– Cuánto te diviertes cuando quieres, María. ¿No quieres compartir tu buen humor conmigo? -Bartolomé la observaba con una mezcla de preocupación y envidia.
Eran invisibles para todos, incluso para ellos mismos…, pero algo en el interior de su inmaterialidad «veía» y «oía», aunque ni María ni Bartolomé habrían podido localizar el misterioso «órgano».
Bartolomé se dejaba arrastrar sin demasiado entusiasmo por el grupo de fugitivos cuando se dio cuenta del cambio radical de María.
Al ver la bruma de perplejidad que envolvía a su comparsa, la vieja morisca se dijo que, si pudiera, Bartolomé se estaría rascando la cabeza. Y la idea de un cráneo sobre ese montón de aire que en otro tiempo se llamó Bartolomé incrementó aún más la hilaridad de la madre de Juan.
– Menos mal que nadie te oye -suspiró el hombre fantasma-. Pero tienes razón en reírte. ¡Mira dónde hemos acabado! No reconozco el lugar, por supuesto, pero veo que tú ya has adivinado qué se hace aquí… ¡Parece que el pendejo de tu hijo y su polluela han decidido no aburrirse!
Epílogo del hijo
Permanecí escondido durante una semana en una alcoba grasienta de un burdel de las murallas de Sevilla. Solo salía durante las horas previas al alba, cuando las putas agotadas regresaban a sus lechos y en las calles solo quedaban un puñado de borrachos mecidos por el vino. Me aliviaba en las letrinas más cercanas, me aseaba en la fuente de una iglesia y volvía abatido a mi refugio. Estaba alojado con una prostituta que Leonor me presentó como una «prima adoptiva» porque, según dijo, eran del mismo pueblo, habían jugado juntas de niñas y, de adultas, se encontraron las dos ganándose el pan con su cuerpo. Eso creaba lazos de parentesco más sólidos que los de una familia de sangre. El alquiler diario de esa especie de choza en la que pasaba buena parte de mis días era el doble del que pagaba en la posada, pero el precio incluía el silencio de la prostituta y de su chulo.
Al tercer día, el chulo me exigió un complemento con el pretexto de que había mucha clientela: según parecía, se estaban congregando en Sevilla multitud de militares ociosos procedentes de todas las provincias: eran los encargados de expulsar a la plaga morisca. Tras haber concluido la limpieza de Castilla, los soldados se encontraban en un estado de exaltación tal que habrían sido capaces de montar a un toro bravo. Cuanto más ociosos estaban, más ganas tenían de sexo, y eso era tan bueno para la religión verdadera como para su negocio.
Por desgracia, al ocupar un lugar que una de sus meretrices podría estar usando de forma más lucrativa, le estaba haciendo perder dinero.
– Además… -insinuó-, el trajín de militares pone más en guardia a alguaciles y guardas, que multiplican los controles y amenazan con cerrar los negocios que no les aumenten las propinas.
Su guiño carroñero acabó de convencerme. Tenía el estómago cerrado por el miedo y cometí el error de pagarle sin tomarme la molestia de regatear.
Por el brillo en su mirada, enseguida supe que el individuo se arrepentía ya de no haberme extorsionado más y que pronto volvería a la carga.
– Sin duda debéis de estar pudriéndoos de aburrimiento de la mañana a la noche. -Lo intentó de nuevo-. Si tuvierais la bondad de darme otra vez la misma cantidad, os obsequiaría con un tesoro: una doncella de once años como máximo que sus padres me han confiado para que complete su educación. La estaba reservando para alguno de mis amigos alcaldes, pero ¡por los pezones de santa Frígida!, creo que os corresponde. A esa edad no tienen pelo, ya lo veréis… Y tiene mucho más sabor que esas gallinas viejas que pululan por aquí. Os la dejaré toda una noche y, creedme, por la mañana seguiréis sin sentiros saciado…
Rechacé la oferta del repugnante chulo conteniendo las arcadas con la máxima cortesía de la que fui capaz. Aunque, mientras se alejaba, le oí blasfemar obscenidades contra esos sodomitas extranjeros que preferían los hombres a las mujeres y que contravenían las reglas morales más elementales.
– Creo, María, que no me aburro nada contigo. ¿Qué dices de pasar la mitad de la eternidad juntos? La primera mitad, claro…
María se abstuvo de responder, pues las bromas de Bartolomé siempre eran de doble sentido. Desde la noche de la huida, aguardaban apostados en la puerta del lupanar. Escaldada por la desafortunada experiencia, María había decidido limitarse a vigilar las idas y venidas de Juan desde el exterior del edificio. Bartolomé accedió de mala gana a la voluntad de su compañera.
– ¿No quieres saber cómo se las arregla tu hijo con las desvergonzadas del lugar? Quizá esto nos traiga algunos recuerdos… -ironizó.
– Puede que no tengas memoria y que lo hayas olvidado todo, ¡pero sigues con tus modos barriobajeros!
Ambos quedaron en silencio, tan herido el uno como el otro, durante un instante… o quizá durante varias horas humanas, pues el paso de su tiempo nada tenía que ver con el del mundo de los Vivos. Luego María, chapoteando como de costumbre en el mar de sus pensamientos, preguntó distraída:
– ¿Has vuelto a encontrar a…? -Y dejó sin concluir la pregunta al darse cuenta de que se había dirigido a su compañero.
– ¿Encontrado a quién? -preguntó, aprovechando la ocasión para retomar la conversación.
– A alguien más poderoso que nosotros… alguien que entienda… No sé… ¿me comprendes? -farfulló.
– ¿Quieres decir a Dios… o como mínimo al Príncipe… de los humos de chimenea que somos? -apuntó antes de soltar una carcajada que agitó su inconsistente carcasa-. ¿Crees que he dejado de plantearme esa pregunta un solo instante?
Se encontraban en medio de un grupo de Vivos dedicados a vaciar sus jarras de mal vino a la luz de una hoguera improvisada. Ninguno de los bebedores que, con los pantalones desabrochados, a veces eructaban, otras se tiraban pedos y otras más sagradas se santiguaban al paso de un murciélago, percibió la carcajada del otro mundo.
– ¿Y adivinas, María, qué le habría preguntado a nuestro Jefe entre los Jefes? Señor Príncipe, Soberano de las Sombras y las Luces, ¿qué tienes previsto para mí en los miles de siglos venideros?
Cada noche, Leonor me traía provisiones y, tras cambiarme el vendaje, me informaba de los avances de sus gestiones. En cuanto se libraba del servicio en la posada, se dirigía al puerto para tomar la temperatura de la situación. No ocultó en ningún momento su forma de tratar con los hombres.
– Dios ha dotado de un segundo orificio a la hija de Eva para paliar su complexión débil. ¡Y el hijo de Adán es tan débil ante ese agujero…! -solía contar. Luego, seguramente tras pensar en la dureza de su vida, añadía-: Pero bueno, el Señor podría haber hecho las cosas algo menos… -buscó la palabra cerrando los párpados y, al no encontrarla, se resignó levantando los hombros-… para las que lo convierten en su oficio.