contener la rabia que le inspiraba el recuerdo de esa infamia.

– ¿Entiendes ahora, hija mía, por qué debemos cargar con ese testimonio tal como hicieron tu abuelo, tu bisabuelo…? -Bajó la voz y en un susurro casi inaudible añadió-: Y también el de tu madre. No sé si ser fieles a los difuntos sirve para algo… ¡Ha habido tantos en esta tierra! No tengo la respuesta. Soy inculto. Pero nuestros libros, en los que gente más sabia que yo habrían podido hallar respuestas, han sido quemados; nuestras mezquitas, cerradas; nuestra lengua y nuestra cultura, prohibidas. ¿Habremos vivido todo esto para nada, hija mía?

Se oyó a alguien sorber por la nariz…; probablemente su tía, que lloraba. María no quería volverse, seguía observando a ese padre recién descubierto que cada palabra que decía le mordía un poco más el estómago.

– Si no fuéramos lo que somos, embusteros y falsos, como tú dices, traicionaríamos a nuestros antepasados, a todos los que hemos amado. A veces hay que mentir mucho para proteger la verdad. En fin, lo que un ignorante como yo cree que es la verdad.

La muchacha dio un respingo.

– Pero yo siempre he creído en… en… -No se atrevió a pronunciar el nombre de Jesús-. Vosotros lo habéis velado. Y tía Lucía me regañaba si no rezaba. Y me enseñasteis el castellano en lugar de la algarabía. ¿Cómo puedo creer ahora en… en otra cosa?

– Esos rezos cristianos y esa lengua son tu escudo. Y un escudo debe estar en buen estado.

– Pero… pero…

Las palabras le parecían tan obscenas o ridículas que no lograban salir de su boca. El padre percibió los sollozos que se ocultaban tras la indignación de su hija.

– Es difícil -dijo-. A veces te odiarás, pero lo conseguirás. Porque es preciso que lo consigas si no quieres morir.

– Entonces… ¿tendré que fingir siempre?

– Sí, fingirás siempre…, delante de todo el mundo…, delante de tus amigos y, cuando llegue el momento, delante de tu futuro esposo, incluso delante de tus hijos…

El padre se sonrojó. Había querido bromear pero su voz había sonado demasiado ronca.

– Porque, por supuesto, un día, hijita, me darás nietos. -Se aclaró la voz, luchando contra la ternura-. Ahora tienes que jurarme que jamás hablarás de este tema con nadie, excepto con tu tía y conmigo. Y en esos casos, siempre tendrás la máxima precaución posible. Tu amiga más querida podría denunciarte. Aisha, hija mía, de eso dependen tu vida y la nuestra. Júralo por lo más sagrado.

El padre se puso en pie. La muchacha, impresionada, lo imitó. Sin darse cuenta, unió las manos, su lengua se preparaba para decir: «Querido papá, volvamos atrás, por favor. No puede ser. Olvidemos lo que me pides, papá…».

– Júralo, hija mía -exigió el padre.

Jamás había visto en su padre rasgos tan desencajados, tensos al mismo tiempo por la angustia y la rabia. La chica sintió ternura por ese rostro amado que encerraba tanto pesar.

Luego la absurda exigencia de su padre explotó en su cabeza.

– Pero ahora, ¿sobre qué juro? ¿Por qué Dios? ¿El de antes? Pero me has dicho que eso no está bien… ¿El nuevo? ¡Pero si todavía no creo en él…!

2

María estaba junto a la cascada, soñando despierta bajo el sol tibio de esa maravillosa mañana. Se encogió de hombros; estaba cansada del ambiente de conspiración que reinaba en la casa desde que se había hecho mujer y habían empezado las incomprensibles explicaciones sobre el auténtico Profeta de la única religión y el falso Hijo de la Trinidad. Su tía la obligaba a repetir nuevas oraciones durante todo el día. A veces la sobrina bostezaba, aburrida, por la dificultad de la tarea.