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– Pero ¿adónde irá a estas horas de la noche?

María emitió un «¡oh!» de sorpresa (evidentemente mudo) cuando los dos Vivos, su hijo y la muchacha, pasaron a través de su espectro sin darse cuenta.

– Ay, pequeña, ¿aún te sorprendes? -se rió de ella Bartolomé-. Desde que se supone que estoy en el paraíso, el mundo entero ha pasado a través de mí, me ha pisado, me ha vomitado encima… ¡sin preocuparse lo más mínimo por mi dignidad!

– Calla un poco y sigámosles -le cortó la mujer fantasma, tratando de disimular su inquietud ante la cara angustiada de su hijo.

«Cara de fugitivo», se dijo para sí. Sería capaz de reconocer esa expresión de angustia entre miles.

– Mi pequeño… -exclamó en la lengua taciturna del limbo.

Hasta ese momento, su indignación por la conducta onanista de su bastardo no había cejado de crecer. ¡Qué duda cabía que era el producto depravado de sus dos padres! Lamentaba que se hubiera dejado arrastrar ante ella simplemente por haber visto un dibujo de su entrepierna. Solo la irrupción de la ramera los había salvado de la abominación. El fantasma se había ido de la habitación en el momento en que su hijo penetraba a la chica. De vez en cuando, una risa irreprimible se le superponía al sentimiento de enojo: los dos mundos, el de la vida y el de la muerte, podían combinarse y producir historias tan malsonantes como la de un joven inexperto que desea unirse, en presencia de su madre, con la juventud desaparecida de esta.

– ¡Ah, la eternidad tiene mucho tiempo que perder! -concluyó, desconsolada y sin rastro de ironía.

Mientras, Bartolomé, movido por otras inquietudes, la había asediado a preguntas durante horas.

– Estás olvidando nuestro pacto, mujer -remachó entre la rabia y el llanto.

María seguía inquieta por la conducta de Juan y solo pudo responder con evasivas a parte de las preguntas que el comerciante de ganado humano le hacía. El fantasma sabía que estuvo a punto de empezar a estudiar Derecho en Salamanca, que poseía bienes en Madrid… y que ella lo había apuñalado porque previamente él había intentado violarla tras comprarla en el mercado de esclavos de Sevilla. Pero Bartolomé repuso que esas migajas de su pasado no tenían sentido y acusó a María de burlarse de él.

– Dices que te compré como esclava solo unos días antes de mi asesinato… Pero yo presiento que nos conocíamos desde mucho antes… Y además, ¿por qué estoy convencido de haber sentido inclinación por ti?

– Sí, sí -contestó María de mala gana-. Éramos grandes amantes y, antes de morir, nos juramos que el primero que se fuera esperaría al otro en el más allá.

– No hay que reírse de esas cosas -dijo Bartolomé, y añadió con voz dulce-:… y eso es lo que he hecho, ¿no?

– ¿No crees que tenemos mucho tiempo por delante para discutir los detalles? Y aunque no lo hiciéramos… ¿me degollarías? Sería bastante ridículo, dado que ninguno de nosotros puede morir más -sentenció María para zanjar la discusión-. De todas formas, si insistes demasiado, te mentiré. Después, confesaré que te engañé y te daré otra información más dudosa. ¿Es eso lo que deseas, compadre? De momento, estás a mi servicio… Eso es todo.

– Júrame al menos que tu intervención con la vieja no te ha afectado a la memoria -replicó un Bartolomé más humilde.

María simuló no haberle oído. Bartolomé se estaba volviendo muy pesado con el cuento eterno de los peligros del olvido.

– Si sigues sin atender a mis recomendaciones, acabarás siendo más indistinguible que una gota en el mar, y además tu dolor será inconmensurable. El deseo de querer recordar quién es uno es como una insoportable urticaria sobre la piel del océano que nadie, ni siquiera Dios, puede amainar. Puedes verlo en mí…

En un breve momento de pánico se preguntó qué significaría esa palabra, «Dios», y por qué su compañero la conocía, él que parecía haberlo olvidado todo. Luego, con gran alivio, recordó el sentido de la palabra… aunque solo en parte, supuso María, pero no se atrevió a ahondar en el tema ni a darle la razón al bobalicón de Bartolomé.

Pero ese vocablo que él había utilizado, con su infantilismo de muerto veterano, la repelió.

Los dos jóvenes y las dos almas en pena cruzaron la ciudad. Los Vivos, envueltos por los dos fantasmas, serpenteaban entre las calles sombrías que la lluvia y la basura habían tornado resbaladizas. Evitaron por los pelos varias patrullas de hombres armados que avanzaban en la noche con antorchas y candiles, e incluso una emboscada organizada por unos desjarretadores arracimados a la salida de un tugurio. La ciudad, en tensión por el miedo a una última revuelta de los numerosos moriscos arrinconados en el puerto a la espera del embarque, apenas dormía. Incluso la habitual cantinela del sereno («Ave María purísima, las nueve han dado y sereno») sonaba más bien a un lúgubre aviso de alerta.

Mortificada por su impotencia, María admiró el instinto que guiaba a la criada por el dédalo de plazoletas y callejuelas de Sevilla. La madre empezaba a cogerle aprecio cuando interceptó una mirada furtiva, llena de ternura, de la puta hacia su compañero. Su agradecimiento se transformó repentinamente en desprecio.

– ¡Ah, no! -protestó la mujer fantasma rozando peligrosamente el rostro de la criada-. Juan, no. Mi hijo, no. Te lo prohíbo, encantadora de soldados. ¡A mi hijo no lo agarras!

Luego se preguntó aterrorizada cuál era la razón de su huraño comportamiento. ¿Acaso estaba añadiendo a su disgusto materno, normal y previsible, una pizca de celos de amante? Quizá había sido una parte de sí ínfima, pero algo en ella había refunfuñado: «Yo fui más hermosa que tú, saco de nabos, y lo sigo siendo. La prueba es que le he provocado una erección a mi hijo… cuando ya ni siquiera soy de ese mundo».

Ofuscada por las inmundas consideraciones que le perforaban el cerebro como larvas en la carroña, María se insultaba: «Lepra de letrinas, ¿qué te ocurre ahora? ¿Cómo osas envilecer hasta ese punto tu maternidad?».

Un insólito cosquilleo en su interior la alarmó de pronto: lo que empezó siendo un suave oleaje se transformó en un abrir y cerrar de ojos en un tornado. María intentaba comprender qué era esa imperiosa sensación que se abría camino en su interior.

«Creo que es la ira contra mis propios pensamientos erróneos», se dijo con amargura. Y para su sorpresa, estalló en la mayor carcajada que ella había experimentado jamás. Su risa venía a decirle: «Pero ¡para ya, miserable coqueta! ¿Cuándo vas a ser consciente de que ya no existes? ¿Que nada existe ya para ti? ¿Que estás muerta y bien muerta? Sí, ¡todo en ti ha muerto! Incluso tu coño, tu culo, tu corazón y hasta el alma que los hacía estremecer».