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Se sentía totalmente aturdido.

Cuando se disponía a abandonar el taller, formuló todavía una última pregunta.

– ¿Por qué los habéis conservado, si teníais tanto miedo?

– Me hizo jurar por mi alma que jamás me separaría de ellos. Era todo lo que quedaba de su arte. Y…

Dudó. Pero Juan le lanzó una mirada tan cargada de animosidad que doña Ana comprendió que la mataría allí mismo si no acababa la frase.

– … me dijo que llegaría un día en que todos esos dibujos valdrían su peso en oro. Hace mucho que vivimos con dificultades y por eso…

El intruso bajó la cabeza, como preparándose para recibir una invisible lluvia de basura. Dándose cuenta de su error, la mujer se calló, abrió los brazos en señal de resignación y esperó su suerte.

Con el rollo bajo el brazo, Juan cruzó el pasillo, abrió la puerta de la casa en la que su madre había sido esclava durante tanto tiempo y salió a la calle. Tenía la cabeza embotada y era incapaz de formular cualquier idea aparte de «no he vengado a mi madre».

La calle estaba desierta. Caminó unos veinte pasos antes de que alguien le interpelara.

– ¡Eh, escuchad!

La vieja se parapetaba tras la puerta de la casa. Solo dejaba ver parte de la cara, aún crispada de terror, pero sus ojos ya chispeaban. La seguridad de tener la puerta casi cerrada alimentaba su odio.

– No sabía que habían quemado a vuestra madre en la hoguera… Tanto si me creéis como si no, Juan, jamás detesté ni maltraté a la pequeña… Lo siento en el alma. Lamento ese terrible final. Vuestra madre quizá no lo merecía… pero, por Dios, ¡no es culpa nuestra! ¡Y a vos, que os parta un rayo, cobarde! ¡Solo os atrevéis con viejos indefensos!

Tras cada frase, la mujer intentaba recuperar el aliento sin conseguirlo. Se había frotado las mejillas con vigor sin darse cuenta de que se las manchaba de sangre. Lloraba de rabia.

– ¿Eres morisco, verdad? ¿Y por qué no te ha detenido ya la Santa Hermandad? Basura podrida, ¡vete con tus semejantes!

Juan comprendió que dos o tres pasos le habrían bastado para alcanzar la puerta y darle una patada sin que la vieja hubiera tenido tiempo de cerrarla. Pero prefirió soslayar los insultos. Con paso ligero, se alejó hacia la catedral.

María contemplaba la escena como si se tratara de una Piedad grotesca. La vieja Ana sujetaba la cabeza de quien fuera pintor y verdugo de su adolescencia. La herida del viejo sangraba en abundancia; la del cuello de la mujer parecía más superficial. Don Miguel gemía suavemente mientras doña Ana, con los ojos llenos de lágrimas y la ropa manchada de sangre, le acariciaba la cabeza.

– No te mueras, maridito, no te mueras -repetía como una letanía.

«No mejoraste con la edad, Ana. ¿Cómo conseguiste convencerle para que se casara contigo? ¿O fue solo por el dinero que te debía…?»

La sombra produjo en su mundo lo que equivaldría a un suspiro en el de los Vivos. Por un lado, se sentía enojada por la suerte de aquel hombre que dejaba la vida tan cómodamente con total inconsciencia de su destino y rodeado de amor. Por el otro, sentía una inesperada compasión, pegajosa como la cola de un pescado, hacia la mujer a la que el hado había castigado con una fealdad tan grotesca.

¡Qué injusto era el mundo! ¿No había esperanza para los hombres? ¿Quiénes eran esos perros divinos que sembraban la desgracia de manera tan aleatoria?

De repente, el hombre ronroneó de placer bajo las caricias que le hacía doña Ana en la cabeza.

«¡No creas que vas a irte así, don Miguel! -gruñó el espectro-. No permitiré que tu agonía te resulte agradable. ¡Tienes que sufrir más, mucho más! No mereces ser el padre de mi hijo.»

El enojo había tomado los mandos de la voluntad de María.

– No te muevas, querido. Voy a buscar un paño para parar la sangre -dijo Ana con la voz tomada por la angustia.

Se levantó, salió del taller y sus pasos se perdieron escalera abajo.

María sabía que si lo hacía, ella también sufriría y, lo que era peor: su acto se saldaría con amnesia. Pero estaba decidida. Acababa de darle un encargo a Bartolomé: le pidió que siguiera a Juan hasta su alojamiento y que volviera luego para informarla. Así María podría quedarse un momento en el domicilio del pintor y asegurarse de que la anciana no hacía nada contra su hijo.

A cambio, María respondería a algunas preguntas de Bartolomé sobre su existencia terrenal. El espectro la dejó sola, no muy convencido, pero antes insistió: «Contrólate, no influyas en el comportamiento de los Vivos, sus preocupaciones ya no son las tuyas… O perderás retazos enteros de recuerdos sobre tu vida pasada. Y tu memoria es el último cartucho de la mía ahora».

María se dirigió hacia don Miguel, incapaz de resistirse a su frenesí. Se enrolló a su alrededor, lo palpó y recurrió a los mismos gestos que habían provocado el espanto de la pareja de campesinos en la posada.

Pero el rostro de don Miguel no dio muestras de espanto, sino que mantuvo su impertérrita placidez. María siguió rascándole con ahínco, tocándole e infiltrándose en sus orificios. Fue en vano. El viejo continuaba feliz.

Cuando miró a los ojos al herido comprendió la inutilidad de sus esfuerzos: los dos glóbulos estaban tan apagados que parecían flotar sobre su rostro. La demencia del pintor también le privaba de imaginación y lo hacía impermeable al miedo.

María se retorció, desesperada.

«¿Acaso vas a tener suerte hasta el fin de tus días, cretino?»

Pues quizá sí: el espectro observó con horror que la herida del pintor cada vez sangraba menos…

– ¡Oh, gracias, gracias, Señor, por salvar a mi esposo!

Profundamente agradecida, doña Ana rozaba con el dedo la costra negruzca que cubría ya las heridas del pintor. Había regresado junto a él con un paño limpio, pero su esfuerzo había resultado inútil porque la sangre se había detenido milagrosamente.

– Gracias, Señor Todopoderoso, por tu bondad.

La esposa recitó una breve oración. Pero un oscuro pensamiento la hizo tensarse de nuevo.