Por un instante, en aquella habitación oscura como una tumba solo se oyó el ruido de las dos respiraciones angustiadas. Hacía frío y, sin embargo, Juan sintió una gota de sudor bajándole por el ojo. Quiso parpadear para evitar el escozor, pero fue incapaz.
– ¿Y bien? ¿Vas a decir algo?
En la oscuridad, ella lo palpó hasta encontrar el principio del cráneo y luego los hombros. Le pellizcó sin miramientos.
– Juan, tienes que…
– ¿Están muertos?
La había interrumpido con una voz tan ronca que la chica se asustó aún más.
– Virgen santa, ¡entonces es cierto! -Tenía la voz tomada por el terror-. Por mi madre, ¿cómo quieres que sepa si los has degollado o no?
Entre ellos se instaló un silencio tenso, interrumpido finalmente por la exasperación temblorosa de la muchacha.
– Cada segundo que pasas junto a esta cama acorta tu vida. Creo que sería mejor que te vistieras a toda velocidad y pusieras tanta tierra de por medio como te permitan tus piernas. Pero quizá, como has vaciado la esencia de tu savia en mí, ahora querrás que te llene de ortigas frescas el agujero del culo y te transporte a hombros.
El grabador se dio cuenta de que, a pesar de su lenguaje salaz, su interlocutora quería ayudarle. Por un momento los pasos de la mujer se alejaron en la oscuridad y a él se le cerró la garganta con un espasmo de decepción.
– ¡Vamos, vístete! -ordenó desde la otra punta de la habitación, mientras entreabría con precaución el postigo.
Un rayo de luna iluminó a una mujer vestida con una amplia capa con capucha que escondía parcialmente su rostro.
– ¿Vienes… conmigo?
– ¡Chist…! Vístete, Juan. Deprisa.
A pesar de su gratitud, no encontró más palabras que un vago «gracias». Fingiendo soslayar su reacción, ella lo hostigó nerviosa mientras el joven reunía su ropa y sus herramientas.
– ¿Estás loco? Cuantas menos cosas lleves contigo, mejor. ¡Sobre todo, no lleves esa bolsa de herramientas con la que te descubriría el más tonto! Ya te lo mandaré luego, si puedo… ¿Qué buscas bajo la cama? ¿Te urge vaciar el orinal?
Se quedó sin respiración cuando vio el objeto que tenía entre las manos.
– ¿No me digas que te llevas… ese rollo?
Estuvo a punto de decir «lo que has robado». Juan asintió y agarró el rollo con tanta determinación que Leonor alzó los hombros a modo de resignación, con una cara que parecía decir: «Estás loco de atar».
– Tenemos un largo camino que recorrer. Disimula el paquete bajo la capa y ruega para que no nos encontremos con soldados. Sevilla está repleta de ellos con todo el jaleo de la expulsión de los moriscos.
Lo miró fijamente y murmuró distraída:
– Esos perros… Hubiera sido mejor hacerlo antes. Por su culpa, mi padre murió de peste.
Con la garganta súbitamente seca, Juan esperó a que vomitara otros comentarios malintencionados sobre los suyos. Pero ella ya estaba pensando en otra cosa.
– ¿Tienes dinero?
Esa pregunta, directa como una puñalada, estaba cargada de consecuencias tan funestas que lo dejó sin habla. Ante su indecisión, Leonor no pudo frenarse.
– ¡No me mires con ojos de besugo, idiota! No quiero robarte el dinero, pero allí donde vayas, vas a necesitarlo como el aire que respiras.
Juan intentó reflexionar, dudando si confiar en la chica o no. Pero se dio cuenta de que el esfuerzo de razonar tranquilamente, de sopesar los pros y los contra, estaba en esos momentos por encima de sus capacidades. Su cerebro debía de haber sido sustituido por una piedra o, peor aún, su capacidad de juicio había quedado reducida a la de una rata agotada de terror.
De repente, como quien se sumerge en un agua que no sabe si está helada o hirviendo, el grabador decidió poner su vida en las manos de la ramera.
– Sí -acertó a decir-. Empeñé mis bienes y…
– Bueno, no lo comentes con nadie. La gente donde te llevo te rajaría la garganta por una jarra de vino. Ahora sígueme y estate atento. Si el tabernero se despierta, o…
La mujer no pudo terminar la frase porque estaba sin aliento. Juan tomó conciencia de que ella estaba seguramente más aterrorizada que él. Antes de abrir la puerta, él se detuvo.
– ¿Qué? ¿Has oído algo? -se sobresaltó su compañera.
– No me has preguntado por qué… los dos viejos…
– Creo que me cagaría de miedo si lo supiera todo. Así que no gastes saliva, ¡no te escucharía! -Había eludido la pregunta con bastante mala baba.
– Pero sigo sin comprender por qué me ayudas… -insistió, sujetándola por la cintura y atrayéndola hacia sí.
Le sorprendió la reacción de su propio cuerpo, apresado por los remordimientos y, a la vez, respondiendo con una erección incipiente. La criada estaba a contraluz y él no pudo percibir la expresión de su cara cuando ella le escupió (literalmente):
– Porque soy una puta, Juan. Y Dios ha querido que las putas sean idiotas…
Aunque lo había cubierto de perdigones, no hizo el menor gesto para secarse la cara. Estimó que no había habido ofensa, pues ya había probado previamente la saliva de aquella chica cuando hicieron el amor.
Y sin solución de continuidad, ella continuó regándolo con finas gotitas de enojo.
– … pero, en Su generosidad, les ha permitido ser rencorosas. El posadero no me creyó cuando le juré por mis padres que no habías pagado por estar conmigo y me trató de mentirosa sin dejar de reclamar su parte. ¿Qué te piensas? ¿Que me deja jugar a ser puta en su posada sin exigirme nada a cambio?
Con la mano sobre el pomo de la puerta, la joven suspiró con una especie de desprecio hacia sí misma.
– Y lo peor es que he tenido que hacerle un servicio. Pero eso no le bastó a ese rufián…
Volviendo el rostro hacia la ventana, levantó el borde de la capucha. Debido a la penumbra, a Juan le costó identificar lo que le indicaba la mujer con el índice. Tuvo que acercarse mucho para verle el cardenal del ojo que pasaba del violeta al marrón oscuro.
– ¡Oye! -gritó Bartolomé-. Ese es tu hijo, ¿no? Va con…
Situado ante la puerta de la posada como un montón de arena compuesta por una miríada de semillas de nubes, el espectro se irguió.