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Los asaltantes parecían una banda de granujas un poco locos y celebraban con carcajadas la inesperada facilidad de su victoria. El padre de María fue una de las pocas víctimas, pues los recién llegados, por razones que ella entendería demasiado rápido, querían matar a la mínima gente posible. Su anciana tía, que los llenó de insultos, se llevó un garrotazo como quien no quiere la cosa y quedó abandonada en el dintel de la casa.

De inmediato reunieron a los cuarenta habitantes de la pequeña aldea: un puñado de hombres, mujeres y muchos niños. La demostración de violencia había sido tan perfecta que la columna de prisioneros se formó sola. Únicamente un anciano se negó a unirse a ellos, pero no recibió ningún golpe, probablemente porque era tan viejo que no tenía valor.

La pena se adueñó de María. Lloró durante todo el camino. Era lo único que su cuerpo podía hacer. No pensaba en nada, solo sabía que debía levantarse rápidamente después de cada caída, pues los raptores no habían dudado en apuñalar a una mujer que se había torcido el tobillo y se quejaba de no poder seguir el ritmo del descenso. El jefe no dejaba de gritar frenéticamente en castellano: «¡Más deprisa, más deprisa!», parecía que él mismo temiera que lo persiguieran. A veces añadía en mal árabe de Granada insultos con un marcado acento del norte: «¡Vais a lamerle el culo a vuestro Profeta, chusma, a ver si os recuerda el sabor a menta de vuestro paraíso!».

María lloraba, pero en silencio; las lágrimas corrían por su interior, aterrorizada ante la idea de llamar demasiado la atención de alguno de los cazadores de esclavos. Se orinó encima sin darse cuenta. La torpeza la vencía poco a poco. Una idea revoloteó como un sucio moscardón en el océano fangoso que chapoteaba entre sus sienes: ¡era culpable de la muerte de su padre!

Cuando su padre la vio salir del sendero con el cubo, comprendió de inmediato quiénes eran los hombres que la seguían. Tuvo un momento de duda, frunció el ceño con reproche, desconcertado probablemente por el silencio de su hija: en el pueblo todos sabían hasta qué punto era vital lanzar la alarma ante la menor aparición de extraños. Dio un paso atrás, agarró un pico, lo blandió y, descorazonado ante el número y las armas de los cazadores de esclavos, lo dejó caer a sus pies. El padre lanzó una breve mirada a su hija, siempre con esa expresión de reproche en los ojos, antes de recibir la cuchillada en la garganta. Con un «¡Agh!», cayó de rodillas y, horriblemente ocupado como estaba luchando en vano contra la muerte, ya no la miró más.

Era la responsable de la muerte de su padre, de la persona a quien más amaba en el mundo. Este pensamiento fue para la joven prisionera lo peor de su desgracia. Tanto como la conclusión a la que había llegado su cerebro: si su madre hubiera conseguido lanzarse al barranco con su bebé, quizá su padre aún viviría…

Fue al caer la noche cuando se dio cuenta de que no había pensado ni una sola vez en la otra víctima de la familia: su pobre tía, abandonada tras el mazazo mortal en la cabeza. Sin duda, las rapaces de las Alpujarras habrían empezado ya su trabajo.

La vida de un esclavo no tiene nada de extraordinario; se dio cuenta de que era como la de un perro. Esa misma noche encerraron a María y a sus compañeros de desgracia en un granero. Les llevaron un cubo lleno de una masa repugnante que a mitad de la noche engulleron porque el hambre les atenazaba. Cuando llegó el momento de la oración se produjo un instante de desconcierto: en la aldea vivían solos, sin oídos ni miradas ajenas que pudieran espiarlos, denunciarlos. Aquí, al primer paso en falso, podían acusarles de apostasía y transformarse en alimento de las hogueras de la Inquisición. Sin intercambiar una sola palabra sobre el asunto, rezaron al Señor de quienes acababan de capturarles. Era menos peligroso y, quizá, igual de eficaz, a juzgar por el ardor de las súplicas mezcladas con llanto y suspiros que nacían en la oscuridad del granero.

Incluso el alfaquí, un hombre religioso que, según decía con admiración su tía Lucía, se sabía de memoria el venerable Corán, se unió al rezo del padrenuestro. Con el corazón en un puño, María adivinó que la ostentación de fervor religioso del alfaquí se debía a que, al igual que los demás, temía ser denunciado por los más débiles que aún alimentaban la ilusión de la liberación o, como mínimo, de un trato menos brutal por parte de sus carceleros. Por otra parte, nada excluía que la traición no hubiera sido el origen de su captura, se dijo María descubriendo que los esclavos, como los perros, no tenían derecho a la confianza mutua.

La muchacha no rezó por ella, sino para pedir perdón a su padre. Ni un solo momento pensó en que también debería pedir por el descanso del alma de su tía. El dolor por haber perdido a su padre desbordaba hasta tal punto su corazón, que le resultaba imposible ceder un poco de espacio a la desgracia que había golpeado con igual inclemencia a la hermana de su madre, a la que sin embargo había llamado siempre mamaíta querida. María rezó en silencio, largo rato, en algarabía, en castellano, recitando varias veces y con fervor la sura de la Resurrección y el avemaría, mezclando a veces, cuando la memoria le fallaba, fragmentos del Credo y la invocación de la shahada, el testimonio del Dios único de los musulmanes.

Cuando terminó de rezar, no sintió el alivio ansiado. Permaneció en la oscuridad, jadeando, moviendo la cabeza hacia delante y hacia atrás, intentando comprender por qué el Señor había permitido que existiera ese día. Su vértigo ante la Divina Iniquidad se transformaba poco a poco en desesperación y rabia. Todos sus parientes estaban muertos, no le quedaba nadie en la tierra. ¿Por culpa de quién? ¿De quién? Y sin embargo, se había portado como una buena creyente, como todos se lo ordenaban, tanto en la nueva como en la antigua fe. ¿Qué acto había cometido que justificara por Su parte un castigo tan cruel?

Una blasfemia, embriagadora como una venganza largo tiempo rumiada, le subió desde las entrañas, se abrió camino en su garganta y chocó contra sus dientes. Se mordió los labios hasta sangrar para detenerla. Pero la injuria sacrílega seguía allí, rondándole la cabeza, extendiendo su tentación embriagadora por la lengua, moviéndole las mandíbulas por el espanto. La muchacha se hubiera arrancado las orejas antes que descifrar el grito de odio que le ensordecía el alma. Solo una palabra, estúpida, ridícula, consiguió colarse fuera de su boca: «¡Desagradecido!».

La hija del ebanista vomitó una y dos veces; pensaba que moriría de un momento a otro a causa del sacrilegio que su alma había osado concebir. Luego, ebria de remordimientos y espanto, se entregó de nuevo a su doble imploración hasta que el sueño la venció.

Permanecieron cuatro días encerrados en el granero, obligados a hacer sus necesidades unos junto a otros, olvidando toda dignidad, iguales en la abyección. El solemne alfaquí, antes tan exquisito, ya ni se molestaba en retirarse a un rincón oscuro para defecar. Hay que decir que no quedaba ya un palmo de paja limpia. En dos o tres ocasiones, María se sorprendió sonriendo ante el rostro torturado del venerable barbudo cuando se acuclillaba: sufría un estreñimiento atroz, y cada expulsión del intestino provocaba en él el efecto de una victoria ante encarnizados demonios. «Así sería para ti el infierno -pensaba ella con una maldad incomprensible hacia su viejo profesor-: ¡una eterna obstrucción de los intestinos!» Al quinto día, una docena de nuevos cautivos moriscos se incorporó al infecto granero de exhalaciones innobles.