Apretó los puños y la mano herida le mandó un recuerdo de dolor.
– ¿Hay más? ¿Hay más retratos de este tipo? -articuló.
Ante la cara estupefacta del visitante, la esposa del demente parecía confundida… Colocó el cuadro a sus pies.
– No te enfades… Es el único cuadro que queda de María… de tu madre, quiero decir. Los demás los destruí. Sí, los quemé. Teníamos miedo… Sabes, al Santo Oficio no le gustaban nada estas telas. Las encontraba demasiado… demasiado… Nos jugábamos la vi…
No pudo terminar la frase.
– ¡No, piedad! ¡No, no quiero morir! -suplicó.
El hombre se había abatido sobre ella y la mantenía inmovilizada; con su brazo izquierdo alrededor de su cuello, estaba a punto de ahogarla. Con el extremo del buril en su garganta, no la amenazó, sino que se lamentó:
– Bruja, destruiste lo que quedaba de ella. ¡Los otros la quemaron en la hoguera y tú quemaste su pintura!
El cuerpo de la cautiva desprendía un agrio olor a sudor, a col y a grasa. Se debatía con la energía que da el terror sin poder zafarse del joven. Pero la ira de Juan, una vez más, desapareció en el momento decisivo, dejando tras ella un rastro de desánimo. Juan contuvo la respiración. Asustado y con un sudor frío recorriéndole el cuerpo, se dio cuenta de que había cruzado la mitad del continente para encontrarse con esta situación: sin furia ya ni ningún otro impulso que la inercia, se disponía a acabar con un ser humano.
«Eres de los que les gusta abusar de los silogismos y te preguntas sin parar cuál es la razón, el motivo de las cosas», se reprochó en su interior.
Sin apartar los ojos del dorso del cuadro que descansaba en el suelo, había empezado a hundir la punta del metal (apareció una gotita de sangre en el cuello), cuando la mujer logró articular una súplica:
– No me mates, por Nuestro Señor Jesucristo… Hay más… no cuadros, no… sino dibujos. Están bien escondidos. No podrás encontrarlos solo.
– Dámelos.
– ¿Si te los doy no nos matarás?
– Dámelos ahora mismo -vociferó- u os descuartizaré a los dos.
La había soltado y la cautiva aprovechó para zafarse. Echaba saliva al hablar, sin bajar los brazos para protegerse del buril.
– Te los voy a dar… Pero júrame ante Dios… -Su voz titubeó, se tiñó de una especie de astucia difícil-. Júrame que no nos harás daño… incluso… incluso si los dibujos no te gustan.
Juan emitió un «mmm» que, a falta de algo mejor, ella decidió tomar como un asentimiento.
– Hay que empujar la mesa hacia esa pared… Sí, de lado. Coge el taburete… -le ordenó, repentinamente revigorizada tras verlo introducir el buril en el zurrón.
Doña Ana trepó con una agilidad sorprendente a la mesa y luego al taburete. Manipuló una moldura a primera vista idéntica a las que corrían a lo largo de las paredes del taller. Tuvo que hacer varias contorsiones y bastante fuerza para despegar una plancha que, al caer, dejó al descubierto un hueco en la pared. En un último esfuerzo, la vieja se puso de puntillas e introdujo el brazo en el escondite.
– Toma -le dijo con la cara perlada de sudor mientras le tendía un grueso rollo protegido por una tela manchada de pintura-. No olvides tu promesa.
Su voz denotaba miedo. Alargó excesivamente el brazo con el paquete y se desequilibró; cayó del taburete, pero Juan logró agarrarla por la cintura mientras el paquete rodaba por el suelo.
La primera imagen que vio Juan fueron sus labios delgados, que murmuraron un «gracias» tan sorprendido como avergonzado; luego, al retroceder a causa del fétido aliento, advirtió el cuello manchado de sangre de doña Ana. La soltó bruscamente y bajó para apoderarse del rollo. Al retirar el tejido que lo protegía descubrió grandes hojas de papel enrolladas en forma de papiro. Eliminó como pudo el dedo de polvo que se acumulaba sobre la mesa y se dispuso a deshacer el lazo que mantenía el rollo cerrado.
Ocupada con el hombre que yacía en el suelo, doña Ana intentaba reanimarlo con gestos de solicitud irritada como los que hace una madre a su bebé. De vez en cuando, dirigía miradas ansiosas al visitante.
El nudo estaba demasiado apretado. Juan tomó el buril del zurrón y cortó el cordel. Se deshizo del tejido y empezó a desenrollar el paquete.
– ¡Dios mío! -Fue la única exclamación que salió de su boca mientras aplanaba con la mano la primera hoja de papel.
Enrojeció. El aire pareció inflamarse de repente y sus pulmones reaccionaron con un ataque de tos.
– Ya te lo dije, pequeño… -murmuró la mujer, que había conseguido sentar a su marido.
Don Miguel también miraba al visitante, pero sin emoción alguna, con un aire increíblemente ausente.
– ¿Cómo… cómo os atrevisteis?
El rostro de la mujer se contrajo. Se mordió los labios como si sopesara las palabras que se disponía a decir.
– Voy a confesarte algo, pequeño… Cuando dibujó estos… esta cochinada… creo… creo que la amaba. Sí, a su manera, odiosa, obscenamente. Estaba seguro de que algún día le reconocerían su talento; si estaba de buen humor, decía que le reconocerían además una pizca de genio. De joven vivió en Italia, y me contaba que allí lo habrían valorado en su justa medida. Creía que María era el mejor regalo que Dios podía entregar a un pintor. Juraba que tu madre, gracias a él, sería venerada por los siglos de los siglos.
Su voz se elevó amarga y quejumbrosa.
– Todo eso no eran más que pamplinas que no significaban mucho para mí. Yo era fea a más no poder y tu madre… ¡Dios! No debería estar permitida semejante belleza. ¡Cómo la envidiaba! Solo una mujer podría imaginárselo. Era una esclava, un capricho de don Miguel, pero nunca le hice daño… Él sí; él le sirvió una parte del infierno en la tierra. Pero fue porque ella amaba a otro más joven que él y los celos devastaron el alma de don Miguel.
Señaló con el mentón al viejo de mirada vacía sentado en el suelo del taller.
– Puedes matar a quien quizá fue tu padre, pero eso no aliviará el sufrimiento de tu madre. Don Miguel ya está muerto. Más que muerto. Y yo…
Inspiró y se limpió la nariz con una manga manchada por la sangre de su cuello y por la de su marido.
– … yo sigo queriéndole, incluso ahora… ahora que un simple gazapo sería más listo que él. Ten piedad, pequeño… -Y, sorprendida por su audacia, añadió-: Ten piedad… ¡por el amor de tu madre!
Juan no respondió. Sabía que si abría la boca sería incapaz de parar de gritar. Le temblaban las manos. Enrolló de nuevo las hojas de papel, las cubrió con el tejido y se dispuso a atarlas con el cordel. Luego, cambió de idea. Se dirigió con el buril hacia el descendimiento de la Cruz. Doña Ana estaba aterrorizada y se protegió, hecha un ovillo en una esquina del taller. Giró la tela, cortó un rectángulo donde sólo estaba la Virgen, volvió a la mesa y empezó a atar la cuerda tras añadir el trozo de tela al rollo de dibujos.